viernes, 12 de mayo de 2017

LA GUERRA EMBELLECIDA


el volga nace en europa-curzio malaparte-9788490661765


Curzio Malaparte. El Volga nace en Europa. Barcelona. Tusquets. 2015. 368 pp. Traducción de Juan Manuel Salmerón.

                  Este fue el título que Malaparte puso a las más celebradas y conocidas de sus crónicas de guerra. Título que se explica según él porque, al contrario de lo que pensaba la opinión conservadora europea y enfatizaba hasta la saciedad la propaganda nazi, el bolchevismo no es un avatar más de las hordas asiáticas, sino que, como estandarte de lo que él llama moral obrera, constituye una ideología tan occidental como la vieja moral burguesa con la que está en conflicto y de cuyo resultado ha de depender el destino de Occidente mismo. Si, cuando fundó la ciudad, Pedro el Grande quiso que ésta fuera la ventana abierta a Occidente, hoy, con esta guerra, San Petersburgo, donde se amalgaman la santa Rusia de los zares y la Rusia revolucionaria, se ha convertido en el emblema de la modernidad, símbolo del triste mundo de las máquinas, del desierto mundo cromado de la técnica. Por otro lado, y pese al aparente carácter inconciliable de Fascismo y Comunismo, Malaparte intuye y a menudo deja caer implícitamente---al tiempo que una soterrada simpatía por los rusos, a los que cree depositarios de una especie de razón moral para la victoria ---no pocos paralelismos de fondo, tanto en lo que atañe a la disposición técnico-organizativa del Ejército como a la brutalidad totalitaria de su fachada ideología, entre los dos sistemas. Malaparte insiste también ----y a este respecto no deja de resultar significativo, aunque sea como anécdota, que Lenin se pasara, al parecer, sus últimos días dibujando máquinas y rascacielos (pág. 235) ---en que hay secretas concomitancias, casi inconscientes, entre americanismo y sovietismo, entre el capitalismo y la moral comunista, por su común mitificación del industrialismo y el progreso,  Algo que sin duda constituye el hilo conductor del libro y que hoy, cuando el comunismo ha desaparecido o se ha subsumido, mediante la globalización, en el único orden existente, sabe todo el mundo, pero que no era tan fácil de entrever en los años 30 y 40, tan atravesados por cegueras y sectarismos.

                 La primera parte del volumen, Por qué Rusia, recoge los textos escritos por el autor en la primavera-verano de 1941 atinentes al llamado Frente Ucraniano, el sector más al sur de los tres en que los nazis dividieron el inmenso territorio de batalla abierto con la invasión de la Unión Soviética, y la segunda, La fortaleza obrera, se centra en el asedio de Leningrado, donde Malaparte, acompañando a las tropas finlandesas, permaneció durante casi todo el 43. Las crónicas, publicadas en el Corriere della Sera, provocaron desde el principio la desconfianza de las autoridades fascistas italianas, que no solo las sometieron a una férrea censura sino que, por presiones también de los alemanes, acabaron suspendiendo su publicación y expulsando finalmente a Malaparte del frente. Solo verían la luz completas en 1951 y con el título que aquí aparece, que Malaparte decidió mantener por las razones más arriba expuestas y porque el primero en que había pensado, Guerra y huelga (no por las posibles resonancias tolstoianas, sino porque, según explica muy bien en el prólogo, los lectores conservadores hubieran establecido relaciones improcedentes entre aquellos dos conceptos),fue prohibido por la censura. Algún criterio editorial, que ignoro, ha hecho aconsejable publicar también , a modo de tercera parte del libro (pp. 263-364), la novela corta El sol está ciego, a la que al final me referiré.

               En cualquier caso resulta casi imposible discriminar hasta qué punto Malaparte medía sus palabras, pensando en la censura, y hasta dónde estaba dispuesto a contar simplemente lo que veía o creía ver, aunque al leer se tiene la impresión de que el autor ni habla de oídas ni se preocupa demasiado de los los prejuicios ideológicos. Un ejemplo: se esfuerza por poner de manifiesto cómo buena parte de la población civil soviética recibió ---al menos al principio--- a los nazis poco menos que como liberadores y cómo los soldados alemanes la trataron con respeto, puesto que llegaban incluso a pagar religiosamente a los campesinos el ganado y los productos agrícolas que necesitaban. Lo primero parece en general cierto pero lo segundo contrasta con lo documentado hasta la saciedad por múltiples historiadores y, de todos modos, los nazis, si es que alguna vez tuvieron aquel tipo de miramientos, pronto cayeron en las más brutales prácticas de aniquilación, de modo que,contra sus propios intereses,se acabaron enajenando,en un corto periodo de tiempo, si no el apoyo sí por lo menos la expectante tolerancia de millones de personas. Lo cual vale sobre todo para Ucrania,donde el nacionalismo y el odio hacia el régimen soviético estaban muy arraigados, ante todo  por el recuerdo de la violencia con que se llevó a cabo la colectivización forzosa que provocaría la terrible hambruna de 1932-33. Y otro, este más peligroso políticamente: en varias ocasiones Malaparte  se atreve a reproducir los elogios que algunos oficiales nazis hacían de la bravura de los soldados rusos y de la competencia técnico-organizativa del Ejército Rojo, algo que tenía que parecer intolerable al alto mando de la Wehrmacht.

              Si el libro es de lectura provechosa y entretenida no se debe desde luego a lo que se ha expuesto en el primer párrafo ---aunque en parte también--- ni a que se adecue o no a los llamados hechos históricos, si es que tal cosa puede llegar a ser alguna vez algo más que un trampantojo interesado. Su valor radica en que, gracias al ingenio verbal del autor y a su fina capacidad de observación, acierta a funcionar como artilugio literario. Malaparte es un gran narrador, y son sobre todo memorables sus descripciones. De tierras y paisajes, ya sea de las ondulantes llanuras ucranianas, a veces totalmente planas y a veces con leves ondulaciones que esconden pequeños valles, ya del dorado fulgor del trigo en la honda depresión del Dniéster, del laberinto mental, del desierto abstracto de los helados bosque de Carelia, de las mil tonalidades de colores que irradia al amanecer el mar helado del Golfo de Finlandia o del efecto fantasmal, como de vieja ilustración ajada o de una maqueta de yeso, que le sugiere Leningrado vista desde las avanzadillas de los búnkeres fineses. Y también de tipos y paisanaje: esos prisioneros soviéticos procedentes del Asia Central, desconfiados y taciturnos pero fascinados con todo lo que tenga que ver con la técnica y las máquinas, esos campesinos  ucranianos, poseídos por un fatalismo trágico y una religiosidad misticoide, esa cultivada y melancólica anciana Brasul, bien ahincada en su dignidad y carente de todo rencor.

                   Pero es en la metáfora en lo que Malaparte resalta como un virtuoso: la mancha de aceite del sol crepuscular, el rumor del trigo mecido por la brisa, como el frufrú de una falda de seda, la tenaza viscosa y elástica en que se convierte el barrizal de los caminos y muchísimas otras, como la visión de la cúpula de la catedral de San Isaac de Lenigrado ---antes se ha valido de dos versos de El mágico prodigioso de Calderón, que cita en un español aproximado---como una burbuja de aire dentro de una masa de cristal fundido (p.258). El afán metaforizador alcanza en algún caso (p.145) a urdir una especie de salmodia reiterativa, salpicada de frases en alemán, con la que intenta traducir la impotencia de los invasores, ahora de los nazis, pero en la que resuenan los ecos de la desastrosa campaña napoleónica, ante la eterna Rusia de los terribles inviernos, del polvo y del barro. Aunque hay que decir que de vez en cuando se deja arrastrar por una prosopopeya hiperbólica y del todo grandilocuente, muy cara a ciertos vanguardismos como el Futurismo y sus fantasías de poderío tecnológico: el despliegue de las columnas alemana le parece un inmenso taller ambulante, una interminable fábrica metalúrgica móvil, como si las mil chimeneas, las mil grúas, las mil torres de acero, las mil ruedas dentadas, los miles y miles de engranajes, los cientos de altos hornos de toda Westfalia y de toda la cuenca del Ruhr hubieran iniciado una marcha por las inmensas extensiones de trigo de la Besarabia (pág. 44).


               En ocasiones el autor se deja llevar por lo que podríamos llamar mitopoética de la guerra, algo muy peligrosos y con lo que resulta difícil estar de acuerdo, puesto que la hace aparecer poco menos que como atractiva (de ahí el título, no sé si muy afortunado, que se ha colocado a esta reseña). Cuando, con el primer deshielo, observa cómo el lago Ládoga descubre sus inquietantes misterios en las huellas de las caras de soldados rusos muertos, que la corriente del agua ha arrastrado, pero que han quedado, hasta que el sol de la mañana siguiente las derrita, como dibujadas en el cristal transparente del hielo, se siente conmovido hasta la raíz y abocado a una especie de turbia, pero a la vez fascinante, poesía. Escribe: la guerra, la muerte, tiene a veces estas delicadezas misteriosas, llenas de un sublime lirismo (....) la guerra tiene el cuidado de transformar en belleza sus imágenes más crudas (p. 245). Otras veces, en cambio, una serie de curiosas asociaciones de ideas le provocan muy interesantes y agudas aunque quizá menos comprometidas consideraciones, al comparar por ejemplo la idea de la muerte en la concepción del mundo del creyente y la del ateo comunista. Para el comunista el fin de la vida no sería un hecho moral, sino físico, mecánico, como una máquina parada, un Tánatos de acero cromado, un mundo vacío del que no cabe sacar ninguna conclusión porque no hay noción alguna de trascendencia. La visita a un pequeño cementerio de guerra soviético, con sus tumbas adornadas por un sol naciente rodeado de rayos, como una rueda dentada, con la hoz y el martillo en el centro del disco, le recuerda el patio de una fábrica después de una huelga fallida, triste figuración de la existencia como derrota, donde todo sugiere un nihilismo plano, una melancolía y una renuncia impresionantes, que contrastan con la seca poesía de la desnuda cruz luterana en las tumbas de los soldados fineses.

               Sin embargo Malaparte no se deja engañar por su propia retórica y es siempre muy consciente de la trágica inutilidad, de toda la bestialidad y el horror de la guerra, que al fin y al cabo, como sabe cualquiera que no esté del todo adocenado por el fanatismo patriotero ---esa madre de la patria, como de modo tan certero la ha apostrofado Ferlosio --- supone el más letal y catastrófico de los negocios humanos. Cosa que se deduce, más claramente que de El Volga nace en Europa, de la inconclusa y breve novela El sol está ciego, que, según confiesa en la Declaración necesaria que precede al texto, recoge sus experiencias como oficial en un regimiento alpino, en 1940, en el ataque a traición ordenado por Mussolini contra una Francia ya derrotada y ocupada por los alemanes.
             
               Publicada primero por entregas en la revista Tempo en el invierno del 41, fue destrozada por la censura, que suprimió algunos párrafos y tres capítulos enteros porque dejaban traslucir demasiado nítidamente el amor por Francia, el sentimiento de vergüenza por la campaña militar en sí y además una relación non sancta entre dos oficiales italianos. Esta es una petita guerra, con menos épica y multitudes que la otra y con apenas acción bélica, salvo un ataque artillero de los franceses y la respuesta de los italianos. El delgado hilo narrativo parece casi un pretexto para la descripción paisajística, en una serie de cuadros bien hilvanados,con la majestuosidad del Mont-Blanc como motivo reiterativo, visto como una especie de bestia a la vez asesina y protectora. Es evidente también que El sol está ciego representa una especie de descargo de conciencia, en el que no dejan de llamar la atención la insólita camaradería y deferencia con que los oficiales tratan a los soldados y la compasión por la mísera vida de éstos, notablemente en el tierno e inocente Carusia, el muchacho de origen campesino, medio enamorado de las vacas y que se pasea con un cencerro al cuello, obligados a jugarse la vida en una en una guerra estúpida---como todas---que no es la suya.

No hay comentarios:

Publicar un comentario