sábado, 27 de mayo de 2017

BALADA DEL EXILIO


megustaleer - Los árboles portátiles - Jon Juaristi

Jon Juaristi. Los árboles portátiles. Madrid. Taurus. 2017. 462 pp.

        En la primavera de 1941 un destartalado barco, el Capitaine Paul Lemerle, parte del puerto de Marsella hacia la Martinica con más de trescientos fugitivos del nazismo a bordo. Son de diversas nacionalidades y condición social: hay judíos, comunistas estalinistas y antiestalinistas, republicanos españoles y gentes sin adscripción política muy definida. Muy pocos se conocen entre ellos y los más han llegado al viaje luego de dolorosas peripecias y angustiosas esperas para conseguir los visados, Algunos han pasado por campos de concentración y todos, en mayor o menor medida, sufren el desprecio y maltrato de las autoridades de Vichy, diligentes lacayos de la Gestapo. Lo significativo es que entre los pasajeros se encuentran personajes ---acompañados o no de sus familias--- como Claude Levi-Srauss, Victor Serge, André Breton, Wifredo Lam, la escritora comunista alemana Anna Seghers y, a modo casi de pariente pobre, el dirigente socialista vasco Toribio Echevarría. Algunos de los citados se han beneficiado de la ayuda de Varian Fry, comisionado de la Emergency Rescue Committee, organización subvencionada por sindicatos e instituciones académicas norteamericanas que se dedica a esa labor humanitaria, y de cada uno de ellos se traza tanto un minucioso retrato (más benevolente y comprensivo en unos casos ---Levi-Srauss---, más acerado y malicioso en otros ---Breton--- ) como una evaluación crítica de su obra artística o su aportación teórico-intelectual. Cuando el barco llegue a Martinica y luego, una vez que buena parte de ellos acabe en México o Nueva York, comparecerán otros muchos figurantes, desde Trotski o Chagall o Peggy Guggenheim o Max Ernst, con los que aquellos entrarán de un modo u otro en relación.

             La singladura del Lemerle hasta el Caribe, que va a durar veintitrés días, viene a ser, en primer lugar y muy evidentemente, una metáfora del exilio y de la destrucción de Europa, sí,  pero también una ilustración de las trasmutaciones y cambios de las ideas, es decir, de los libros, de ahí el título, que Juaristi toma de unos versos de Lope. En todo caso el autor parte de esa anécdota histórica para levantar esta peculiar roman d´essai, una especie de relato ensayístico de variados estilos,largo y tentacular, escrito con saludable desenfado, ironía corrosiva  y abocado a abundantes digresiones, donde se dan la mano la semblanza biográfica, la tesis política y la crítica literaria. De particular interés resulta, por ejemplo, la larga digresión que abarca todo el capítulo 6 de la segunda parte (pp. 265-81, una erudita y muy razonable exégesis que acerca de las nociones de documento y obra de arte mantuvieron en notas cruzadas Breton y Levi-Srauss, o la no menos ecuánime y documentada de las pp. 133-47 acerca del equívoco de las judeolenguas  (el judeoespañol y el yiddish, que reflejarían con fidelidad el estado lingüístico del castellano y del alemán renano de la Baja Edad media), y los modos que adoptó el asimilacionismo judío en la Europa Central en el XIX. El libro me ha parecido, por todo ello, en no pocos tramos, de lectura fascinante, así por el fino criterio con que Juaristi se desenvuelve con la notable masa de información que maneja, como por su capacidad para establecer analogías e insospechadas correspondencias entre fenómenos políticos, lenguajes artísticos y actitudes personales. Lástima que un texto tan revelador e inteligente quede, a mi juicio, algo afeado por detalles (aunque vaya usted a saber si éstos no forman también parte de esa inteligencia)  a los que más abajo me referiré.

              Pero lo que interesa al autor es tratar de mostrar cómo algunos de los relatos ---por plegarme ahora al uso de esta palabra, hoy tan sobreabundante, hasta en la jerga político-mediática--- más operantes e influyentes en la Europa de la primera mitad del XX ---el mito comunista de la revolución bolchevique (Victor Serge), el estructuralismo como método más prestigioso en las ciencias humanas (Levi-Srauss) y por último el arte de las vanguardias, tanto en su vertiente poética como pictórica (Breton y Lam)--- entraron en barrena al contacto con las peculiaridades de la América Latina y sobre todo con el mundo norteamericano, carente de tradición revolucionaria en el sentido europeo y difícilmente conciliable con el ensimismamiento autorreferencial del surrealismo y su insistencia en los dudosos expedientes de cosas tales como el automatismo psíquico o el azar maravilloso, de los que Juaristi no deja de burlarse sin excesivo disimulo.Desde entonces esos tres grandes discursos, por mucho que enriquecieran y fecundaran los años centrales del pasado siglo, no habrían hecho sino ir consumando su decadencia hasta caer en lo trasnochado e irrelevante.

             Escribí más arriba que Los árboles portátiles constituía de hecho una roman d´essai, un ensayo romanceado o novelado. En pp. 70-72 y luego en 339-43 se sitúa lo más nuclear y sustantivo de su tesis: tanto el surrealismo en las artes como el leninismo en política o, en general, las vanguardias no fueron más que variantes del Modernismo en la acepción anglosajona del término, esto es, una reacción defensiva y elitista de las minorías letradas ante la llegada de nuevos públicos al hilo de la democratización y la alfabetización de las masas. Algo que recuerda demasiado al Ortega de La rebelión de las masas.  El bolchevismo, por ejemplo ---pero esto no es nuevo, y de todos modos se ha convertido casi en un lugar común a la vista de lo que ha dado de sí el llamado socialismo real---lo interpreta Juaristi según la matriz leninista de la toma del poder, en nombre de la clase obrera, por una minoría de intelectuales burgueses desclasados, una élite de revolucionarios profesionales, que lo acaba ejerciendo de manera dictatorial. Claro que va aún más allá en lo que sin duda constituye la tesis central del libro. Una tesis tan brillante como arriesgada, para la que se apoya en Peter Sloterdijk y ---un tanto traídas por los pelos--- en las investigaciones de Benveniste sobre el vocabulario de los indoeuropeos. Según esa visión todo el pensamiento occidental  viene a ser  una descomunal acumulación de notas a pie de página de la filosofía de Platón ( p. 71). Así, se conciben el marxismo mismo, el psicoanálisis y el surrealismo como hijos bastardos e incongruentes del platonismo, una plasmación equivocada de los ideales de la República platónica, en que los sabios, depositarios de la razón, encauzan y dirigen, usando para ello a los guerreros,  la ira destructora del pueblo. Una vez que el filósofo ha adquirido las funciones del guerrero con la figura del intelectual revolucionario, ya todo halla acomodo en la República ideal. Mal acomodo, por cierto, porque el surrealismo es un platonismo de poetas y ya Platón había vedado a éstos el acceso a su República, y porque la triada freudiana del Yo, Superyo y Ello no es más que la traslación de la estructura de la ciudad ideal a la topología del alma individual.

           El libro aparece dividido en cuatro grandes apartados o secciones. El primero, Marsella, es una plausible visión literaria de la ciudad, tal como se mostraba en las primeras décadas del XX, apoyándose en Baroja, Jünger, Conrad y Joseph Roth y además una descripción del abigarrado y enrarecido ambiente de refugiados, espías y aventureros en que se convirtió a partir del verano de 1940, cuando devino la puerta de salida para todos los que trataban de escapar a América. El segundo, Mar adentro, refiere las vicisitudes de la travesía y los sueños y proyectos de los personajes durante el viaje en ese campo de concentración flotante, como lo llama de modo enfático Serge. El tercero,  Martinica, mar Caribe, remite a las semanas que pasaron en la isla a la espera de poder seguir a otros destinos, y el último, Maravillas, marchantes y marxismos, se centra en las actividades de los exiliados en las metrópolis de acogida, los contactos que establecen y, en fin, los modos de buscarse la vida, lo que da pie al autor para extenderse en las peculiaridades del mundillo universitario yanqui, las fundaciones, se supone que filantrópicas, de algunos millonarios, y el mercado del arte, y todo ello condescendiendo a veces con la anécdota graciosa y el chismorreo de famosos. En Nueva York  prosigue sus investigaciones Levi Srauss ,al tiempo que ejerce la docencia en la New School for Social Research y se hace con un cargo oficial del gobierno francés, y en esa ciudad malvive e intenta prosperar Breton, bajo la humillante e interesada protección de Peggy Guggenheim, mientras trata de ir vendiendo el surrealismo intrínsecamente latinoamericano que al parecer acaba de descubrir.

         Los detalles, en fin, que anunciaba al final del segundo párrafo, aluden a las muletillas, que llegan a cansar, del tipo de Pero esto Dios lo sabrá o bien Pero Dios sí lo sabe, que Juaristi emplea casi siempre que apunta un posible dato o una conjetura de la que no está seguro y, sobre todo y más importante, a sus a mi juicio gratuitas e improcedentes intromisiones, lo más probable que para dar la impresión al lector de que él ha sido también pieza importante en los acontecimientos que cuenta. Intromisiones que no sé si quedan justificadas pese a que, como declara en p.421, haya tratado de escribir, con mezcal de estilos, al modo medieval, una memoria prenatal posible, la de mi generación y sus grandes relatos, hoy desacreditados.  Algunos ejemplos: aprovechando que Levi-Srauss y un par de amigos alquilan en la Martinica un viejo Ford, fantasea Juaristi que pudiera haber sido uno igual que el que tuvo su padre (de Juaristi, no del francés) y que adquirió en los años cuarenta en las subastas de las requisas procedentes de la Guerra Civil (323-4); a propósito de la pasión coleccionista a la que pudo dar rienda suelta Levi-Stauss a su llegada a Nueva York, aprovecha Juaristi para contarnos la suya propia cuando arribó en los años noventa él mismo a la ciudad acompañado de su hijo mayor (360-62); contando los inicios políticos del etnólogo francés en el socialismo belga de los años treinta, (83-87), se descuelga con las actividades editoriales del padre de una de sus cuñadas, exiliado en ese país, en los cuarenta y cincuenta, hasta culminar en la fundación de la editora católico-progresista Desclée de Brower, y poco más adelante, cuando se explaya ---que tampoco viene muy a cuento---con la escisión del PSB en dos fracciones, la flamenca y la valona, apostilla yo estaba allí cuando se consumó la escisión definitiva, en 1978 (....) y hablé de ella muy a menudo con Mario Onaindía. (...) Una década después, en 1987, inicié la transfusión de efectivos de la socialdemocracia étnica vasca (...) al PSOE (...) y Mario la completó en 1991 (...).  Hombre, tratándose de socialdemocracia étnica es lógico que se acuda al sustantivo transfusión; refiriéndose al Congreso de Intelectuales Antifascistas en la Valencia de 1937 saca a colación el de cuarenta años después porque dice, en el de 1987 la disidencia antibolchevique se vengó de las conclusiones del primero, pero da más bien la impresión de que es porque así puede citarse a sí mismo, junto con Ludolfo Paramio, Vázquez Montalbán y otros....apresurándose, por supuesto, a clasificarse entre los inclasificables (p.74).

domingo, 21 de mayo de 2017

LA CIUDAD DE LAS BOMBAS

'Apóstoles y asesinos', de Antonio Soler

Antonio Soler. Apóstoles y asesinos. Barcelona. Galaxia Gutemberg. 2016. 440 pp.

               Participando a la vez de la biografía novelada, del ensayo de interpretación histórica y de la crónica política, y teniendo siempre presentes los cánones y convenciones de la novela negra, hay que decir que esta Vida, fulgor y muerte del Noi del Sucre ---como reza el subtítulo---del escritor malagueño Antonio Soler cumple con creces las expectativas de un lector con un mínimo de exigencia, en la medida en que alcanza a urdir un relato de sostenido interés y eficacia y resuelto con oficio, consecuencia sin duda de haber manejado con notable habilidad los materiales de que disponía, tan atractivos  ---me atrevo a suponer-- y tan intrínsecamente novelísticos para casi cualquier narrador. Me parece que podría incluirse sin desdoro alguno en la gran tradición de la novela urbana barcelonesa, desde Vida privada, de Sagarra, hasta La verdad sobre el caso Savolta o las obras mayores de Marsé, aunque ya se sabe que todas las comparaciones son odiosas. Si bien me resulta obvio que Soler ha logrado evitar la fácil y torpe tentación del maniqueísmo en lo que respecta a los dos llamémoslos bandos en guerra---ni todos los sindicalistas o militantes obreros son aquí unos héroes ni todos los patronos, burgueses y policías unos canallas---,lo consigue solo hasta cierto punto en el caso del personaje principal. Digo esto porque tengo la impresión de que al final se le va un poco la mano con Seguí, al que, después de haber enriquecido en su espesor psicológico, en sus rumias y sus perplejidades, durante toda la novela, acaba pintando con brocha en exceso idealizadora y hagiográfica, y es poco verosímil un personaje tan de una pieza, una criatura que funcione siempre como dechado de todas las virtudes.

                 Con todo, Soler ha conseguido pintar un abigarrado fresco de la peligrosa y convulsa, pero apasionante y llena de vida Barcelona de las dos primeras décadas del pasado siglo, sobre todo de los años 1917-23, los de la generalización de la Ley de fugas bajo el reinado del siniestro tándem Anido-Arlegui. Un retablo en el que conviven ---es un decir--- burgueses, políticos corruptos, sindicalistas, policías,militares, matones, soplones, traidores, confidentes, arribistas, psicópatas, asesinos por dinero o por instinto y todavía algunas categorías más, y en la que la casi ininterrumpida sucesión de secuestros y asesinatos, consumados o no, y de conciliábulos y conspiraciones, nunca llega a aburrir ni a resultar monótono. Y esto por dos razones. Primera, porque Soler se mueve en varios registros, con una prosa nerviosa, seca, impresionista, sin apenas subordinación, casi barojiana, que predomina en la primera mitad de la novela, y otra de periodo largo, más rápida. movida  y atenta a los menores detalles y matices, con mayor presencia en la segunda, tal como ocurre en los memorable pasajes del magnicidio de Eduardo Dato ---pp. 305-11---, del intento de asesinato ( manipulado, esto es, organizado por él mismo como coartada para la represión posterior) de Martínez Anido ---pp- 376-385---o del funeral de Layret ---pp.261-66---, con las brutales cargas de la Guardia Civil, que asesta sablazos hasta al ataúd, el coraje y la serenidad de Nicolau D´Olwer y la salida de D´Ors, que asiste al cortejo y que, entre cínico y esteticista, comenta Qué marco más bello para este entierro patético. Pasajes, dicho sea de paso, que remiten casi de modo inevitable al cine de gánsters ---y de hecho Soler alude en más de una ocasión, sobreactuada e irónicamente, a Scorsese y Coppola--- Y segunda, porque el autor tiene la destreza de colocar, a modo de contrapunto de los fragmentos digamos de acción, otros en los que se da cuenta, con el tono pretendidamente objetivo de la crónica, de las vicisitudes y circunstancias del contexto sociopolítico y de la historia contemporánea, sea la huelga revolucionaria de 1917, las decisiones del gobierno o los congresos de la CNT.

                   Particularmente feliz es Soler en su capacidad para dibujar, a veces con un solo adjetivo, o con un quiebro caricaturesco, la silueta definitoria de un personaje; así, la cara de Layret era de pompas fúnebres, y el andamiaje metálico que llevaba bajo la ropa emitía, al caminar, como un crujido de barco; el aspecto de Seguí resulta grande, sonoro, con dientes de piano; la mirada de Lerroux vidriosa, de zorro disecado; el Barón de Koënning lucía una dentadura pangermánica; Milans del Bosch tiene ojos de matadero, la barba cuadrada, los bigotes formando un siniestro balancín, delgado, chupado. Por otro lado, a Pestaña se le describe con unos tintes que recuerdan los de ciertos personajes de Baroja: taciturno, nobilísimo, terco, con un punto de fatalismo místico (con qué cara, entre ingenua y escandalizada, debía contar, muchos años después del tiempo en que transcurre la novela, a Ángel María de Lera  ---pág.208---cómo vio, en el viaje que hizo a Moscú, y entre otras decepciones sin duda más dolorosas, a los delegados leninistas dejar los zapatos a las puertas de la habitación del hotel para que se los lustrasen los empleados). El autor no rehuye a veces el tono de animalización esperpéntica al describir (p.349), por ejemplo, el ambiente en las cárceles tras la restauración de las garantías constitucionales por el gobierno de Sánchez Guerra: los patios son un hormiguero sobre los que se ha posado un pie gigante. Los presos se encuentran y se dispersan en una agitación epiléptica, agitan las antenas, intercambian un mensaje (...)

             En fin, no puedo dejar de sentir cierta tristeza tras  leer esta historia de crímenes y sangre. Tristeza por la manera en que el anarcosindicalismo y la CNT acabaron devorándose a sí mismos y perdiendo todo su prestigio por la alocada deriva de su fracción más radical y fanática y por el patético final, casi cantado, dadas las circunstancias  ---y ellos parecieron haberlo intuido desde muy pronto---que encontraron los mejores,sobre todo Layret y Seguí. Pero no tienen mucho sentido, creo, en otro orden de cosas, las especulaciones de Soler, en las últimas páginas del libro, acerca de los derroteros políticos que hubiera tomado el Noi, de haber vivido, embarcado como estaba entonces en sus intentos de moderación de la CNT, de colaboración con la UGT y tentado además, habida cuenta de sus relaciones con Companys y otros políticos de la izquierda catalanista, por la entrada en la política parlamentaria. O en todo caso eso sería materia de otro libro.

        

viernes, 12 de mayo de 2017

LA GUERRA EMBELLECIDA


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Curzio Malaparte. El Volga nace en Europa. Barcelona. Tusquets. 2015. 368 pp. Traducción de Juan Manuel Salmerón.

                  Este fue el título que Malaparte puso a las más celebradas y conocidas de sus crónicas de guerra. Título que se explica según él porque, al contrario de lo que pensaba la opinión conservadora europea y enfatizaba hasta la saciedad la propaganda nazi, el bolchevismo no es un avatar más de las hordas asiáticas, sino que, como estandarte de lo que él llama moral obrera, constituye una ideología tan occidental como la vieja moral burguesa con la que está en conflicto y de cuyo resultado ha de depender el destino de Occidente mismo. Si, cuando fundó la ciudad, Pedro el Grande quiso que ésta fuera la ventana abierta a Occidente, hoy, con esta guerra, San Petersburgo, donde se amalgaman la santa Rusia de los zares y la Rusia revolucionaria, se ha convertido en el emblema de la modernidad, símbolo del triste mundo de las máquinas, del desierto mundo cromado de la técnica. Por otro lado, y pese al aparente carácter inconciliable de Fascismo y Comunismo, Malaparte intuye y a menudo deja caer implícitamente---al tiempo que una soterrada simpatía por los rusos, a los que cree depositarios de una especie de razón moral para la victoria ---no pocos paralelismos de fondo, tanto en lo que atañe a la disposición técnico-organizativa del Ejército como a la brutalidad totalitaria de su fachada ideología, entre los dos sistemas. Malaparte insiste también ----y a este respecto no deja de resultar significativo, aunque sea como anécdota, que Lenin se pasara, al parecer, sus últimos días dibujando máquinas y rascacielos (pág. 235) ---en que hay secretas concomitancias, casi inconscientes, entre americanismo y sovietismo, entre el capitalismo y la moral comunista, por su común mitificación del industrialismo y el progreso,  Algo que sin duda constituye el hilo conductor del libro y que hoy, cuando el comunismo ha desaparecido o se ha subsumido, mediante la globalización, en el único orden existente, sabe todo el mundo, pero que no era tan fácil de entrever en los años 30 y 40, tan atravesados por cegueras y sectarismos.

                 La primera parte del volumen, Por qué Rusia, recoge los textos escritos por el autor en la primavera-verano de 1941 atinentes al llamado Frente Ucraniano, el sector más al sur de los tres en que los nazis dividieron el inmenso territorio de batalla abierto con la invasión de la Unión Soviética, y la segunda, La fortaleza obrera, se centra en el asedio de Leningrado, donde Malaparte, acompañando a las tropas finlandesas, permaneció durante casi todo el 43. Las crónicas, publicadas en el Corriere della Sera, provocaron desde el principio la desconfianza de las autoridades fascistas italianas, que no solo las sometieron a una férrea censura sino que, por presiones también de los alemanes, acabaron suspendiendo su publicación y expulsando finalmente a Malaparte del frente. Solo verían la luz completas en 1951 y con el título que aquí aparece, que Malaparte decidió mantener por las razones más arriba expuestas y porque el primero en que había pensado, Guerra y huelga (no por las posibles resonancias tolstoianas, sino porque, según explica muy bien en el prólogo, los lectores conservadores hubieran establecido relaciones improcedentes entre aquellos dos conceptos),fue prohibido por la censura. Algún criterio editorial, que ignoro, ha hecho aconsejable publicar también , a modo de tercera parte del libro (pp. 263-364), la novela corta El sol está ciego, a la que al final me referiré.

               En cualquier caso resulta casi imposible discriminar hasta qué punto Malaparte medía sus palabras, pensando en la censura, y hasta dónde estaba dispuesto a contar simplemente lo que veía o creía ver, aunque al leer se tiene la impresión de que el autor ni habla de oídas ni se preocupa demasiado de los los prejuicios ideológicos. Un ejemplo: se esfuerza por poner de manifiesto cómo buena parte de la población civil soviética recibió ---al menos al principio--- a los nazis poco menos que como liberadores y cómo los soldados alemanes la trataron con respeto, puesto que llegaban incluso a pagar religiosamente a los campesinos el ganado y los productos agrícolas que necesitaban. Lo primero parece en general cierto pero lo segundo contrasta con lo documentado hasta la saciedad por múltiples historiadores y, de todos modos, los nazis, si es que alguna vez tuvieron aquel tipo de miramientos, pronto cayeron en las más brutales prácticas de aniquilación, de modo que,contra sus propios intereses,se acabaron enajenando,en un corto periodo de tiempo, si no el apoyo sí por lo menos la expectante tolerancia de millones de personas. Lo cual vale sobre todo para Ucrania,donde el nacionalismo y el odio hacia el régimen soviético estaban muy arraigados, ante todo  por el recuerdo de la violencia con que se llevó a cabo la colectivización forzosa que provocaría la terrible hambruna de 1932-33. Y otro, este más peligroso políticamente: en varias ocasiones Malaparte  se atreve a reproducir los elogios que algunos oficiales nazis hacían de la bravura de los soldados rusos y de la competencia técnico-organizativa del Ejército Rojo, algo que tenía que parecer intolerable al alto mando de la Wehrmacht.

              Si el libro es de lectura provechosa y entretenida no se debe desde luego a lo que se ha expuesto en el primer párrafo ---aunque en parte también--- ni a que se adecue o no a los llamados hechos históricos, si es que tal cosa puede llegar a ser alguna vez algo más que un trampantojo interesado. Su valor radica en que, gracias al ingenio verbal del autor y a su fina capacidad de observación, acierta a funcionar como artilugio literario. Malaparte es un gran narrador, y son sobre todo memorables sus descripciones. De tierras y paisajes, ya sea de las ondulantes llanuras ucranianas, a veces totalmente planas y a veces con leves ondulaciones que esconden pequeños valles, ya del dorado fulgor del trigo en la honda depresión del Dniéster, del laberinto mental, del desierto abstracto de los helados bosque de Carelia, de las mil tonalidades de colores que irradia al amanecer el mar helado del Golfo de Finlandia o del efecto fantasmal, como de vieja ilustración ajada o de una maqueta de yeso, que le sugiere Leningrado vista desde las avanzadillas de los búnkeres fineses. Y también de tipos y paisanaje: esos prisioneros soviéticos procedentes del Asia Central, desconfiados y taciturnos pero fascinados con todo lo que tenga que ver con la técnica y las máquinas, esos campesinos  ucranianos, poseídos por un fatalismo trágico y una religiosidad misticoide, esa cultivada y melancólica anciana Brasul, bien ahincada en su dignidad y carente de todo rencor.

                   Pero es en la metáfora en lo que Malaparte resalta como un virtuoso: la mancha de aceite del sol crepuscular, el rumor del trigo mecido por la brisa, como el frufrú de una falda de seda, la tenaza viscosa y elástica en que se convierte el barrizal de los caminos y muchísimas otras, como la visión de la cúpula de la catedral de San Isaac de Lenigrado ---antes se ha valido de dos versos de El mágico prodigioso de Calderón, que cita en un español aproximado---como una burbuja de aire dentro de una masa de cristal fundido (p.258). El afán metaforizador alcanza en algún caso (p.145) a urdir una especie de salmodia reiterativa, salpicada de frases en alemán, con la que intenta traducir la impotencia de los invasores, ahora de los nazis, pero en la que resuenan los ecos de la desastrosa campaña napoleónica, ante la eterna Rusia de los terribles inviernos, del polvo y del barro. Aunque hay que decir que de vez en cuando se deja arrastrar por una prosopopeya hiperbólica y del todo grandilocuente, muy cara a ciertos vanguardismos como el Futurismo y sus fantasías de poderío tecnológico: el despliegue de las columnas alemana le parece un inmenso taller ambulante, una interminable fábrica metalúrgica móvil, como si las mil chimeneas, las mil grúas, las mil torres de acero, las mil ruedas dentadas, los miles y miles de engranajes, los cientos de altos hornos de toda Westfalia y de toda la cuenca del Ruhr hubieran iniciado una marcha por las inmensas extensiones de trigo de la Besarabia (pág. 44).


               En ocasiones el autor se deja llevar por lo que podríamos llamar mitopoética de la guerra, algo muy peligrosos y con lo que resulta difícil estar de acuerdo, puesto que la hace aparecer poco menos que como atractiva (de ahí el título, no sé si muy afortunado, que se ha colocado a esta reseña). Cuando, con el primer deshielo, observa cómo el lago Ládoga descubre sus inquietantes misterios en las huellas de las caras de soldados rusos muertos, que la corriente del agua ha arrastrado, pero que han quedado, hasta que el sol de la mañana siguiente las derrita, como dibujadas en el cristal transparente del hielo, se siente conmovido hasta la raíz y abocado a una especie de turbia, pero a la vez fascinante, poesía. Escribe: la guerra, la muerte, tiene a veces estas delicadezas misteriosas, llenas de un sublime lirismo (....) la guerra tiene el cuidado de transformar en belleza sus imágenes más crudas (p. 245). Otras veces, en cambio, una serie de curiosas asociaciones de ideas le provocan muy interesantes y agudas aunque quizá menos comprometidas consideraciones, al comparar por ejemplo la idea de la muerte en la concepción del mundo del creyente y la del ateo comunista. Para el comunista el fin de la vida no sería un hecho moral, sino físico, mecánico, como una máquina parada, un Tánatos de acero cromado, un mundo vacío del que no cabe sacar ninguna conclusión porque no hay noción alguna de trascendencia. La visita a un pequeño cementerio de guerra soviético, con sus tumbas adornadas por un sol naciente rodeado de rayos, como una rueda dentada, con la hoz y el martillo en el centro del disco, le recuerda el patio de una fábrica después de una huelga fallida, triste figuración de la existencia como derrota, donde todo sugiere un nihilismo plano, una melancolía y una renuncia impresionantes, que contrastan con la seca poesía de la desnuda cruz luterana en las tumbas de los soldados fineses.

               Sin embargo Malaparte no se deja engañar por su propia retórica y es siempre muy consciente de la trágica inutilidad, de toda la bestialidad y el horror de la guerra, que al fin y al cabo, como sabe cualquiera que no esté del todo adocenado por el fanatismo patriotero ---esa madre de la patria, como de modo tan certero la ha apostrofado Ferlosio --- supone el más letal y catastrófico de los negocios humanos. Cosa que se deduce, más claramente que de El Volga nace en Europa, de la inconclusa y breve novela El sol está ciego, que, según confiesa en la Declaración necesaria que precede al texto, recoge sus experiencias como oficial en un regimiento alpino, en 1940, en el ataque a traición ordenado por Mussolini contra una Francia ya derrotada y ocupada por los alemanes.
             
               Publicada primero por entregas en la revista Tempo en el invierno del 41, fue destrozada por la censura, que suprimió algunos párrafos y tres capítulos enteros porque dejaban traslucir demasiado nítidamente el amor por Francia, el sentimiento de vergüenza por la campaña militar en sí y además una relación non sancta entre dos oficiales italianos. Esta es una petita guerra, con menos épica y multitudes que la otra y con apenas acción bélica, salvo un ataque artillero de los franceses y la respuesta de los italianos. El delgado hilo narrativo parece casi un pretexto para la descripción paisajística, en una serie de cuadros bien hilvanados,con la majestuosidad del Mont-Blanc como motivo reiterativo, visto como una especie de bestia a la vez asesina y protectora. Es evidente también que El sol está ciego representa una especie de descargo de conciencia, en el que no dejan de llamar la atención la insólita camaradería y deferencia con que los oficiales tratan a los soldados y la compasión por la mísera vida de éstos, notablemente en el tierno e inocente Carusia, el muchacho de origen campesino, medio enamorado de las vacas y que se pasea con un cencerro al cuello, obligados a jugarse la vida en una en una guerra estúpida---como todas---que no es la suya.

miércoles, 3 de mayo de 2017

ENSAYO DE ALTOS VUELOS


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Ramón Andrés. Pensar y no caer. Barcelona. Acantilado. 2016. 220 pp.

                 Solo muy vagas referencias, pero muy elogiosas, de la obra de Andrés tenía yo antes de leer el presente libro, y ahora compruebo que no iban descaminados quienes me las proporcionaron. Un ensayista poco común en nuestros pagos. Armado de una profusa erudición ---sobre todo en los campos de la musicología y de la historia de las artes plásticas---y en posesión de una prosa pulcra y nítida, además de rica en esas digresiones y rodeos que aciertan a captar las asociaciones y correspondencias, a menudo no demasiado patentes, entre fenómenos heterogéneos. Se trata de un modo de pensar que podría calificarse de metafórico si se conviene, como creo que es el caso, en que la similitud estructural y simbólica que proporciona---bien manejada---la metáfora logra dar a menudo con la clave de interpretación de la fecundidad o del influjo de una idea o de una huella cultural, de tal modo ---y hay aquí múltiples ejemplos---que un poema, un cuadro o una composición musical, al tiempo que se iluminan entre sí, proporcionan  sentido---con frecuencia un terrible sentido--- a las vicisitudes de la Historia. Se incluyen en el libro una serie de muy pertinentes y bien escogidas ilustraciones en las que el autor va apoyándose para su argumentación.

                 Y es que Andrés no solo no descuida las consecuencias e implicaciones políticas de lo que dice, sino que los más de los ensayos aquí reunidos acaban adoptando un convincente tono de diatriba, al poner de manifiesto cómo  nuestra modernidad, a diferencia de los antiguos, ni acepta la muerte, ni el dolor, ni la textura esencialmente dramática de la vida, ni es consciente del pesado lastre ---a menudo no obstante vivificador---del pasado, y de ahí que hayamos venido a dar en estas sociedades tanto más adormecidas y pastueñas cuanto más arraigado está el mito narcisista de la personalidad individual y tanto más animalizadas cuanto más entregadas a las instancias tecnocráticas. Masas de ciudadanos, pues, que son víctimas satisfechas de la industria del espectáculo, es decir, del hastío (¿no lo calificaba ya Cioran de convalecencia incurable?) y  de las maquinaciones de un Poder cada vez más instalado y totalitario.

            Los diez textos aquí compilados, algunos de los cuales conformados como reseñas de otros libros (que a su vez hablan, como no podría ser menos, de otros), se refieren a asuntos en apariencia muy distintos pero quizá secretamente relacionados.Todos proporcionan preciosa información, pródiga en incitaciones culturales y fecundas analogías, enseñan no poco y dan mucho que pensar. Ya versen sobre la animalización de lo humano que provoca la civilización técnica o sobre el nihilismo que, al hilo de los últimos y extrañamente proféticos escritos de Nietzsche, el autor ve confirmado en nuestra modernidad, ya sobre el llanto de Dostoievski cuando se enteró en su helada penitenciaría siberiana de que Hegel había excluido a Siberia de la triunfal marcha del Espíritu Objetivo, concebido como Teodicea, ya se refieran al grito desgarrador por la tragedia del reciente pasado europeo que según Andrés suena en el Cuarteto de cuerda del músico judío polaco Witold Lutoslawski, ya a la universalidad de la calumnia y la maledicencia, a partir sobre todo de La calumnia de Apeles, el cuadro de Botticelli de hacia 1495 (aunque aquí Andrés se olvida, a mi juicio, de que a menudo el envidioso no es más que una invención de la imaginación paranoica del presunto envidiado, como recuerdo ahora que se demostraba en un estupendo artículo de Ferlosio, dedicado a un relevante prócer cultural de la época de la llamada Transición).

               Con resultarme todos muy buenos, los que me han parecido excelentes  son el I, el II y el VII. En el primero, A propósito de "Nuestro pan de cada día", de Pedrag Matvejevic, se explora, al principio con gran aparato etimológico y numerosas alusiones a las hambrunas medievales, luego desde fuentes literarias antiguas y cuadros del Renacimiento, cómo el hambre de los pobres ha sido coextensivo de la historia humana y cómo Occidente, ya desde los tiempos del Imperio, ha fabricado una ideología del derroche y del desperdicio, cuya miseria moral---también hoy, en que medio planeta se muere de inanición---constituye la siniestra contrafigura de aquella. En el siguiente, El cuerpo. A propósito de "Del natural", de W.G. Sebald, se intenta un pormenorizado análisis del llamado Retablo de Isenheim, una crucifixión del siglo XV obra de Matthis Grünewald, con incursiones posteriores en Rembrandt y en algunos médicos y anatomistas del XVI y XVIII, y pretende mostrar hasta qué punto la pintura de Grünewald, siguiendo a Sebald, se convierte en un autorretrato de la muerte (p. 47), que provoca  terror en la medida en que nos hace imaginar nuestra propia consunción, lo mismo que la larga iconografía de esqueletos, multitudes devoradas por la peste negra y cadáveres masacrados en los campos de batalla de los que tanta mano echaron El Bosco, Brueghel o Cranach, Justo en los mismos años, y no por casualidad, en que se iba gestando la idea del cuerpo como exhibición y se daban los primeros pasos para la conversión de la medicina, desde una relación de socorro y alivio, en un tratamiento mercantil con el enfermo-cliente.  

           
                Y en último de los citados, La escritura, la tierra. A propósito de "Noventa años después", de Joseph Brodsky, acaso el más hermoso del libro por la variedad y riqueza de sus incitaciones, examina los abundantes paralelismos, presentes ya en los albores de la civilización ---al fin y al cabo la Historia empieza con la Escritura---entre el hecho ---en su misma materialidad---de escribir y las faenas de la agricultura y el cultivo de los campos, para acabar concluyendo que la lectura y la escritura nos convierten a la postre en metáforas de nosotros mismos y abocándonos a un tipo distinto de conciencia e identidad, En efecto, las alegorías que vinculaban la lectura y la escritura con lo agrario, justificando nuestra condición de tierra pensante, son tan remotas como reveladoras y atraviesan la historia toda del pensamiento con múltiples referencias literarias e iconográficas, como demuestra Brodsky a partir de Marsilio Ficino y de El tesoro de la historia de las lenguas, que Claude Duret compuso en 1613. Un campo roturado casi posibilita una comparación natural con el libro y sus renglones, y evoca inevitablemente crecimiento, maduración y muerte. Pero ya antes los griegos habían llamado boustrophedón a la escritura con líneas que discurrían, alternativamente, de derecha a izquierda y al revés, tal como el surco en la arada. Brodsky intuye que si la escritura hebrea ---y también la árabe, la caldea, la siria y otras--- se lleva a cabo de derecha a izquierda es porque tendría su origen en el esculpido de la piedra, dado que el cincel se sujeta con la mano izquierda y el mazo con la derecha; en cambio, la sumeria y luego la griega y la latina se hacen en el sentido contrario porque, al utilizarse tablillas de arcilla blanca con tallo en cuña, el escriba mancharía lo escrito con la manga o el codo si colocara los signos de derecha a izquierda. También menciona Andrés, siguiendo en esto a Ivan Illich en su El viñedo del texto, que si Roma cultivó la lectura más que otras civilizaciones contemporáneas fue por influencia de la tradición judía, de ese pueblo que, al carecer de patria, hizo del libro, de la escritura, ya a través de la Torá, su verdadera morada. Siglos después Montaigne hablará del terruño de su conocimiento, y en sus Ensayos abundan las imágenes relacionadas con el cavar y la simiente.