lunes, 15 de enero de 2018

NOSTALGIA DE LAS AULAS




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              Durante 35 años y y hasta hace casi dos me he pasado la vida metido en las aulas. Toda mi existencia, si se incluyen los años de alumnado, desde la primaria a la facultad. De la condición, según general criterio tan cómoda como envidiable, de funcionario he pasado a la no menos deseable, y más con la que está cayendo, de pensionista subsidiado (con generosidad, todo hay que decirlo). Bien, hasta aquí, todo demasiado claro, casi resplandecientemente trivial. Salvo los tres o cuatro amigos que uno tuvo la fortuna de hacer entre los cientos de compañeros que en todos esos años el azar fue dejando caer, salvo unos cuantos recuerdos y anécdotas de algunos ratos felices con ciertos alumnos ---de otros prefiero ni acordarme---, la verdad es que poco memorable me ha dejado la enseñanza, que como todo el mundo sabe, aunque no todos lo digan, ya no es ni la sombra de lo que sin duda fue, al menos en parte, hace solo unas pocas décadas. Como institución, esta corroída sin remedio y espiritualmente exangüe, lo mismo por lo demás que la textura moral de nuestras sociedades.

               Además, estos últimos tiempos no ha hecho sino agravarse el ahogo del papeleo inútil y la intromisión gratuita de la institución familiar ---a través del nefasto invento de las AMPAS, y qué feliz casualidad la homofonía---, de modo que a los docentes, a los que todavía conservan algunas ganas de intentar hacer lo que se les supone, enseñar, se les amarga la vida y se les aburre y desanima hasta la saciedad. Si a esto añadimos el desolador paisaje que se observa sobre todo en el ámbito de las viejas humanidades, que es lo que a mí atañía, pues apaga y vámonos. Y es que a quién van a importar ya un bledo la literatura, la historia o la filosofía, y al Poder y la Administración menos que a nadie, en un mundo en el que lo que predomina ---lo mismo entre los jóvenes y adolescentes escolarizados que entre los sedicentes adultos---son los libros de autoayuda, los grupos de Whatssap, el narcisismo, el cretinismo y la idiotez robotizada, y en el que buena parte del llamado ocio se llena con horas y horas curioseando en Internet en busca de estupideces, cotilleos o pornografía o en pos de algún abracadabra de crecepelo o creceverga.

               De modo que mi peculiar manera de nostalgia de las aulas es que no siento ninguna.Me alegro de haberlas perdido de vista para siempre, aunque a veces algunas rememoraciones no puedan menos que entristecerme, lo mismo que me entristecía cada septiembre comprobar cómo tenía ante mí un grupo de muchachos en la flor de la edad, igual de jóvenes otoño tras otoño mientras que uno, ay, tenía siempre un año más. Pero ese es seguramente otro tipo de tristeza.