viernes, 8 de diciembre de 2017

DOS POEMAS BERLINESES



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                  ¿Será una aparente trivialidad el comprobar cómo las cosas y el mundo permanecen  y quedan y, frente a toda engañosa evidencia, en lo esencial siempre iguales a sí mismos, mientras que uno, de modo inevitable, va pasando? ¿No constituirán el desamparo, la orfandad y en definitiva la conciencia de la caducidad el más triste cuento de la vida?. Parece que estuviéramos hechos de esa manera, que no pudiéramos dejar de sucumbir a la rabia y al rencor de sabernos mortales. Pero haya paz: al fin y al cabo andamos por aquí abajo solo de visita, como pasajeros, y lo más probable es que eso sea lo preferible, pues, ¿quién no ha tenido alguna vez la sensación, si bien se mira liberadora, de estar de más, de ser del todo prescindible?. Y aunque resulte harto dudosa la idea de que la poesía, como algunos creen, se inventara para plasmar las propias perplejidades morales, con cuánta acuidad se siente a veces la lacerante llaga de aquel íntimo desarreglo, de aquella humillante falla. Por ejemplo, cuando se vuelve un par de semanas a un sitio y cuando se han ido nada menos que catorce años desde la última vez que uno se perdiera por allí. Así surgieron estos versos, en aquella ciudad, baqueteado entre la pretensión, seguramente inútil, de no parecer un turista y las dificultades de la lengua. Ahí van, valgan ellos lo que valieran.

                      I


Bajo la dura férula de la helada y el frío,
esos muros protegen
el sagrado sosiego de los ricos,
aunque tú solo quieras ver ventanas
cuya luz tiembla más allá, en lo oscuro,
en la tristura de unos enfebrecidos ojos
que reflejan las aguas cenagosas,
tan pródigas de muerte,
del canal de Landwehr
---es el dios del lugar, te habían contado,
su espíritu invisible---.

Pero lo mismo que la noche cela
estalla como dardo
en el insomne corazón del día,
y por eso se rompen
los lazos que una fábula propicia había estrechado:
quien tú fuiste hace mucho solo es humo
para no más volver con los fantasmas
del ensueño, trocados a su antojo.

Y la fábula al fin,
avergonzada acaso de tanta complacencia,
va perdiendo su brillo ante este cielo
lejano y de ceniza, que te pudre
las frágiles costuras del recuerdo.


              II

Y todo te parece un dejà vu
entre estas anchas calles,
en medio de las ruinas de la vida,
con la insidiosa sensación de haberte
entonces ocurrido lo que aún
ilusamente esperas,
como si hubieras hecho muy de antemano el viaje
antes de haber llegado, pues ninguna
lejanía hay más lejana
que las de los caminos
que se cruzan y borran en la niebla
e intuyes que el rencor
por lo nunca vivido ---y ya irrecuperable---
es el ácido grumo donde se te espesa esta
metáfora sombría
del más secreto e íntimo de los fracasos.

viernes, 22 de septiembre de 2017

PENÚLTIMOS AVATARES DE UNA POESÍA COMPROMETIDA


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Enrique Falcón. La marcha de 150.000.000. Salamanca. Edit. Delirio. 2017. 242 págs.


           He de empezar diciendo que este libro me ha desconcertado un poco y provocado también sentimientos enfrentados. Primero, por su ambición y desmesura, la pasión de su lenguaje y el nada desdeñable grado de imaginación verbal (el autor parece muy consciente de su importancia, puesto que ha empleado nada menos que 15 años en su composición); segundo, porque constituye desde luego un intento insólito ---y mucho más abarcador de lo que osara cualquier producto de lo que hace unas décadas se llamaba poesía social--- de impugnar, con las solas armas verbales de que dispone la poesía, el actual orden, sin duda  horroroso y devastador, del mundo; y tercero, por lo extraño e inhabitual de su disposición tipográfica, y dejo de momento al margen todos los espacios en blanco, comillas, bastardillas, mayúsculas, puntos suspensivos, rayas, barritas y demás implementos, me parece que bastante gratuitos, de los que  se abusa hasta la saciedad.  Y aún hay más en este sentido: a ambos lados del texto propiamente dicho se incluyen multitud de notas explicativas y noticias (glosas de informaciones de prensa y extractos histórico-sociológicos, mayormente, pero también citas evangélicas y otras  asimismo literales de otros autores, amén de  apuntaciones biográficas acerca de personajes reales que se citan o sugieren en el verso). Estas informaciones (inacabable rosario de torturados por dictaduras y satrapías, desahuciados por los desmanes del Capital, desastres medioambientales etc.) unas veces aclaran el sentido del texto, pero otras llegan a abrumar por su acumulación y sobrecarga, de modo que casi lo oscurecen e incluso sustituyen, como cuando el autor se limita a copiar ---ocurre bastante en los últimos cantos---y medio disfrazar tipográficamente como versos, en mayúsculas, para más inri, lo que no son sino partes o pequeños párrafos de prosa ensayística (de Foucault o de Canetti, sobre todo).  

           En 1998 apareció en la editorial valenciana Germanías, y con el mismo título, un volumen que reunía las dos primeras secciones, pero con algunos cambios respecto al texto que ahora se presenta. Aquella edición constaba de dos partes (El saqueo y Los otros pobladores, divididas en 12 y 15 fragmentos o cantos respectivamente). El que aquí aparece como fragmento IX de la primera parte era en la edición valenciana el VIII de Los otros pobladores, y además en esta edición desaparece como tal el que en aquella figuraba como fragmento VII de la segunda parte. Esta edición,  así pues, tiene un fragmento o movimiento más en su primera parte  y dos menos en la segunda. Se añaden otras tres secciones ( Para los que aún viven, La caída de Dios y Canción de E, con sus fragmentos numerados correlativamente en romanos hasta llegar al LV) a la ya extensa composición de entonces y se completa así el proyecto que desde el principio tenía al parecer el autor  (la primera versión de la  primera sección  ya se había publicado, algo reducida, en 1994). Me entero también de que ya en 2009 vio la luz una edición completa del texto ---tal como aquí reaparece--- en otro sello editorial, con prólogos de Jorge Riechmann, Miguel Casado y otros, edición  que se agotó en pocos meses. Guardo de aquella lectura de 1998 un buen recuerdo, pero la de ahora, la del libro completo, no ha podido menos que defraudarme e incluso cansarme, sobre todo sus partes 4 y 5.

           El libro todo  ---en lo sucesivo me referiré con número arábigo y romano, respectivamente, a secciones y cantos---viene a constituir una larga salmodia (unos cinco mil versos), letanía o cantata, casi siempre en versículos irregulares pero también en endecasílabos, alejandrinos, dodecasílabos y otros metros más cortos.  En él se intenta poetizar el robo y esquilmamiento a que se ven sometidas las masas de hambrientos y desposeídos del llamado Tercer Mundo, por un lado, y la posibilidad y deseo de un movimiento masivo de resistencia o rebelión, marcha ésta quizá esencialmente ambigua, pues tanto puede querer decir liberación de y contra lo que hay como, según se nos revela en la nota introductoria de la parte segunda, también integración y asunción de aquello contra lo que se alza ( “ En el escenario de la gran matanza han recibido hecha su historia, sí, lo residualmente herido, el saqueo del Sur y su marcha, la marcha impune hacia los vigilados escaparates del consumo, ellos existen y crecen…”).

           La explicación del título se halla en la nota al margen de 1,X: 150 millones son los niños que, a razón de uno cada dos segundos, morirían en el transcurso de diez años como víctimas directas de la pobreza y del hambre. El motivo está como latente en todo el libro (esos 150 millones como atroz símbolo de la desposesión y la injusticia) y se utiliza de modo explícito en 2, XIX (“ya han venido los niños, los/ 150.000.000/ con sus cabelleras de risa y su pánico de luces,/ascos de vientre en las matanzas públicas y/ dame a ese niño con crines del secuestro oh sí los niños”) en relación con la figura de Cristo, por otra parte  uno de los ítems simbólico-metafóricos del poema que, a partir de la primera mención en 2,XV ( “yo salgo pisando las llagas del mundo/ yo salgo ascendiendo las llagas del mundo” atraviesa todo el texto.

           Con un lenguaje sincopado, entrecortado, rítmicamente punteado por series de anáforas en torno a las que se organiza un largo fraseo, a veces laberíntico, cuajado de aclaraciones y períodos parentéticos, la voz poética, plural, atormentada, solidaria, multiforme (que a veces es un yo, a veces un dramáticamente desdoblado o un ellos con los que el yo poético narrador se funde empáticamente) parece ilustrar una especie de peregrinaje simbólico ---la marcha---. Peregrinaje éste donde la mirada mental del poeta hace resonar desde la tradición mítica del éxodo bíblico hasta las figuras del nacimiento, pasión y crucifixión de Cristo. Viaje simbólico y al mismo tiempo proceso hacia la liberación (la marcha de los sin voz y el decurso de la escritura que la cuenta y la canta) en torno a las ideas de martirio (purificación por el dolor), posibilidades de rebelión y revuelta (políticas) y redención por la fe (religiosa y, más específicamente, cristiana).

           Se trata de un texto de vocación e intenciones épicas e hímnicas, y es fácil percibir en él ecos, en su atormentado imaginería surreal, del Neruda de Canto General pero también del de las Residencias: “mensajero de las lluvias, del arrozal tremendo, del agua abierta” –1, XIII—“Nadie alrededor que te diga el llanto/ en las credenciales/ tu cabeza y su ira de molusco antiguo/dan vueltas a la tarde con un asco sin uñas” –5, XLV—“ tierra genital de páramos tasados” ---2, XVII---;  giros y distorsiones sintácticas que recuerdan a Vallejo: “Dime tú entonces mi niña de alcanfores di por un apenas rato sí el aliento/ muchedumbre que arrastra viento yo lo he visto le llamo/ enrique de sí estas llanuras/ primero fue el caer sobre los brazos”(1,XI), “que los insectos devorarían la tierra de no irme y las alfombras,/casi que, bien, en el miedo, herida/ sucedías al miedo en su pilar de cinturas” (2, XVII), “a usted lo voy a pisar la nostalgia/le voy a robar el rincón de vacaciones(…) / le a efectos de archivo/volcaré el espanto en las tardes de su niña pública (2, XV); y huellas incluso de Miguel Hernández : “vienen sembrando llagas y mimbres del rastrojo”(3, XXVII), “izando sus calambres tras una siembra triste/los ombligos de los hombres/abiertos y a cuchilla por los perros del Amo” (4, XLI). Por otra parte, el entramado metafórico debe sin duda mucho al lenguaje, tan violento como grandioso y sombrío, de los profetas del Antiguo Testamento: “Y que entonces caigan los más fieros de nosotros,/que el sueño de la hambruna quede para siempre repartido/y repatriado el descaro y desmembrada nuestra rabia/ y los hijos de la marcha (poderosos amamantados de la arena)”…(1,V). Un peu partout, en fin, creo que podrían rastrearse la pasión de denuncia  y el aliento épico de Ernesto Cardenal, el cura sandinista y poeta cristiano revolucionario, citado explícitamente en 1,III. De hecho, el lenguaje cristiano y la retórica de la Teología de la Liberación impregnan todo el texto y vienen a suponer su basamento ideológico.

          No desdeña Falcón ni la imagen de resonancia y sabor vanguardistas: “Cuando ya no había lucha y los tigres / besaron el paréntesis de las leyes económicas” (1,IV), ni a menudo la incoherencia lógica, la mezcla de planos significativos distintos, yuxtaponiéndolos de modo abrupto, o la inclusión de rampantes prosaísmos: “donde nadie va a quererte/donde nada/ -allá donde se enferma y mata-/va a quererte en el saqueo de la boca,la impaciencia de tus vulvas/por alzarte entera/ por llamarte hermana/ por cansarte siempre./Desde el último acuerdo firmado, las empresas químicas norteamericanas cuyos vertidos industriales/ debían ser tratados con métodos costosos en la propia región/” (2,XXII), todo ello, como se apuntó, con alegrías y arbitrariedades tipográficas (de las que ya apunté que se abusa demasiado),como la supresión en ocasiones de todo signo ortográfico, el trocear una palabra en versos distintos o  el desdibujamiento del contorno convencional de las palabras de la tribu, con violencia (no sé si saludable) para con la norma gramatical: “los que nunca fuimos/los que nunca estaron/” (…) “nel costado, nela ira, nel bostezo de quien juega/” (…) “dime quién, qué o cuálo,/ que voy a incendiarle las venas.”(2,XXVIII).
   
          Con no poca frecuencia, felizmente, Falcón da con imágenes y comparaciones espléndidas, ya sea de raíz cristológico-franciscana: “Tengo el recuerdo de haber dormido contigo/ y dormido a cuclillas mis manos sobre el cáliz/ profundo de tus dedos devorándote el día. Contigo,/hermano negro, hermano niño, hermano polvo, contigo/ y acallado las sílabas de luna/del perdón,la rabia, la aceituna, el olor de la piedra”(1,VIII), ya –algunas, al menos- de posible inspiración bíblica:“Tan parecido a ti/ mi corazón es un látigo de pan cocido y cepa y agonía de valles descuidados”, “y apartó los labios del plumaje/ de la firme granada de la nuca”, “Como un músculo mordido,/ como un cuenco de salitre,/como espina/ sobre espina introducida entre los astros implacables” (1,II) ,“alzando ante los charcos lo más sucio de tu sangre”, “ la marcha, una flor de caballos y nervios larguísimos/ y en cuclillas os negaban el pan, el aguacero,el agrio vuelco de la sangre:/ la desnudez del mundo destensara vuestros rostros”(2,V), “mi corazón, un ciervo acuclillado en sus labios ” (2,XV); otras, en cambio -- “como tres puñales/ tres adelfas destrenzadas” (1,V)—hay que no parecen desmerecer, en su ceñida condensación y su fogonazo metafórico, de algunos haikus, y muchas más que podrían citarse. Y también pueden hallarse versos de impecable factura rítmica , como “desclavada del abismo que se hereda”, “por las cruces poderosas de los hombres de mi estirpe”,“Plantaremos nuestra tienda en mitad de los fusiles” (1,VIII),  “se mezclan para siempre con el sueño ya imposible de los padres” (1,V), “Y la caña se abría como un ciervo al sol”, “mis uñas se calmaron en un perfil de espejos” (5, LIII).
 
         El poema se abre con una apelación a un (“ Porque nada sé de ti / que no sea el paso de los bueyes por el rostro”) femenino, que comparecerá en otras secciones del poema y que parece remitir a la mujer explotada de los países pobres, figura que condensa lo más humillado de entre los humillados y ofendidos, de los condenados a la huida, a la vez niño muerto de hambre y peregrino, que se metamorfoseará luego en mujer-niña vejada sexualmente (2,XV) y mujer-obrera explotada laboralmente (2,XXII), atrapada por y escapada de la miseria y testimonio vivo de dolor, en la que se vuelca toda la pasión y la ternura del texto. Es ese testimonio de dolor, el del ahora y aquí de los versos, el  que viene a reproducir y recapitular, ampliándolo, el de Cristo en la cruz: “por/ eso digo que nada es tuyo y que dibuja/ mi palabra nevados por la sangre/ que la hambruna habría de robarnos” y más adelante: “ bien-/ aventuradas estas manos es-/ tas clavículas en paso incierto por las lomas/dolorosas de mi cuerpo blanco” (y en este último verso acaso pueda oírse un eco del unamuniano Cristo de Velázquez). Es como si hablase así la voz misma del crucificado: “Porque nada sé de ti/ ni el lugar donde te entierran látigo-de-barro,/que la tierra es de los pobres, cer-/ vatillo de estaños tu mejilla y plática del tigre”. La sección acaba con una alusión a Kropotkin y su Conquista del pan y una invitación (un grito cabría mejor decir) a la identificación solidaria(deseo de correr la misma suerte, de ser uno) del que habla y a la que se habla: “porque tú, parecida a ti/ nada eres sino cuerpo en horizonte/ y recodo de ansia y bilis ansiosa de metal/ (ansia tú, toda prodigio/ hondo de la boca)”.

         Sobre un fondo geológico y telúrico de minas y metales, en una noche informe, remota y oscura, que es el único hogar de los expoliados, con un tono violento e imprecatorio, se pinta (1,II) el inicio de la marcha: “Aquella noche liquen de los odios desatados,/ aquella noche sola no hubo ruidos/ ni pasos que avanzaran desde arriba/ ni sueño destrenzado/ ni caricias de hulla y miedo:/ no hubo ruido”. De la masa innúmera de los oprimidos destaca “un hombre”(el mismo probablemente que aparece en 1,V—hombre-dios:Cristo-) que viene a ser aquí todos ellos: “Se quitó entonces las sandalias/ y enjugó el sudor con el paño entrometido:/ preservó el relámpago, dio los nombres”. Los últimos versos el fragmento acaban con una invocación-advocación a las fuerzas genesíacas y elementales ---otra vez las resonancias de Neruda: “Invocamos entonces a las escampadas del bambú/(…)Invocamos/ los valles trepanados de Limbué(…) Invocamos/ a los dioses de los padres, la tormenta, la luna larga(…) Enseñamos a los niños el terror de las espumas”.

         La sección 1,III está en su mayor parte estructurada a la manera de una letanía, en que a  la designación, a veces con alusión metafórica, de una región o paraje del mundo pobre, del Sur (“Maltratada aritmética de galenas, amazonia”) en un verso sigue otro con la leyenda avanza –o con leves variaciones avanzad, o avanzan—con nosotros, que casi inevitablemente remite al mariano Ora pro nobis. La selección del léxico trae una vez más reminiscencias del mundo bíblico y evangélico: “la arena y la sandalia, caminante”, “habremos de seguir y dejar la cruz”. Un sistema bien trenzado de ecos, resonancias y repeticiones atraviesa todo el libro: así por ejemplo, el final de la dedicatoria (este libro azul de aortas) se repite con pocos cambios en las secciones V (“Que mi libro de aortas os dispare”), X y XII de la primera parte; aquí, el final del fragmento(“des-/peñados de Toubkal/ antracita y lianas de Adén, hijos/ y varones de la rabia: avanzad/ tristísimos, conmigo, sucios de arrozales, con nosotros” había quedado prefigurado en 1,X: (“Raíles de Eldoret, cementales:/ avanzad,/ tristísimos, con nosotros”).

        Abunda la sección que sigue (la IV) en herméticas imágenes de filiación surreal-vanguardista, que en este caso me traen a la memoria los ángeles albertianos (“y sin embargo dudo de estos pájaros de estas ciegas chimeneas de barrancos y pétalos en luz”, “Alrededor de ti, el mar/ y los ángeles lunáticos del descanso sucio”). Aquí se intenta fundir el canto al destinatario femenino, que hemos mencionado más arriba y que aparece por primera vez, especie de  mujer-amor-dolor, garante de la fuerza moral del oprimido, promesa de su redención y liberación y sujeto-objeto del amor (“tus ojos lástima-del cielo,/ bucles tus ojos, voz de los adioses/ cumbre/ de las despedidas tú, o tus ojos/ parecida tú a una canción oscura tras los arenales”) con alusiones a las prisiones donde se tortura a los presos políticos marroquíes y citas literales de Marx, funcionales sin duda al entramado lírico para decir lo que dice: que la imposición del orden del capital mata a los niños en los vientres de las madres: “ transformación del dinero en capital/ y en tu vulva, amor, he visto un niño acribillado con clavículas de bala”.

       Mientras 1,V desarrolla y liga metafóricamente, mediante la repetición sistemática de oraciones encabezadas por el “si” condicional, motivos y figuras de la pasión y crucifixión de Cristo con el destino de los oprimidos:“la ceniza corona los miembros amputados/ y millones de agonías/” (…) “También ellos embarcaron”, la sección que sigue poetiza el viaje a Belén y el nacimiento de Cristo que, en tanto que nacido pobre entre los pobres, ha venido a clamar contra el mundo y es el libertador de los desheredados: “niño cósmico de hambres, niño/daño de los ojos, niño-revolución, as-/co de pesebre”. El pasaje acaba superponiendo la palabra divina (“…Agua, Dios mío, más agua…”) con menciones de  horrores contemporáneos (“800.000 obuses sobre Sarajevo”),de modo que cobre sentido la orden-deseo final : “Que la Marcha/ arranque”. Tal proclama  se repite literalmente al acabar el canto siguiente, donde se atiende, tras reafirmar al principio el hecho del nacimiento del niño-hombre-dios (“Nacida Nueva”) a una especie de comentario-ampliación de algunos textos bíblicos, principalmente de Isaías (Quitad los tropiezos de mi pueblo, Allanad la calzada, y la oposición espinos-ortigas/ ciprés-mirto, entre otros) de manera que, una vez establecida la asimilación, sin duda pertinente en el espacio simbólico del poema, nacimiento del cristianismo= semilla de redención para los oprimidos, se alce la voz a una especie de  promesa de liberación en un futuro luminoso: “Pero el mirto creció/ en el vientre de todas nuestras hembras/y estalló como una granada hendida/de gritos y rosales(…)” y más adelante: “encorvando al poderoso/ y ensalzando el limo de lo humilde”, “Y que nadie llore/ por Dios, ninguno calle los nombres de la espiga/ que con dolores de parto y agua-lamento/ nació de esta risa de venas y pesebre (…)”.

        Epifanía de liberación, larga marcha  ya en proceso incierto e indefinido, son el recurrente leiv motiv cuyo tono se prolonga en las secc. VIII, en la que se lee el espléndido pasaje donde la carne y la sangre del dios liberador se hace una con las tierras oprimidas: “ To-/mad y comed/ esta carne con venas/ de bueyes/ Tomad y morded/ esta sangre/ de bueyes:/ mi sangre de América Latina/ las bandadas/ del salitre/ esta sangre de barros/ africana/ su yeso de bruma/ y el horror cansado de Asia detenida”; X , que acentúa los rasgos de amanecer esperanzado sin obviar por ello del todo las imágenes de desgracia u opresión (el pasaje sobre la niña etíope, por ejemplo),explícitamente: “Y que el llanto acabe”, “Que no callen”,”Y que nadie llore”; y XI , que aún de modo más claro (“A vosotros me uno”) fuerza la identificación  entre la voz que canta y el testimonio de la resistencia a la barbarie: “allí donde se escucha el exterminio/ allí donde tú vives y eres pánico de balas/ allí donde se teme y llega el día con las últimas detenciones”. La sección IX, en fin, bastante ampliada respecto a la que figuraba en la edición de Germanías como 2, VIII, incluye una sarta de aposiciones y metáforas a partir de la palabra “abril”(¿reverberaciones  acaso del “April is the cruellest month…” de Elliot?  para tematizar una serie de asesinatos de resistentes del Tercer Mundo o desaparecidos algún día de ese mes:

       La sección XII es una serie numerada de proclamas y promesas---68 en total--- que parecen corresponder a a) la voz de Cristo desde la cruz (“Soy altura de perro”), b) voz de un yo poético en tanto que conciencia desdichada que habla a Cristo (“Que te bebiste la muerte sobre el árbol del madero”), c) voz-constatación, en tercera persona, de las opresiones y horrores contemporáneos (“Sacaron los esófagos extirparon las camisas de su dueño”) y d) voz-promesa de solidaridad (“Soy el primer hombre en llamarte hermano”). En la XIII, que cierra la primera parte del libro, tras repetir algunos motivos de la IX ( “Y que el llanto acabe”, “la niña etíope que destronchó sus manos” etc), se juega con la dialéctica nosotros/ellos en una tirada de versos, juego en el que acaso la distribución de papeles (buenos /malos) no está por fortuna  demasiado maniqueamente clara : “en nosotros el pájaro corvado-en ellos la saliva la tijera/ en nosotros las babas de la hulla-en ellos el molusco”, o bien “en nosotros la pelagra-con nosotros Dios vencido/ y con ellos la locura de los dientes-sus eternos pinchadores de la estaca”.

       La segunda parte del poema (Los otros pobladores) es en gran medida una repetición, ampliación y síntesis de motivos desarrollados en la primera, y empieza centrándose en la oposición pobladores en marcha/ habitantes del mundo rico, entre la esperanza de aquéllos y el miedo de éstos, que creen ver amenazados los fundamentos de su poder y privilegios: “porque aquí no existe el miedo/ donde principia el llanto no puede existir el miedo” (…), “Los otros, los pobladores, no dirán de nuestra espera/ sacarán al gato del azul de sus vitrinas/encaramarán al gato en la penumbra del niño/programarán su aullido, las gotadas de la noche junto al miedo/ y ya no habrá ni juegos ni visitas”. El sujeto poético canta desde la perspectiva de una humanidad doliente en peregrinación: la ininterrumpida venida desde aquel  mundo traerá a éste la verdad de la inocencia y el testimonio del dolor y sacrificio, humanidad que vendrá con su fe: “Vendremos en nombre de un dios que pasa frío” (2,XV) y su palabra: “La traeremos viva/ ensayada a mueca, sangre o rabia en estallido” (id.). La sección siguiente integra en el andamiaje lírico (mientras prosiguen la espera y el miedo) la denuncia de las tropelías de las multinacionales y los ajustes auspiciados por el FMI, y la XVII es una especie de interludio-homenaje a partir de un verso de la poetisa rusa Anna Ajmátova (“ No, no estaba bajo un cielo extraño…”). El canto 2, XVIII se me antoja uno de los mejores del libro, por la sintaxis lenta, laberíntica y zigzagueante, cuajada de anáforas, y lo conseguido y brillante de sus imágenes: (“ alacrán de flores: mediodía”) y da paso al brevísimo y condensado fragmento siguiente, que anticipa y prefigura el motivo que aparece en  2, XXVI, el de los 150.000.000 de niños muertos-resucitados, que “vienen sembrando algas y hambres de rastrojo/con arpones infinitos en sus bocas/danzan, viento nuclear, con los heridos y/ hierro de ondas-luz sobre el refugio:da-/me un niño que se sepa cumbre/ y asco de pesebre, mi revolución del día”.

       La 2, XX, muy narrativa, está íntegramente dedicada a contar la tortura y liquidación, a manos de la policía, del salvadoreño Rosales López, y la 2, XXIV es la que más explícitamente funde el dolor de los oprimidos con –aprovechando citas evangélicas—la pasión y crucifixión de Cristo. Este tramo mezcla hábilmente varios planos significativos (las palabras textuales de Cristo, la plegaria del creyente, los testimonios de tortura y humillación): “Tu voluntad, y no la mía, salieron con su cuerpo a la llanura/ repitieron los signos, las señales huidas del espanto/ y muchos dijeron que lo vieron” (…),  “ Que no es su angustia/, que no es el héroe buscado ante el imperio/ que rompieron su clavícula los ejércitos del amo”. Esta sección, en fin, remite al momento de la redención ---cristológica—y revolución ----política-- (“Ya es el tiempo…). Incluye una referencia más al símbolo-Cristo, proclamando la  llegada de los niños (“Ya  han venido los niños,/ los 150.000.000/ con sus cabelleras de risa…”) y la inminencia de una vida y un nombre nuevos, a través de la unión de todas las voces  del poema en un yo que es también  el del poeta, paradójicamente mencionado-anulado en al menos tres ocasiones en el libro:  “(…) Fueron/ zarza de un dios con frío:/ rodando en la tristeza que vive entre las rocas/por él me tambaleo y soy peligro, asco-de-un-cometa,/ por él retrasaré/las bodas de los mirlos en las degollaciones”.(…) “yo os perduro/ geólogos del miedo, fósiles de almendra: doy un nombre nuevo.”

       La tercera parte del libro ( Para los que aún viven, cantos XXVII a XXIX) se plantea como glosa y comentario de la, digamos, teoría del sobreviviente sobre la que se extiende Canetti en su Masa y Poder, de las ideas de M. Foucault en Estrategias de poder y del ensayo de Fernando Belo Lecture matérialiste de l´evangile de Marc. Se centra aún más en la ecuación Pasión- Muerte-Resurrección- Liberación e insiste, contra el pesimismo antropológico de aquél, en que el que sobrevive a los que han muerto (implícitamente, siempre víctimas) debe rebelarse y ser la memoria del mundo: “Para los que aún viven/son ciertos los caminos que avistan la protesta” (3, XXVII). Lástima que a partir de aquí las notas marginales se hagan más profusas, se acentúen los tonos prosaicos y el texto lírico se adelgace hasta casi amalgamarse con las citas literales sacadas de esos tres textos: el canto XXIX  acaba con la transcripción del  fragmento de Belo---repetido dos veces-- que principia “No es a partir de la muerte….y  concluye “la cosecha de  una insurrección” con  la simple adición de dos versos: “cosecha y sombra extensa/ para los que aún viven”. Rasgos que se acentúan, si cabe, en las dos últimas secciones, por mucho que haya todavía algún fragmento memorable: “Tengo el recuerdo de haber dormido contigo/ en la parva del heno, cansados de la densa/ agitación de la llanura, los párpados quemados”(4, XXXVII).

       Para acabar ya, volviendo a las notas--- y pensándolo mejor--- quizá tengan, por contraste lingüístico, un efecto benéfico, no sé si buscado, y es que acaso sirvan no ya sólo para liberar a la poesía del vaporoso limbo en que muchos creen que tiene su lugar, sino también para devolverle su función y su sentido. Pues si al fin y al cabo aquélla está para cantar el dolor y la pena del mundo, al mismo tiempo lo denuncia, revela la mentira, imperfección y falsedad de éste, en un decir que no puede ser al mismo tiempo asimismo más que un hacer. 
    
                         


jueves, 14 de septiembre de 2017

UNA POESÍA REMARCABLE


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Guillermo Fernández Rojano. Boca de asno. Germanía. Valencia. Col. Hoja por ojo. 1999. 93 págs.


           Es este poemario de Fernández Rojano --(Jaén, 1957), al que ya se deben libros de versos como Pon pan parapájaros  o La noche amarilla , entre otros—el quinto de los suyos, y constituye un excelente ejemplo de poesía conceptuosa, reflexiva, casi gnómica, fuertemente intelectualizada pese a las apariencias de desnudez y “facilidad”,  que tiene de entrada el mérito –y no es poco—de ir un tanto a contracorriente, en el sentido de que se compadece mal con  la solemnidad de cartón piedra y vacua pedantería de bastante de lo que hoy día se publica como lírica en nuestro país.
  
          El libro consta de 65 poemas, en su mayoría breves, en versos, poco encabalgados, de factura métrica y rítmica muy variada, desde el eneasílabo hasta el dodecasílabo y tridecasílabo o formaciones más largas, como el de 16 sílabas (con hemistiquios regulares o no), divididos en seis secciones. Predomina una sintaxis sincopada, seca(un poco más compleja en la segunda mitad del libro) las más de las veces a base de una serie de  frases simples y cortas, sin nexos de subordinación, que marcan la pauta a menudo de todo el poema o de la mayor parte de él, (tal como sucede en Gioconda :“Haz un gesto. Muévete./ En tus labios puedo ver tus labios./ Gira debajo de miles de cosas, /por encima del cielo y del infierno./ Sonríe. Eso es suficiente.”), tipo de escritura que seguramente se adecua bastante bien al ámbito de referencia de esta poesía, casi siempre el desarrollo de una imagen mental, la fijación de una obsesión psíquica, la constatación de una turbadora perplejidad o el dibujo de una insospechada paradoja, así en Pavor: “Todo estará a punto de suceder/ cuando lleguen los otros./ Se irá este escalofrío,/ esta amenaza constante de silencio./ Los huesos evitarán tocarse en la cabeza/”, donde parecen mezclarse la conjuración de los fantasmas de la soledad y la insidiosa certeza de la propia identidad, demasiado dependiente del juicio de los demás.

        De no menor congruencia  que lo anterior se nos antoja el tipo de vocabulario empleado por Rojano, que condesciende poco con el léxico tradicionalmente considerado “poético”y por eso no siente ninguna repugnancia en escribir cosas como“úlcera de cloruro sódico”, “microquirúrgicamente secciono el lóbulo del instante”, “microcelularmente atento”, “el  metabolismo que vive debajo de tu ilusión”, “…has sentido calor/como si algo te rozara por dentro de una proteína”, y otras curiosas imágenes “científicas”. El mismo sentido debe de tener la parquedad  en la adjetivación, muy ceñida, cuando se emplea,  al valor especificativo y denotador de esa categoría de palabras (mecánica pura, inercia química, huellas dactilares, piernas largas, andar alegre etc.). Tampoco rehuye el autor, eventualmente, el prosaísmo coloquialista (“esa parte que no tiene por dónde cogerla”) ni –pero nada más lejos de nuestra intención que ejercer aquí ningún ridículo purismo --la formulación poco acorde con la entraña del idioma (“Estoy descansando. Es por eso/ que no tengo que hacer ruido”).

        Hay en esta poesía, pues, tanto ingenio –aunque  en los antípodas del chascarrillo o del mero juego verbal—como espesor de pensamiento; tan consciente se muestra el sujeto poético de los pretendidos efectos terapéuticos de la escritura (Miserablemente: “Después escribo para agarrarme/ a algo que tenga forma/ y no sentir demasiado desprecio por el mundo”, pero en Lastre se dice: “Muchas veces un ruido en la escalera/ nos hace creer que estamos vivos/ y que hemos dejado de escribir/ para siempre a los muertos”), como atento a la naturaleza esencialmente lingüística del hombre y a las redes de la lengua (en el poema sin título que figura en la pág. 41: “Abierta en canal la palabra,/ en su interior sólo queda una vértebra/ que chirría como gozne de sarcófago;/ y un humor que, inhalado,/ provoca la muerte instantánea./” como también en Palabra envenenada o en La torre de Babel. A  la engañosa especularidad del  lenguaje va dedicada una composición como Tautos: “Sólo la palabra/ cuyo significado desconocemos/ es la que podemos comprender/ sin ningún género de dudas”. En otras ocasiones el poema se tiñe de coloración moral, de una especie de resignación escéptica y desengañada ante la entraña contradictoria de la vida ( Pretérito perfecto), nada ciega no obstante para todo cuanto ésta supone de hermoso y admirable ( véase El día o mejor  Romperse, a mi juicio  uno de los poemas mejor “ideados” del libro, que me recuerda,en su claridad y verosimilitud, en sus andadura conceptual y en ese tono como seco y desnudo que no llega a ocultar una refrenada ternura, a algunas composiciones de Gabriel Ferrater  “Salir para verlo todo más grande./ La fruta estalla en este mediodía verde./ Su corazón mancha el paisaje(…) Pero todo es más grande:/ la habitación del hombre/ las rosas, la amargura de los niños/ sentados, junio, un mes/ que morirá sin sombra/ a la espera de nada/ y de otro junio/ de otro idioma sin patria/ bajo el torrente de otro año y otros siglos/ Salir, romperse, llenarse y morir./ Eso es todo, pero grande, muy grande”.

      También sabe utilizar –y convincentemente--el poeta los finales anticlimáticos y humorísticos ( Soluciones: “En la lenta superposición/ de las capas de polvo/ que pueblan la superficie de los muebles/ está la huella/ de nuestro puto y puro sufrimiento diario,/ la velada imagen de nuestra ausencia,/ representación de estar ahora/ mientras salimos a eliminarnos en los otros./ La solución es muy sencilla: sopla”) o recurre a romper el módulo de la frase hecha, y por consiguiente las espectativas del lector( como en  Sin respirar: “ Sólo yo sé el nombre que le voy a callar/ a este estado—digamos—del alma”). La tecla erótico-amatoria, en fin, se toca en numerosas composiciones repartidas por todo el libro, de diferente modo, que va desde el cinismo, taa agudo como un poco autoinmolatorio  de Abrazos : “Cierro el balcón/ para que el humo inunde/ la habitación donde duermes/ y el día reciba tu cuerpo en un choque/que suena contra el doble abismo de enfrentarnos.” o de Yo te maldigo: “Yo vigilo tu oreja/ y la piel de tu oreja/ vigila el mecanismo inaudito/ de la memoria de tu oreja./ Así que no podrá oír/ como mis ganglios se contorsionan/ cada vez que te maldice mi cerebro” hasta la no menos lúcida  salida de tono de Interrupción, o el apasionado panerotismo –donde destrucción y amor vienen a ser intercambiables, casi a la manera de Aleixandre—de No hay otra elección o de Revisión. Una suerte de resignado tono de desmitificación parece operar en  La porte étroite: “Abrir los ojos al universo. Respirar./ Abrir el pecho para que puedan verse/ las oquedades de la tierra/ donde animales sin lengua/ se multiplican sin tanta pedantería”; juzgamos muy lograda, además, la hermosa metáfora sostenida que funciona en Noble acero: “En los huesos de la cara/ están los fragmentos de una melodía,/ el lento avanzar profundo/ de un eco sin aire/ que resquebraja desde abajo el tejido/ y sube hasta inundar el corazón/ de un vértigo repentino./El temblor que se siente no es nada./No te preocupes por ese chasquido:/ es el amor que te ha partido la columna vertebral”.

     La imagen de los huesos, de lo óseo y de lo vertebral,como símbolo de la nada y la desaparición, pero también de lo –al menos aparentemente-- duro, nuclear y más difícil de hacer desaparecer(Busca y captura: “ Sopla el viento de encrucijadas/ y no es necesario partir el hueso/ que te une a la felicidad aburrida del mundo”) se maneja recurrentemente en numerosas piezas del libro – en las pág. 16. 19, 22, 26, 32, 59,61,71 y otras, no sólo en las incluidas en la sección titulada Material óseo y se deja considerar como uno de los leiv-motiv del poemario. Así en Hallazgo, donde  es claro al principio el eco del Quevedo de Amor constante más allá de la muerte, motivo que se contrahace, invirtiéndolo irónicamente, al final: “Falta recibir la ansiedad/ que se dejaron en la ceniza,/la huella de un amor violento/ atrapada en el óxido de una vértebra,/ el mordisco que nadie le pudo dar.// Trozos de material óseo disperso:/es la vida que saluda./A veces pregunta en un idioma/que acaso comprendieran los antiguos bretones.// No te esfuerces,/ tus respuestas sólo ayudan/ a perecer en el tiempo.”

     Una duda casi metódica, un escepticismo radical atraviesa toda esta poesía, perceptible en la frecuencia con que se utilizan fórmulas verbales hipotéticas, condicionales y el modo subjuntivo, pues  el mundo es un inseguro caos o un absurdo delirante al que uno no querría que lo hubieran invitado (un mundo-rebuzno:en la pág. 59 figura Demasiado tarde, que incluye el sintagma que da título al libro y que acaso refleje bien su espíritu: “¿Por qué entonces cuando este mundo/ abrió su boca de asno para morderte/ no te extirparon el espino de cal/ que crecía en tu cerebro?”). Ejemplos de lo que decimos pueden encontrarse por doquier: “a algo que tenga forma”( p.42), “como si al mundo se le salieran las tripas” (p. 64), “ no creas que ya ha llegado” (p.63), “abrir el pecho para que puedan verse (p. 65), “esforzándose por esperar a que surja (p.48) “¿Y si el dolor no pudiera rebelarse.(p.51) y un otros.Y  así no deja de ser lógico que el sujeto poético tienda  a verse a sí mismo de un modo tan razonablemente problemático como poco autocomplaciente, así en Confidencial: “Si usted ve a un hombre desde lejos,/ de mediana edad, medio calvo/ de un metro setenta y tantos,/ (…) no lo salude cuando pase por su lado,/hágase el loco y cruce de acera,/ porque soy yo/ y yo no tengo ninguna intención de saludarme”, o en el aún más irónico y sabio Tú tampoco: “Si te levantas un día/ y al morderte en el espejo/ notas que sangra solamente el otro,/ es que estás muerto./Pero no culpes a la muerte,/ha sido la vida la   que te ha fallado”.

      Boca de asno es un libro  que bien vale la pena molestarse en leer, porque no se trata de un mero pasatiempo, no hay en él hojarasca ni preciosismo, sí sorna y pasión, y muy pocas concesiones, como ya decíamos al principio, a lo dejà vu: un libro que a buen seguro a nadie dejará indiferente,  un libro, en definitiva, incómodo, en el mejor de los sentidos de esta palabra. 
       

lunes, 11 de septiembre de 2017

DE LA INOCENCIA Y LA CULPA



Heinrich Böll. Retrato de grupo con señora. Traducción de Jacobo Muñoz. Barcelona. Seix Barral. 1993.396 pp.

                  Esta obra de Böll viene a constituir una excepción a lo que Alexander y Margarete Mitscherlich consideraron en su libro La incapacidad para llorar tendencia general ---al menos en la antigua RFA---de la narrativa alemana de postguerra. Según estos autores, casi todos los relatos de aquella época incurrían, respecto a la herencia no precisamente cómoda del nazismo ---salvo quizá la novela de Kasack La ciudad detrás del río o la de Nossack Nekya y aún en éstas habría que hacer muchas matizaciones--- en una especie de retórica de la inevitabilidad frente al Destino, un olvido interesado y una huida hacia la abstracción y el vértigo metafísico. Debido a un acuerdo tácito, motivado lo más seguro por una autocensura preconsciente y un soterrado sentimiento de culpa, no había que describir el pavoroso estado de ruina material y espiritual en que se encontró el país a partir de 1945. Nada de eso hay en el texto de Böll (y de hecho en ninguno de los suyos). Aquí se retrata moralmente a toda una sociedad, la salida de los escombros de la guerra pero también la del Wirtschaftswunder de los cincuenta y sesenta,  que, por su propia lógica de productividad y autodisciplina, aprendida en la misma ética del trabajo de la sociedad totalitaria nazi que se pretendía hacer olvidar canceló todo recuerdo, orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y casi le impuso el silencio sobre lo que había sucedido en los todavía demasiado recientes años pardos. En este sentido puede decirse que Retrato...es a la vez un apólogo moral y una fábula política.

                La novela se presenta como una vasta encuesta policíaca en que un autor (que otras veces se autotitula cronista o investigador y que a menudo habla de sí mismo en tercera persona) reconstruye, a base de cartas, fotos, documentos administrativos diversos y comunicaciones orales con informantes o personas que la han tratado, la azacaneada peripecia vital de Leni Pfeiffer. Nacida en un medio social alto y educada en un internado católico, su espíritu rebelde, sentido de la libertad espiritual y desprejuiciada espontaneidad y disposición para la vida la han llevado primero al desclasamiento y al fin a la marginación y al ostracismo. En el presente de la narración, fines de la década de los sesenta, esta mujer anda por los cincuenta años, tiene un hijo de veinte y tantos, fruto de una relación non sancta  y que para más desgracia está en la cárcel, mientras ella vive de una mísera pensión, ha sido dos veces viuda de guerra  y en los últimos meses de la conflagración ha tenido que trabajar en una fábrica de coronas fúnebres. En esa época ha cometido además el más imperdonable de sus pecados ( el que lea o haya leído la novela sabrá a qué me refiero), amén de otros posteriores, como alquilar habitaciones a trabajadores extranjeros( y encamarse de vez en cuando con algunos). Ya se comprende por ello que el carácter de Leni  contraste con el de la mayoría de la muy variada gama de personajes y comparsas que comparecen en el texto, muy representativos sin duda de las actitudes frente al legado nazi predominantes en la población: autocompasión impostada, autojustificación rastrera y sentimiento de honestidad ofendida. De tal suerte que a la única figura en verdad inocente ---aunque no del todo--- se contrapone el variable pero no menos real grado de culpa ---pero no absoluta--- de las demás.

          Así desfilan, en una serie de círculos concéntricos en torno al personaje central, los muchos que han formado parte de su mundo: sus padres, Hubert y Helene( que acaban mal: él condenado a cárcel y espropiación de bienes por estafa y ella enloquecida por el disgusto y la vergüenza); su hermano Heinrich, el idealista muerto prematuramente; Marja Van Doorn, la ex sirvienta en el hogar paterno; sus dos maridos, Alois y Erhard;, Wilhem, el padre del primero de ellos, que se hace el tullido al objeto de poder cobrar una pensión; el trepador y acomodaticio arquitecto Von Hoffgan; la atrabiliaria y milagrera monja Rachel (cuya verdadera historia el lector solo sabrá en la pág. 319 y ss.); el patrón Pelzer, dueño de la fábrica de coronas donde trabaja Leni, tipo que, pese a su condición de ex nazi, no se priva de investigar minuciosamente el pasado de sus empleados; el soplón Kremp; la inteligente y caritativa señora Hölthohne y un larguísimo etcétera. No se piense, con todo, que los personajes de Böll aparecen construidos en blanco y negro. Por lo que se apuntó más arriba, él debía saber bien hasta qué punto las categorías de bien y mal  tienen a menudo fronteras harto difusas: el mismo Pelzer, por encima de su cinismo autoritario, es capaz de algún rasgo de humanidad, cuando evoca las horribles circunstancias de la muerte en accidente laboral del viejo Gruyten (p. 139).

           Escrita con un soberano sentido del humor que no excluye a veces la comprensión y la ternura, toda la novela acierta a funcionar como una parodia: del lenguaje procesal y policíaco, en su fría y casuística impersonalidad, en primer término; pero también de la reseca cursilería de los internados católicos de chicas (pp.34-37), en los que se ve cómo el deseo compulsivo de ocultar a las adolescentes las verdades del sexo da, por irónica paradoja, en la más rampante obscenidad;  de  de los modos de argumentación pedagógica de los jesuitas (57-59); o de la pedantesca palabrería de los llamados informes psicológicos sobre el rendimiento escolar  (p. 370 y ss.). El lector encontrará asimismo otros fragmentos más crudos y menos festivos, como la descripción de la confusión y el cambio de chaqueta generalizado con la llegada del ejército americano a territorio alemán (p.254 y ss.), la transcripción de una conversación imaginaria entre Speer y otros jerarcas acerca de la organización de los campos de trabajadores esclavos ((p.288-9), o el relato de la Sra. Kremer(p.249 y ss.) sobre cómo ella misma y un grupo de desconocidos entre sí, en la oscuridad de un refugio antiaéreo y mientras fuera caen las bombas, se entregan al disfrute sexual como mejor manera de conjurar el terror ante el peligro de muerte.

            Y también pasajes de desternillante ironía, así el episodio de la taza de café que Leni ofrece al prisionero ruso, tal como lo cuentan al autor los presentes en aquel momento (p. 187-91), o la disquisición lexicográfica sobre los usos y contextos de Schuld (Culpa) en alemán  y la pretendida ausencia en los diccionarios de su antónimo Unschuld (Inocencia), lo cual podría al fin y al cabo servir como metáfora bastante plausible de este Retrato...Habría que decir, en fin, que  en una traducción tan por lo general discreta y acertada no han dejado de colarse, por desgracia, algunos descuidos y gazapos, ya sea en la fórmula correcta de algún latinajo: " Puedo decirle que a grosso modo sí" (p. 175) o el recto uso preposicional: "su deseo (...) en investigar" (p.331), "allí había cosas en las que uno ni se atrevía a soñar" (p.263).

       

               

viernes, 30 de junio de 2017

LA IMANTACIÓN DE LA MEMORIA


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Antonio Martínez Sarrión.  Infancia y corrupciones( Memorias I), Una juventud (Memorias II). Madrid. Alfaguara. 1993 y 1997,  328 y 361 pp. respectivamente.

            Leí los tres libros de memorias del poeta Martínez Sarrión a medida que fueron saliendo al mercado (el primero hace ya más veinte años) y lo he vuelto a hacer ahora, en el apartamiento y la soledad de mi pueblo, en los---para decirlo con unas palabras tomadas de un poema de Sarrión  de entre los que más me gustan ---limbos aldeanos. Matizo: he releído, con sumo placer y fruición, los dos primeros. No he podido hacer lo propio con el tercero, Jazz y días de lluvia, porque me ha sido imposible localizarlo por ningún anaquel. Igual lo presté a alguien o lo perdí, no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es que, sin dejar de reconocer en él una muy pulcra escritura, no me hizo tanta gracia como sus hermanos anteriores, pues me resultó un pelín monótono y reiterativo por la sobreabundancia de nombre propio y ---lo que es más importante--- por lo que me pareció cierta autocomplacencia y beatería del autor, sobre todo en la última sección, donde hacía desfilar a un montón de escritores españoles contemporáneos y amigos suyos. En todo caso, a su condición de notable poeta hay que conceder a Sarrión la de no menos excelente prosista.

           Se trata de una prosa sinuosa, ceñida, pletórica de reverberaciones, matices e imágenes y servida por un castellano de estupenda factura y riqueza léxica, tan moderna como castiza, que con igual maestría sabe dar cauce tanto a los registros de la lengua como a la muy variada coloratura de los sentimientos. Aquí se encontrarán lo mismo la introspección más lírica que la efusión más tierna y admirativa; tanto las huellas del dolor, la desolación y la irrupción de lo siniestro, como el juicio político y la reflexión moral; tanto la nota sociológica y la morosidad y justeza de las descripciones más aparentemente neutras, como el diestro pulso narrativo para contar de modo memorable un sucedido o una anécdota, junto a todas las gradaciones de la ironía, la sátira más despiadada y desternillante o el chafarrinón más esperpéntico. Pero no sobre la nada: las peripecias del héroe se sitúan con naturalidad en el trasfondo de un país y una sociedad que jamás se pierden de vista, esos sesenta años de vida española que van del parte final de guerra de abril del 39 ----Sarrión se complace en recordar que él vino al mundo exactamente dos meses antes---hasta los primeros sesenta y, si se considera también el último volumen, hasta los albores mismos del XXI, en que el autor fechaba el fin su trilogía autobiográfica.

            Los libros están separados por contundentes ritos de paso, que sin duda Sarrión considera centrales en su peripecia vital y en el proceso de creación de su propio personaje: si el primero acaba cuando el autor finaliza el bachillerato en su ciudad natal ---la egolatría del adolescente, como con justeza escribe Carmen Martín Gaite en el entusiasta prólogo que encabeza Infancia...---, el segundo se centra, en otro lugar de residencia, en sus estudios universitarios, y el tercero, con nuevo cambio de localización, abordaba su primera edad adulta y la consolidación de su oficio de escritor. Y casi siempre, me parece, con el pertinente tono, el acierto en la adjetivación, la cuidadosa artesanía sintáctica y la coherencia lógica más adecuados a los modos de elocución y a la andadura de la voz narrativa. Esta ha acertado a mantener la necesaria cesura entre el tiempo revivido y el momento de la redacción para facilitar así el también aconsejable distanciamiento irónico respecto al yo- protagonista. El cual, dicho sea de paso, y sin entrar ahora en la fatigosa cuestión del estatuto genérico de unas memorias, siempre he pensado que constituye también, de uno u otro modo, un personaje de ficción.

         El sujeto de Infancia y corrupciones ---contrafactura, como se sabe, del título de un archiconocido poema de Gil de Biedma---es un niño, luego un adolescente, tímido, asustadizo y apocado en sus relaciones sociales, pero que parece haber interiorizado desde el principio una luciferina y orgullosa conciencia de su superioridad intelectual. Lector voraz, poseído del virus de la literatura y fascinado desde muy niño con la música (a través de la radio) y con el cine, sin duda usó estas vías de escape, siquiera fuese inconscientemente, como reacción contra la estolidez y miseria moral del medio en el que transcurrieron sus primeros años. Hijo de un secretario de Ayuntamiento ---hombre conservador, rutinario, tranquilo y comido del vicio de la caza---y de una maestra de escuela cuyo cerrado catolicismo y excesiva observancia de las convenciones no llegaron a vedarle cierta capacidad de iniciativa y coraje, la familia pertenecía, también por abuelos, bisabuelos y parientes colaterales, a esa pequeña burguesía rural o de capital de provincia de tercer o cuarto orden que se sintió vencedora  en el 39. El ambiente familiar de crudo reaccionarismo católico-franquista, inducido sobre todo por Manolita, la formidable tía materna, fantasiosa y conspirativa, que vivía una suerte de aristocratismo adventicio y por procuración, queda reflejado con suma gracia en la consideración que de los prohombres republicanos se tenía en casa: Negrín era un tipo pequeño, un bracero renegrido por los soles, mal afeitado, andrajoso y bizco (...) Azaña, un monstruo coloidal, lascivo y asmático que escupía a los crucifijos (...) Companys, un payaso insolidario que hablaba un grotesco dialecto (...) Prieto, un ogro bilbaíno de cabezota monda de forzudo de circo e instintos caníbales, que satisfacía engulliendo tibios y católicos corazones infantiles mientras blasfemaba entre eructos y espumarajos. Con no menor acierto se cuenta por lo menudo el episodio, ocurrido en plena guerra y agigantado por la mitología familiar, del ocultamiento de un cura, dechado de santidad, que se aplicaba el cilicio a diario y se azotaba exactamente los miércoles y sábados por la mañana, en casa de la abuela materna, donde el ensotanado daba misa en clandestinidad, lo que, al descubrirse, acarrearía a aquélla y a dos de sus hijas un proceso y encarcelamiento durante algunos meses. Las atrocidades de la guerra, sobre todo las cometidas por los republicanos, pero sin excluir de vez en cuando y con circunloquios y medias tintas las perpetradas por los franquistas, circulaban entonces con sordina. En los pueblos de Albacete, donde el padre sirvió como funcionario y cuyo ambiente moral y medio físico se pintan con viveza y acuidad, aún eran brutalmente visibles el atroz ansia de venganza y la separación neta entre vencedores y vencidos.

         La asfixiante beatería y el untuoso clericalismo de la época se trazan con maestría en no pocos pasajes: las misas, ordinarias o cantadas, triduos, novenas, fervorines, trisagios, responsorios, coronaciones canónicas,visitas y entradas de obispos y arciprestes, visitas al Santísimo, jueves eucarísticos, adoraciones noctrunas, catequesis, salves y sabatinas, tenidas de Acción Católica, rosarios de la aurora, procesiones y romerías, transformaban el año en una función litúrgica continuada. Y de modo particularmente feliz y desternillante en aquel (pp.155-6) en que se da cuenta de una presunta aparición de la Virgen a un chico de familia pobre en el pueblo de Pozo Berrueco, revuelo del que el narrador fue testigo y que dio en la consiguiente descarga, dadas las circunstancias, de histeria colectiva y en los no menos explicables terrores nocturnos del impresionable muchacho horas después de presenciar lo que sigue: un joven insignificante, desmadrado, cargado de espaldas y con el cuerpo contraído hasta el último músculo, se adelantó de la muchedumbre (...) allí se postró con los brazos en cruz. "Aquí está, aquí está", lanzó lastimero y semiahogándose. Nadie observó nada anormal, pero un sacudón eléctrico de histeria contagiosa envolvió como una nube a los presentes, quienes se sentían de nuevo apelados por los chillidos de rata de aquel desequilibrado:"Arrodillaos, arrodillaos todos, que Ella lo pide". También en el relato de las réplicas y ecos que tuvo en su ciudad de Albacete ---y en cualquier otra--la celebración del Congreso Eucarístico de Barcelona en 1950, cuando una especie de milenarismo medieval, fervor hipnótico y locura colectiva pareció apoderarse de la gente, fenómenos potenciados por las llamadas Misiones. que siguieron de inmediato a la carnavalada barcelonesa, predicaciones de asistencia casi obligatoria ---la policía empujaba a la población a acudir---a cargo de los curas más tremendistas y fanáticos, sobre todo jesuitas, obsesionados con los pecados de la carne.

           La evocación de personajes peculiares, raros o aquejados de alguna manía o desarreglo psíquico, se hilvana, según los casos, ora con piedad y ternura, ora con ese trazo grueso que llega a veces a la cruda caracterización esperpéntica. Memorables son los retratos de seres que podrían adscribirse a los arquetipos del tonto del pueblo, del señorito vago y calavera o de la beata ridícula y compulsiva, pero también del alma pura e incontaminada o santo laico. Un par de ejemplos. Agustín, un tronado de Munera que no responde del todo al primer modelo, pero que no tiene desperdicio (y me disculpo por lo largo de la cita): era un chiflado figurón de edad indefinida, que día y noche patrullaba las calles con atuendo peregrino y todo él en jirones: una guerrera militar, calzón del mismo tipo (...) pantorrillas envueltas en trapos y unas polainas desabrochadas (...) arrastraba, a guisa de sable, una gruesa garrota de nudos pendientes a un tahalí de su invención (...) en el consumido pecho se había cosido o clavado con imperdibles una ringlera de chapas de gaseosa, tuercas y culos de botella(...). A resultas de un tiro en la cabeza en la guerra del Rif, se había transtornado para los restos quedando colgado del delirio militar. A toda persona que cruzaba se le cuadraba con toda marcialidad, fuese niño o adulto. Pero lo mejor de este patético quijote era que, para redondear su figura, estaba perdidamente enamorado de una muchacha del lugar, desde lejos y, por supuesto, de modo platónico. Cuando ella murió, a una edad no muy provecta, le llevaba flores silvestres al cementerio, de noche, tirándolas por encima de las bardas. Por contra, el viejo boticario Don Amable, apacible solterón que parecía hacer honor a su nombre y rico por su casa, expendía gratuitamente fármacos a los pobres, disfrutaba repartiendo caramelos a los niños y, tras su jubilación, malvendió todos su bienes y se retiró a vivir con austeridad en una chabola del arrabal más humilde. Podrían también citarse ---no todos, porque sería una muy extensa galería de raros, aunque no precisamente al modo de la de D. Ramón Carande---la bonhomía de Perico, el guarda jurado amigo y confidente del padre del narrador, la irrefrenable y brutal sensualidad del cura Eduardo, que, cuando prescribía la penitencia desde el confesonario, soltaba una tufarada  a tabaco rancio, cera, ajo, dudosa higiene corporal, incienso, muelas picadas y testículos en exceso cargados, o de Epifanio, que provocaba el terror del niño Antonio cuando, camino de la tienda por algún recado, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de aquel pobre hombre. Era el tal Epifanio un baldado oligofrénico y bestial (...) babeante, pálido como un difunto y vestido siempre con una horrible zamarra(...); cuando sentía la presencia de alguien ululaba potente y lastimero, farfullando ronquidos, interjecciones y resoplidos. Poseía un vozarrón de macho recluido, bien alimentado y en celo, que podía oírse a más de una legua. Más de una anécdota, ésta sí en verdad hilarante y grotesca y que parece excluir toda piedad, tuvo como actor principal al narrador, tal como ocurre cuando su padre pretende aficionarlo a la caza, con el resultado de que, en la primera batida, el muchacho, pese a ser previamente instruido, liquida al perro en vez de al conejo: mi padre me miró, demudado, un instante, el dueño del perro musitó una sarta de blasfemias mientras remataba al animal de un tiro en la cabeza y todo el mundo dio por terminada la cacería, volviendo al pueblo en un silencio atronador.

         Lo siniestro, lo angustioso y todo lo relativo a la muerte no dejan de comparecer en fragmentos asimismo memorables, que no desmerecen demasiado de algunos de Valle-Inclán o Solana. En pp. 134-5 se avanza una muy plausible interpretación simbólico-feudiana de la muerte de Manolete, quizá el suceso más emotivamente vivido en España desde el fin de la guerra civil, como apunta Sarrión, como he leído en otros testimonio contemporáneos y como oí más de una vez a mi propio abuelo. Lo cierto es que la figura del torero cobró con su muerte dimensiones míticas y pesadillescas. Se corrió la leyenda de que, minado por la tuberculosis, necesitaba grandes cantidades de sangre, que sus secuaces compraban clandestinamente a precio de oro a padres de niños sanos: el angustioso deseo colectivo de taponar imaginariamente la femoral por la que se había escapado la sangre y la vida del torero grabó en el inconsciente colectivo una fantasmagoría paranoica, en la que Manolete acabó deviniendo una especie de Drácula, aunque puede que ello tradujera una alusión censurada al mismo Franco, cuyo régimen al fin y al cabo chupaba también la sangre de buena parte de los españoles. La muerte y sus rituales provocaba entonces --- pienso que como ahora, solo que hoy sobre todo por amplificación mediática y en aquella época más, digamos, carnalmente o de visu.--- el morbo más escandaloso. Los entierros, por ejemplo, a los que asistía quien quisiera y sin invitación, sobre todo los niños, que no podían reprimir la curiosidad: Bastante antes de la llegada del cura, el sacristán y un monago, vestidos y a cruz alzada, ya estábamos mosconeando a la puerta de la casa mortuoria, aunque sin franquearla jamás. Seguían luego los espantosos alaridos de las mujeres,que eran como desgarrones en el silencio absoluto de la prima tarde. los elogios desmesurados y grotescos, también a gritos, de las pretendidas virtudes del muerto y, al fin, las garras aullantes de las gritonas que intentaban aferrarse al ataúd hasta que un deudo o pariente varón las apartaba de un manotazo, todo lo cual provocaba en el niño testigo la comprensible reacción: los jugos de mi débil estómago comenzaban a removerse y una argolla de hierro helado, compuesta a mitades de angustia y miedo, se iba cerrando en torno a mi garganta.


          El mundo encantado de la infancia, los juegos y los enamoramientos infantiles, tan tiernos como ridículos, se evocan con tan temblorosa poesía como habilidad y buen tino. Pronto sobreviene el despertar del sexo y la pubertad, el momento en que se entra en la brutal fratría de los machos.A la salida de la adolescencia participa con otros dos muchachos en una frustrada y patética experiencia prostibularia, anécdota  que por cierto vuelve a relatar con otras palabras en Una juventud. También ocupan su lugar el ambiente de tosca camaradería entre alumnos de instituto y los primeros amigos. Uno de ellos, que también hace sus pinitos literarios, además de prestarle libros de Simome de Beauvoir y de Gide, lo introduce en una tertulia albaceteña donde oye hablar por primera vez de Sartre  y Beckett. Estupendas semblanzas le inspiran las figuras de los pocos profesores que le dejaron huella (positiva, con los otros no vale la pena extenderse, como aquel docente de Física, sobre incompetente y haragán,sádico) en el adolescente. Resulta imborrable Don Jerónimo Toledano, personaje chejoviano, viejo profesor de aires institucionistas, judío de Tánger que, tras sufrir depuración en el 39 y caer en Albacete, tuvo una vida desdichada y un final prematuro. Casado con una de las hijas de Valle-Inclán, contaba en clase ocurrencias y chismes de éste y también de Unamuno, Gómez de la Serna y otros, a los que había tratado en las tertulias de preguerra. Solía leer a los alumnos un poema, algo sensiblero y ripioso, de un tal José Carlos de Luna (me imagino que algún decimonónico hoy olvidado), se diría tan solo para que se diera en él una masoquista identificación con el antihéroe de los versos ( A chufla lo toma la gente!/ A mi me da pena/ y me causa un respeto imponente!), hasta que se le saltaban las lágrimas. Entonces, con exquisito pudor tiraba del pañuelo, nunca impoluto, se lo llevaba a un ojo y volviéndose a la pared nos decía: "Perdonen ustedes pero se me entró una pestaña en el ojo". E igual de memorable se nos aparece la silueta que se traza de D. Francisco Pérez, profesor de Matemáticas, excelente didacta, lector voraz, hombre culto en varias disciplinas y secreta y furibundamente antifranquista, con el que ha seguido en contacto y al que considera uno de sus maestros.

         La conclusión del bachillerato y las buenas notas hace que los padres le regalen, en compañía de la tía Matilde, un viaje a Madrid, la ciudad tantas veces soñada a través de las lecturas---para entonces ya ha empezado a descubrir, aunque con cuentagotas, a Baroja, Unamuno y Azorín--- y el cine, y ahí se nos presenta la capital ante los ojos fascinados e ingenuos del chico de 16 años. La descripción de la pensión (de tanta tradición literaria) a la que van a parar tiene un inequívoco aire barojiano, si se hace abstracción de la enumeración, a la que tan aficionado parece Sarrión: (...) se daban cita olores a linóleo gastado, a entelado de pared, a insecticida en suspensión, a naftalina, a bacín nocturno, a bolas de carbón para guisar, a escape de gas, a caca de gato, a crecepelo y a esa embrocación que utilizan los deportistas para sus torceduras y los valetudinarios para sus lumbagos. La última tarde de permanencia en la ciudad, al adolescente, inficionado de literatura y comido de las ansias de su, digamos, prueba de artista, no se le ocurre mejor cosa que acudir al Café Gijón y, armándose de valor, solicitar al camarero de turno, junto a un café con leche, recado de escribir. La mirada del individuo debió de ser de tan olímpico y humillante desprecio, que hizo al muchacho ---que se largó enseguida avergonzado---sentirse una lombriz enroscada en una silla.

         Una juventud
principia cuando, en un otoño de mediados los cincuenta,  un joven, deseoso de experiencias y encandilado con las ensoñaciones de gloria literaria propias de un héroe sthendaliano, llega  a Murcia para empezar la carrera de Derecho. Muy neto le parece el contraste ---el clima, los peculiares olores de la huerta: aquella tufarada de aromas densos y oleaginosos que mezclaba el de caballones regados, especies vegetales, frutos pútridos y excrementos de ganado---con el sobrio secano manchego de su ciudad natal. Se aloja en el Cardenal Belluga, un colegio mayor cuyas instalaciones y comodidades podrían parangonarse, para la época, con las un hotel de lujo. El minucioso relato de las salvajes sevicias con que los veteranos obsequian a los recién llegados se tensa en una especie de soterrado lirismo, que lo hace prevalecer, sin excluirlos del todo, sobre la autocompasión y el rencor retrospectivos. El primer día, en el comedor, lo reciben con lo que solo sería el prólogo de un viacrucis de humillaciones y torturas: "Nuevo, saque esa flor del búcaro y hágame el favor de tomársela de aperitivo". Aterrorizado, se tragó el clavel. Más adelante reconocerá con vergüenza que él, cuando al curso siguiente se vio en el pelotón de los viejos, no dejaría de participar en semejantes salvajadas. Sarrión rememora el hecho con el cargo en la conciencia de ese morboso y enfermizo placer, la obscena ebriedad  que la omnipotencia sobre un ser humano indefenso, aun pasajera y con límites, provoca. Particular relieve adquiría, año tras año, la fiesta de fin de curso, tolerada y hasta dirigida por los responsables del colegio y caracterizada por la zafiedad y chusquería.


         En rápida silueta y como en escorzo se dibuja a unos cuantos docentes de las facultades de Derecho y de la contigua de Letras, profesores que destacaban algo por encima de la casi general rutina y mediocridad, Cerdá, Truyol, Valbuena Prat y otros. Mucho más y con no poca delectación se demora Sarrión en Luciano de la Calzada, envanecido y maniobrero capitoste que a su condición de catedrático y decano de Derecho añadía múltiples prebendas y sinecuras, amén de regir con mano de hierro el Belluga, y en el rector Bosch, entonces al frente de la Universidad de Murcia y aún más ligado al poder que el otro, por cuanto era procurador en Cortes nombrado por Franco. De ambos personajones se ofrecen  al lector sendos retratos, tan certeros e hilarantes como maliciosos.

          Pero la vida en el Belluga y en Murcia muestra pronto su lado amable: los primeros amigos, los muchos más que va juntando y los conocidos---algunos harto extravagantes-- entre los colegiales. A todos ellos los hace comparecer, en larga retahíla. No menor importancia adquieren para él el lento descubrimiento de la politización antifranquista ---que solo afectaba a una exigua minoría de los residentes, los más eran señoritos de pueblo que seguían sus estudios, sin demasiado vocación ni provecho, para contentar a sus padres----y, sobre todo, las mayores posibilidades de satisfacer su pasión lectora y bibliómana: en la notable biblioteca del colegio, que incluía fondos de distinto origen, incluso expolios de la guerra, tiene acceso a obras y autores hasta entonces vetados o desconocidos y a través de un viejo librero se hace con ediciones de Blas de Otero, César Vallejo y una en dos tomos con la obra casi completa de Valle-Inclán, que devora y que le provoca gran conmoción. Asiste a un festival de teatro organizado por el entonces muy activo TEU, lleno de gente inquieta y potencialmente roja. En tal ocasión ve, embelesado, una versión, increíblemente no censurada, de Los cuernos de Don Friolera, que parte del público interrumpe con aplausos. Empieza a descubrir dos de las que serán más constantes aficiones de su vida: el mejor cine negro americano y el jazz. Conoce y tratará luego durante años a Miguel Espinosa, y del escritor murciano, pp.161-70, de su trayectoria intelectual y su ejemplo ético traza una admirativa semblanza. Al tiempo, consigue colocar alguna cosa, en prosa o verso y según dice aún muy endebles y vergonzantes, en revistillas locales, pero ya se sabe que para un aprendiz de poeta tal paso constituye el placer más impagable.

       
 Supera sin demasiadas dificultades los cursos y a su conclusión se enrola en el llamado Viaje de fin de carrera, que entonces todavía se estilaba. Tiene así ocasión por fin de pisar el extranjero (París, la Provenza, Suiza). Lugares que le dejan fascinado, sobre todo la que antaño solían llamar ciudad de ciudades, tan cargada de mitología cinematográfica y literaria, cuyo dibujo dice tener en mente antes de conocerla por haberse pasado horas ante un plano con las estaciones de Metro bien señalizadas. En París le absorbe sobremanera el Jeu de Paume de los impresionistas y disfruta con el bullicio callejero, pero le desagrada la fachada del Moulin Rouge, que encuentra insignificante y astrosa, y más que cualquier otra cosa, en un paseo por Pigalle, la codicia y el estentóreo afán de los empleados de locales nocturnos y de streap-tease por captar clientes.

       
 El regreso a Murcia coincide con el momento en que esa ciudad estaba a punto de iniciar su proceso de cristalización en la memoria, lista para constituir uno de los más centrales y hondos alvéolos en la mía propia. El último año se había distanciado un tanto del mundo del colegio porque allí empezaban a tomar posiciones y a hacer proselitismo los aguerridos cuadros del Opus y más que nada, porque se había echado novia. Una historia de amor que estaba, como casi todas, destinada a ser eterna pero que acabaría truncándose, provocándole hondísima desolación, por abandono de ella. Liaison  relatada con tanto pormenor como efusión  del alma pero sin sin asomo de sensiblería ni patetismo. La inevitable convalecencia moral y resaca de la ruptura lo lleva, tras la licenciatura, a refugiarse en el hogar materno en Albacete, desde donde, tras meses de lamerse las heridas y la consiguiente parálisis semicatatónica, se traslada a Madrid para ocupar un puesto burocrático de la Administración. Pero ésta es ya otra historia. Antes (pp.257-60) puede leerse una especie de interludio lírico que quizá se cuente entre lo mejor de todo el libro: en un rápido viaje a Murcia, treinta y tantos años después de haber vivido allí, visita el que había sido su colegio y al reconocer al viejo portero y charlar brevemente, tiene que salir para ocultar las lágrimas. Hasta tal punto se le viene encima la conciencia del pasado, la certeza de que ya se es otro,de cuánto socava el tiempo la entraña misma de la identidad.

        Interés y amenidad rezuma la parte del libro destinada a contar las impresiones, las nuevas amistades y contactos en la capital y los frecuentaderos  de su vida nocturna, como cierto local en Argüelles donde podía escucharse chanson  francesa, o el bar Avión, que ofrecía a la progresía del momento jazz en vivo.No obstante, mucho más me ha divertido lo que se refiere a la sórdida y apoltronada Administración de la época, que el autor recrea con finísima mano para la sátira y la burla esperpéntica. Sarrión entra a trabajar ---al parecer no demasiado--- a principios de los sesenta en unas dependencias del entonces llamado Ministerio de la Gobernación. Las tareas ejecutadas en tales covachuelas, y en particular las que le encomendaron a él, resultaban en gran parte del todo inútiles. Para hacerse una idea el ambiente en aquellas peculiares ergástulas, basten algunos detalles. Tufos a papel viejo, a polvorientos Aranzadis, a cortinas sucias descoloridas por el sol y acribilladas de insectos aplastados, a tabaco rancio, pues en aquellos mechinales y pocilgas se fumaba continua, compulsiva y universalmente. Allí, en aquella basílica de la sordidez y la podre, podía uno encontrar de todo, pero para botón bien vale una muestra, que en este caso bordea lo sublime( y con ello acabo esta reseña, que me va pareciendo ya harto prolija): Otra especie de tufo(...) era el causado por ciertos servidores de la cosa pública, provectos en general y con algún que otro braguero de herniado (...) los cuales, en toda la escala corrida que iba de Jefe Superior de Administración a Jefe de negociado de tercera, por exceso de expedientes retrasados, ciáticas, perlesías, incontinencia o irremontable galbana, cuando las ganas apretaban, tiraban de llavín y de un hondo y bajuno cajón de su mesa de escritorio, extraían un panzudo y reluciente bacín de peltre y, despatarrados, meaban beatífica, cadenciosamente. 

 
        
         

     

           

jueves, 1 de junio de 2017

UNA NOVELA RUSA


El tumulto de Enzensberger


Hans Magnus Enzensberger. Tumulto. Traducción de Richard Gross. Barcelona. Malpaso Ediciones. 2015. 249 pp.

              Este es sin duda un libro extraño y difícilmente clasificable. En primer lugar porque se compone en gran parte de textos dados a la imprenta cuarenta y tantos años después de haberse escrito y siempre queda la duda de hasta qué punto el autor los ha aderezado o manipulado---según él muy poco--- para de algún modo adecuarlos a la  nueva situación, habida cuenta de que, con el paso del tiempo, nunca se es el mismo que se fue ni la máscara de la identidad permanece nunca inalterada. No digo que este peculiar aggiornamento no sea legítimo, sino que es inevitable. Enzensberger parece haber asistido ---en medio mundo: Berlín, California, Londres, París, hasta en Australia y Camboya, aunque aquí los escenarios principales son Rusia y Cuba--- a todos los saraos y conciliábulos convocados por los intelectuales revolucionarios de aquellos años. Menos mal que todo indica que no ha debido creérselo demasiado, lo cual no significa en absoluto que sea un vulgar cínico, aunque no ha dejado de llamarme la atención la relativa naturalidad con que parece haberse tomado los focos del famoseo intelectual y las situaciones de privilegio que ha vivido.

              En todo caso, a sus 87 años, tras una larga obra y un prestigio bien establecido, se entiende que este escritor de tan variados registros pueda darse el gusto de escribir lo que le dé la gana. Con no demasiada autocomplacencia y alguna retranca (dice no creer en autobiografías ni en memorias, seguramente por ser muy consciente del carácter falsario e impostado, escríbase lo que se escriba, de cualquier personaje, pero cae a menudo en el vicio del name dropping, aunque es muy probable que esto forme parte del juego ), HME lleva a cabo una especie de ajuste de cuentas  ---relativo--- consigo mismo y, de paso, con las ilusiones y mitologías revolucionarias de los sesenta y setenta que iluminaron y a la vez ofuscaron la juventud y primera madurez de los de su generación. Años pródigos en delirios y ensoñaciones que quisieron cambiar el mundo y que en su caso comparecen aquí adornados por el sinuoso hilo de una apasionada historia de amor, a la que se refiere como su novela rusa, que, como casi todo, al final acaba mal.

             El libro recuerda a primera vista una suerte de puzzle desorganizado, un tumulto de voces en que las infidelidades de la memoria pueden, como Enzensberger explica muy bien, llevar a planos subexpuestos y a escenas deshilachadas, tomadas con una cámara de mano temblorosa ( p. 95). Por ello puede engañar también con la falsa apariencia de un centón de anécdotas ---que las hay, y algunas particularmente sabrosas--- pero no deja de tener su coherencia interna. Dos cuadernos de notas (garabatos de diario califica al segundo de ellos) de sendos viajes a la Unión Soviética en 1963 y 1966, tres breves Postdatas de 2014 --en pp. 88-90, 207-210 y 239-241--- que incluyen un poema urdido nada más regresar del segundo viaje, otros versos de 1978 y unos apuntes sobre el destino posterior de algunos de los personajes que ha conocido en Rusia. Figuran luego unas Premisas,de 2015, donde cuenta cómo encontró aquellos papeles y avanza lo que serán las dos restantes secciones que completarán el libro: Recuerdos de un tumulto (196-70), una entrevista ficticia con una especie de sosias como un hermano menor del que no me hubiera acordado en mucho tiempo, que trata con sus preguntas de buscarle las vueltas (la más extensa y acaso la más interesante, centrada sobre todo en su estancia en la Cuba castrista, de Tumulto)  y un nuevo dietario titulado Después (años 1970 y siguientes), más ceñido y circunspecto que los primeros y referido en lo esencial a las vicisitudes por las que pasó al asumir la dirección de la revista Kurbusch y el trato personal, conflictivo y harto incómodo, que mantuvo en aquella época nada menos que con los miembros de la Baader-Meinhof.

            Gracias a los buenos oficios de Giancarlo Vigorelli, editor de la revista romana L´Europa Letteraria, a Enzensberger, junto con Sartre, la Beauvoir, Nathalie Sarraute, Ungaretti y otros lo invitan a Leningrado para un congreso sobre Problemas de la novela contemporánea. Casi ni decir tiene que el tal congreso no sirvió para nada excepto para ponerse de vodka hasta las cejas y para que los dos acompañantes que le habían puesto a la delegación alemana, solo formada por H. W. Richter y él mismo, aprovechen la menor, cuando no hay oídos indiscretos, para poner a parir al régimen soviético. Sobre todo uno de ellos, Kostia, ex preso del Gulag y excelente germanista, que le tiene al corriente de los secretos de la intelligentsia. Pronto se da cuenta de la ubicuidad de la tiranía y el miedo, de la escasez, del recuerdo aún vivo de las grandes purgas de los años treinta, de las calamidades de la guerra y del abismo en el nivel de vida que media entre los privilegiados de la élite y el pueblo llano, pero no deja de sorprenderle lo relativamente bien que trata el Régimen (también, aunque algo menos, en Cuba, como comprobara en su viaje a la isla) a los escritores burgueses progresistas. Una noche Yevtushenko  llevó a quienes quisieron apuntarse a una fiesta con mucho alcohol a una especie de loft donde una orquesta tocaba bailables y melodías swing .Tras un poco de turismo por la ciudad, va a Moscú para una Lectura de poesía internacional. Nada del otro mundo, puesto que, pese a los esfuerzos de los traductores, casi nadie entiende nada. Le llama la atención el lujo de la casa particular, que le recuerda las de los ricos de Park Avenue, del siempre muy pagado de sí mismo Ehrenburg. Más excursiones: la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana le parece una enternecedora falsificación. Pero el plato fuerte llega con la visita al jefe, a Jruschev, en su villa de Gagra. El mandatario se le hace un hombre de trato afable, que alardea de cierta elegancia rústica y que carece por completo de instinto de la riqueza. A los occidentales se les ha advertido que, puesto que no van a tratar con una persona culta, eviten toda pedantería y usen un tono llano. Tras las presentaciones de rigor ( en las que Sartre está manso como un cordero, no dice palabra y se comporta de manera servil) Jruschov les endilga un discurso atropellado e incoherente en que afirma que han abolido la dictadura del proletariado, menciona la invasión húngara y dice que el tiempo ha demostrado que no fue un error, elogia las bondades de la coexistencia pacífica y, ya fuera de micro, trata de convencerles de que la superioridad del socialismo sobre el capitalismo radica, entre otras cosas, en que ellos tienen menores tasas de suicidio. En el comedor, los discursos son hueros y triviales, pero la comida resulta fastuosa. A los postres el poeta Tvardovski lee una especie de epopeya satírica en verso que hubiera sido imposible ver siquiera publicada en tiempos de Stalin. Jruschev parece aburrirse algunos momentos, pero suelta de vez en cuando una carcajada. Al final, tras unos minutos de expectante silencio, deja caer un seco Joroshó (Bien). 

            La segunda estancia en la URSS, tres años después ---esta vez se trata no solo de un Congreso por la paz en Bakú sino además de una invitación a viajar por todo el país acompañado por un intérprete de su elección---sirve a Enzensberger para constatar hasta qué punto el pálido deshielo de Jruschev ha sido flor de un día. Ahora manda Brézhnev y la fiesta se ha acabado. Se entera de que Brodsky ---además de otros escritores--- ha sido detenido y condenado a cinco años por parasitismo. Conoce al germanista y traductor Ginzburg, quien, citando a Pasternak y pensando sin duda en el Kremlin, le dice los únicos que en los dramas de Shakespeare invocan la moral son los criminales. Ese mismo Ginzburg y su guía Kostia le advierten de que los occidentales les deben estar agradecidos porque los rusos les sirven de cortafuegos del peligro amarillo.Vuelve a encontrar a Yevtushenko. El personaje, pese a su vanidad y sus poses, tiene algo de fascinante; ahora está en la cima de su poder e Izvestia publica un poema suyo exaltando al astronauta Gagarin. Los discursos de los banquetes le parecen todavía más huecos y ampulosos que la primera vez. Emprende un largo viaje por las extensas regiones asiáticas de la URSS, que aprovecha para dedicarse al tourisme eclartée.  Bakú se le asemeja a una Venecia negra, industrial, con el aire siniestro de los grabados de Piranesi. Por doquier son visibles los desajustes, por no decir las calamidades, de la industrialización forzosa. Enormes fábricas y centrales hidroeléctricas.  En las montañas del Cáucaso encuentra poblaciones multilingües, donde abundan los centenarios, aunque curiosamente casi nadie habla ruso. En Taskent vuelve a percibir un hormiguero de lenguas y etnias. Cree que, como mal menor, al menos la pax soviética y el Estado oficialmente multiétnico, impuestos a la fuerza, han evitado el estallido de guerras civiles entre nacionalidades. Bujará es una ciudad gris y polvorienta donde no queda ni rastro, monumental o no, de Avicena, el más universal de sus hijos. Samarcanda, por el contrario, le fascina con sus mezquitas azules, palacios y escuelas coránicas, que se han conservado bastante bien. En Irkutsk le llevan a ver antiguas prisiones zaristas que fueron luego centros de internamiento del Gulag, ya abandonados. Visita también Akademgorodok, la ciudad de los científicos, en plena Siberia. En Gori, Georgia, la ciudad de Stalin, visita su presunta casa natal ---probablemente una falsificación--- que alberga una especie de museo, desportillado y de muy mal gusto, donde se amontonan sus pipas, sus uniformes y la máscara mortuoria. Frente al Ayuntamiento de la pequeña ciudad se alza una enorme estatua del dictador, de veinte metros de altura.Regresa a Alemania, pero para entonces ya está metido de hoz y coz en su pequeña guerra particular.

            Un interludio, pues, sobre la novela rusa. El descubrimiento más determinante en Moscú va a ser el de Margarita Aliger, poeta judía de unos cincuenta años, sobreviviente del cerco de Leningrado, mujer inteligente y con relaciones en las altas esferas, aunque hace ya mucho que ha perdido toda ilusión respecto al poder soviético. Margarita tiene una hija veinteañera, Masha, una muchacha de la que Enzensberger se enamora de inmediato, pero pasada la primera fascinación, los problemas aparecen: la madre no ve con buenos ojos la relación, Masha resulta ser patológicamente celosa, dependiente de psicofármacos difíciles de conseguir en Rusia y que él no tiene más remedio que llevarle en viajes posteriores y, para más inri, Enzensberger tiene una mujer noruega y una hija con las que normalmente convive en ese país. Pese al sentimiento de culpa que esto le provoca, meses más tarde conseguirá divorciarse de la noruega y casarse con Masha, dado que la única posibilidad de que esta pueda salir de Rusia es matrimoniar con un extranjero. Antes ha habido una temporada de viajes continuos entre Berlín, Noruega y Moscú y después un peregrinaje que los llevará a Londres primero y luego a USA, donde a él le han ofrecido un puesto de profesor. En ambos sitios paran poco. Las escenas  se suceden, como las separaciones provisionales y los reencuentros, algo, en fin, que conoce cualquier lector de Chéjov. La cosa se  agrava porque Masha, que había dicho estar decidida a aprender alemán, no lo hace, y por su parte, él tampoco progresa con el ruso.Al final recalan en Cuba, donde la relación parece estabilizarse algo. Solo al final del libro sabremos, cuando ambos ya se han separado y hace años que no se ven, del triste fin de Masha. Sobrevivió algunos años en Inglaterra trampeando con clases de ruso y traducciones e iba de vez en cuando a su país a visitar a su madre, con la que sin embargo nunca se reconcilió del todo. Se suicidó en 1991. Su madre Margarita, murió al año siguiente. Enzensberger mantuvo una buena amistad con ella, intercambiaron cartas durante años e incluso la convenció para que viajara a Múnich para una operación de ojos.

            Moviendo las correspondientes fichas, consigue que las autoridades cubanas le inviten a la isla en calidad de técnico asesor extranjero. Es una oportunidad para que pueda mejorar la relación con la rusa, se trata de terreno neutral dado que allí se habla una lengua que no es la materna de ninguno de los dos. Pero resulta, por increíble que parezca, que cuando llegan no se les encomienda ninguna tarea. de modo que se dedican a conocer el país en un coche con chófer graciosamente cedido por el Ministerio de Educación. Viven, hay que suponer que a costa del Estado cubano, en un hotel de la Habana y posteriormente se les otorga un apartamento. La situación le provoca, dice, cierta mala conciencia. Algunos congresos y encuentros institucionales, de dudosa utilidad, entre intelectuales. Reconoce: comparada con la situación de los cubanos corrientes, la nuestra era una existencia de multimillonarios (p. 141). Traba conocimiento con escritores y funcionarios del Régimen y con algunos de los más o menos proscritos: Virgilio Piñera, Haydée Santamaría, el luego tristemente célebre Heberto Padilla. La oficial Unión de escritores le parece un pobre remedo de la soviética. No percibe demasiado entusiasmo popular por la Revolución y cree que el socialismo en Cuba carece de viabilidad a medio plazo (en esto se equivocó, porque, aunque mal, aún dura). Se compadece ante el carcomido hormiguero de La Habana, donde buena parte de la población vive en cuchitriles decrépitos con váteres y lavaderos compartidos por cien familias, asiste al auge del mercado negro y al desastre de la campaña de la zafra y deplora la represión contra los disidentes y los homosexuales, el machismo generalizado y el racismo que, pese al igualitarismo oficial, lleva a un mulato a sentirse superior a un negro, mientras que el blanco se cree por encima de ambos. Castro, al que solo llega a ver de lejos, le parece un tirano charlatán. Fidel es como un jefe de forajidos, los miembros de su cuadrilla ejercen de cortesanos. En fin, cuando tras dejar el país firmó en 1971 la célebre carta, junto a otros muchos intelectuales conocidos, en defensa de Heberto Padilla, se cerró toda posibilidad de volver a Cuba, aunque para entonces ya su interés y sus ilusiones ---si es que alguna vez las tuvo---se habían casi volatilizado.

          Por lo demás los sesenta y setenta del XX le presentan ahora como una fecha imaginaria, un hormiguero de reminiscencias, autoengaños, proyecciones y generalizaciones que ha suplantado lo que ha ocurrido en esos pocos años. Claro, una cosa es lo que ocurrió y otra lo que cada uno ---en función de cómo le fue---cree que ocurrió.Y una cosa son los notables y otra las gentes del común. El libro lleva la dedicatoria A los desaparecidos. No hay por qué tomarlo como un  desplante cínico. En la pág. 229, hablando del movimiento del 68, escribe que, al margen de los que, como se suele decir, hicieron carrera, hay que recordar a esa mayoría que pronto cayó en el olvido. Nadie menciona los nombres de los que terminaron en el cenagal de las drogas, la cárcel o el psiquiátrico. no pocos se suicidaron. Vale. Concedido.