lunes, 11 de septiembre de 2017

DE LA INOCENCIA Y LA CULPA



Heinrich Böll. Retrato de grupo con señora. Traducción de Jacobo Muñoz. Barcelona. Seix Barral. 1993.396 pp.

                  Esta obra de Böll viene a constituir una excepción a lo que Alexander y Margarete Mitscherlich consideraron en su libro La incapacidad para llorar tendencia general ---al menos en la antigua RFA---de la narrativa alemana de postguerra. Según estos autores, casi todos los relatos de aquella época incurrían, respecto a la herencia no precisamente cómoda del nazismo ---salvo quizá la novela de Kasack La ciudad detrás del río o la de Nossack Nekya y aún en éstas habría que hacer muchas matizaciones--- en una especie de retórica de la inevitabilidad frente al Destino, un olvido interesado y una huida hacia la abstracción y el vértigo metafísico. Debido a un acuerdo tácito, motivado lo más seguro por una autocensura preconsciente y un soterrado sentimiento de culpa, no había que describir el pavoroso estado de ruina material y espiritual en que se encontró el país a partir de 1945. Nada de eso hay en el texto de Böll (y de hecho en ninguno de los suyos). Aquí se retrata moralmente a toda una sociedad, la salida de los escombros de la guerra pero también la del Wirtschaftswunder de los cincuenta y sesenta,  que, por su propia lógica de productividad y autodisciplina, aprendida en la misma ética del trabajo de la sociedad totalitaria nazi que se pretendía hacer olvidar canceló todo recuerdo, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y casi le impuso el silencio sobre lo que había sucedido en los todavía demasiado recientes años pardos. En este sentido puede decirse que Retrato...es a la vez un apólogo moral y una fábula política.

                La novela se presenta como una vasta encuesta policíaca en que un autor (que otras veces se autotitula cronista o investigador y que a menudo habla de sí mismo en tercera persona) reconstruye, a base de cartas, fotos, documentos administrativos diversos y comunicaciones orales con informantes o personas que la han tratado, la azacaneada peripecia vital de Leni Pfeiffer. Nacida en un medio social alto y educada en un internado católico, su espíritu rebelde, sentido de la libertad espiritual y desprejuiciada espontaneidad y disposición para la vida la han llevado primero al desclasamiento y al fin a la marginación y al ostracismo. En el presente de la narración, fines de la década de los sesenta, esta mujer anda por los cincuenta años, tiene un hijo de veinte y tantos, fruto de una relación non sancta  y que para más desgracia está en la cárcel, mientras ella vive de una mísera pensión, ha sido dos veces viuda de guerra  y en los últimos meses de la conflagración ha tenido que trabajar en una fábrica de coronas fúnebres. En esa época ha cometido además el más imperdonable de sus pecados ( el que lea o haya leído la novela sabrá a qué me refiero), amén de otros posteriores, como alquilar habitaciones a trabajadores extranjeros( y encamarse de vez en cuando con algunos). Ya se comprende por ello que el carácter de Leni  contraste con el de la mayoría de la muy variada gama de personajes y comparsas que comparecen en el texto, muy representativos sin duda de las actitudes frente al legado nazi predominantes en la población: autocompasión impostada, autojustificación rastrera y sentimiento de honestidad ofendida. De tal suerte que a la única figura en verdad inocente ---aunque no del todo--- se contrapone el variable pero no menos real grado de culpa ---pero no absoluta--- de las demás.

          Así desfilan, en una serie de círculos concéntricos en torno al personaje central, los muchos que han formado parte de su mundo: sus padres, Hubert y Helene( que acaban mal: él condenado a cárcel y espropiación de bienes por estafa y ella enloquecida por el disgusto y la vergüenza); su hermano Heinrich, el idealista muerto prematuramente; Marja Van Doorn, la ex sirvienta en el hogar paterno; sus dos maridos, Alois y Erhard;, Wilhem, el padre del primero de ellos, que se hace el tullido al objeto de poder cobrar una pensión; el trepador y acomodaticio arquitecto Von Hoffgan; la atrabiliaria y milagrera monja Rachel (cuya verdadera historia el lector solo sabrá en la pág. 319 y ss.); el patrón Pelzer, dueño de la fábrica de coronas donde trabaja Leni, tipo que, pese a su condición de ex nazi, no se priva de investigar minuciosamente el pasado de sus empleados; el soplón Kremp; la inteligente y caritativa señora Hölthohne y un larguísimo etcétera. No se piense, con todo, que los personajes de Böll aparecen construidos en blanco y negro. Por lo que se apuntó más arriba, él debía saber bien hasta qué punto las categorías de bien y mal  tienen a menudo fronteras harto difusas: el mismo Pelzer, por encima de su cinismo autoritario, es capaz de algún rasgo de humanidad, cuando evoca las horribles circunstancias de la muerte en accidente laboral del viejo Gruyten (p. 139).

           Escrita con un soberano sentido del humor que no excluye a veces la comprensión y la ternura, toda la novela acierta a funcionar como una parodia: del lenguaje procesal y policíaco, en su fría y casuística impersonalidad, en primer término; pero también de la reseca cursilería de los internados católicos de chicas (pp.34-37), en los que se ve cómo el deseo compulsivo de ocultar a las adolescentes las verdades del sexo da, por irónica paradoja, en la más rampante obscenidad;  de  de los modos de argumentación pedagógica de los jesuitas (57-59); o de la pedantesca palabrería de los llamados informes psicológicos sobre el rendimiento escolar  (p. 370 y ss.). El lector encontrará asimismo otros fragmentos más crudos y menos festivos, como la descripción de la confusión y el cambio de chaqueta generalizado con la llegada del ejército americano a territorio alemán (p.254 y ss.), la transcripción de una conversación imaginaria entre Speer y otros jerarcas acerca de la organización de los campos de trabajadores esclavos ((p.288-9), o el relato de la Sra. Kremer(p.249 y ss.) sobre cómo ella misma y un grupo de desconocidos entre sí, en la oscuridad de un refugio antiaéreo y mientras fuera caen las bombas, se entregan al disfrute sexual como mejor manera de conjurar el terror ante el peligro de muerte.

            Y también pasajes de desternillante ironía, así el episodio de la taza de café que Leni ofrece al prisionero ruso, tal como lo cuentan al autor los presentes en aquel momento (p. 187-91), o la disquisición lexicográfica sobre los usos y contextos de Schuld (Culpa) en alemán  y la pretendida ausencia en los diccionarios de su antónimo Unschuld (Inocencia), lo cual podría al fin y al cabo servir como metáfora bastante plausible de este Retrato...Habría que decir, en fin, que  en una traducción tan por lo general discreta y acertada no han dejado de colarse, por desgracia, algunos descuidos y gazapos, ya sea en la fórmula correcta de algún latinajo: " Puedo decirle que a grosso modo sí" (p. 175) o el recto uso preposicional: "su deseo (...) en investigar" (p.331), "allí había cosas en las que uno ni se atrevía a soñar" (p.263).

       

               

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