jueves, 24 de noviembre de 2016

EL CHUTE DEL REICH






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Norman Ohler. El gran delirio. Hitler, drogas y el tercer Reich. Barcelona. Crítica, 2016. 325 pp. Traducción de Héctor Piquer.


            Que los ejércitos ---siempre, pero sobre todo los modernos--habían recurrido a algún tipo de drogas para insensibilizarse, brutalizarse aún más, darse valor en el combate o simplemente  para soportar la tensión de éste, era cosa bien sabida. Pero de lo que nos enteramos, gracias a este serio, exhaustivo y muy documentado ensayo del joven estudioso alemán, es de que, durante la Segunda Guerra, la Wermacht acudió, de manera masiva y con métodos y mecanismos perfectamente planeados y organizados por las altas instancias, a casi toda la panoplia posible de estupefacientes y psicóticos para poder llevar a cabo, con la mayor eficacia posible, no solo la fulgurante Blitzkrieg  de los primeros meses de la contienda, sino la mayor parte de operaciones militares hasta el el fin de las hostilidades (también y sobre todo en el Ostfront, donde el poderío militar nazi empezó a ver palidecer su estrella). Pero hay más: no solo se drogó--- desde arriba primero, y luego ellos mismos---a cientos de miles de oficiales y soldados, sino también a buena parte de la población civil, que, por las mismas razones que los uniformados, acabó igual de enganchada.

       
   La metanfetamina, comercializada con el nombre de Pervitin por los laboratorios Temmler, era ya de consumo masivo en la Alemania de fines de los años treinta, luego de que el director químico de esa empresa, del doctor Hauschild, hubiera quedado impresionado por los éxitos de los deportistas americanos en la Olimpiada de 1936, achacables sin duda alguna a la Bencedrina, un tipo de antetamina estadounidense, que los alemanes se apresuraron a imitar y superar. La metanfetamina no solo vierte los neurotransmisores en las hendiduras sinápticas, sino que además bloquea su reposición; por ello los efectos duran mucho tiempo: las neuronas se aceleran  y la verborrea y la excitación se dispara. Desaparece el miedo y la conciencia moral, pero una dosis fuerte puede provocar transtornos de lenguaje, déficit de atención y, en circunstancias extremas, una descomposición cerebral generalizada.Ya en la primavera de 1940, con la invasión de Francia y el Benelux, numerosos jefes de unidades solicitaron miles de dosis para la soldadesca. Anota Ohler ---con encomiable sentido del humor, que es una de las virtudes, y no la menor, de su libro: No eran las "tempestades de acero" narradas por Jünger en sus memorias sobre la Primera Guerra Mundial, sino verdaderas tormentas químicas mezcladas con lluvias de ideas eufóricas que aumentaban al máximo el nivel de actividad .(...)Descarga tras descarga, la meta se encendía en los cerebros, los neurotransmisores arremetían como proyectiles, retumbaban, reventaban y derramaban su cargamento explosivo: las vías nerviosas se convulsionaban, los huecos neuronales se encendían, solo se oían silbidos y zumbidos (pp. 90-91)

           Con todo, ese no es el asunto central del libro. Lo es la peculiar relación que unió a Hitler y a su médico personal, Theo Morell, desde que aquel lo nombrara para el cargo tras haberlo conocido casualmente en una velada en la casa muniquesa de Heinrich Hoffmann, el fotógrafo oficial de la alta jerarquía nazi. Durante esa cena en casa de los Hoffmann, el tirano se entera de que el dermatólogo berlinés  es nada menos que el médico de moda entre la élite de la capital y de que había recientemente curado a Hoffmann de una inflamación de pelvis causada por una gonorrea. De inmediato, Hitler lo cita en su residencia de Berchtesgaden, en los Alpes bávaros, y allí le confiesa que tras cualquier comida un poco más copiosa de lo normal, sufre de atroces flatulencias acompañadas de eccemas en las piernas, que le originaban agudos picores, hasta el punto de impedirle llevar botas.El médico --calvo, mofletudo, con gafas de culo de vaso y con la frente constantemente bañada en sudor --- le receta Mutaflor, un preparado bacteriano inventado por un médico bacteriólogo de Friburgo, Nissle, amigo suyo, y al parecer en pocos días el Führer vio aliviadas sus malas digestiones.

            Desde ese momento Morell es su médico privado y nace entre ellos una relación de intimidad y de máxima confianza (Hitler se solía referir a Morell, entre su círculo más próximo, como mi doctorcito ). Una relación extremadamente perversa, hecha de dependencia mutua, adulación, servilismo, e incluso no exenta de ciertos ribetes de larvado enamoramiento y sadomasoquismo, puesto que Morell acabaría haciéndose, al menos en parte,  dueño de la voluntad
del tirano, hasta que, ya al final éste, pocas semanas antes de suicidarse, muy destruido por la química y del todo paranoico, acabara por despedirlo. Atrás quedaban nueve años en que el médico atiborró a Hitler, mediante inyecciones intravenosas, de toda suerte de estupefacientes, sobre todo cocaína (que tuvo que dejar de administrarle a los pocos meses porque el jefe supremo ya estaba absolutamente colgao  de la farlopa), metanfetamina y Eukodal, un narcótico tan fuerte como la heroína. Morell convirtió al Führer (el "Paciente A" en las numerosas notas que día a día escribía el galeno en sus diarios) en un politoxicómano. También trataba a Eva Braun. A Hitler le administraba testosterona para aumentar la libido, a su amante le daba medicamentos para cortarle el periodo, con el fin de que fluyera la química ---literalmente---entre ambos y propiciar así(...) por lo menos el éxito sexual (p.176).  El médico tuvo mal fin: apresado por una patrulla americana  en la aldea bávara en la que se había escondido, interrogado ---y probablemente también torturado-- ,sin que se le sacase información relevante alguna --ni siquiera se le obligó a personarse en el juicio de Nüremberg---acabó muriendo, pocos años después de acabada la guerra, en un hospital de Múnich, adonde lo llevo una enfermera medio judía, que se apiadó de él cuando lo encontró en la calle descalzo, hambriento, aterido de frío y en pleno proceso ya de descomposición mental.

         Cuenta Ohler en los primeros capítulos cómo Alemania, a la que califica como país de drogas, se convirtió ya desde fines del XIX, desde que Felix Hoffmann, químico de la Bayer, sintetizara el ácido acetilsalicílico a partir de un principio activo de la corteza del sauce, en la sede de la más potente industria e investigación química del mundo, y cómo en los años de Weimar, con la agudísima crisis social que los caracterizó, en las grandes ciudades, y en Berlín sobre todo, miles de individuos de todas las capas sociales buscaban una salida en cualquier forma de desenfreno y evasión, fuera la pornografía, el alcohol o el consumo de todo tipo de estupefacientes, todos ellos legales y adquiribles a bajo precio. Ya Döblin en su Berlin Alexanderplatz se refería a la capital alemana como la ramera de Babilonia y anota Ohler el dato de que a mediados de los años veinte no menos del 40% de los médicos berlineses eran morfinómanos. Posteriormente demuestra el autor, ya he dicho que con rotunda documentación, proveniente de múltiples archivos médicos y militares,cómo, pesar de  la prohibición oficial, y no sin contradicciones y conflictos de criterio y jurisdicciones entre no pocas autoridades nazis, se facilitó ( por lo menos hasta el último año de guerra, en que la falta de materias primas no permitía ya la fabricación de droga alguna) una especie de chute general, tanto en el ejército como en la ciudadanía.

          Desde antes de la toma del poder, y en realidad desde los inicios mismos del NSDAP, los ideólogos y dirigentes nazis supieron montar todo  un sistema de propaganda, ya en pleno contexto de agitación racista y antisemita, basado en la consecución de una nación sana, en que se exhortaba al ciudadano alemán a poner toda su existencia al servicio de su pueblo y a denunciar a cualquier toxicómano del tipo que fuera. En 1933 las Drogas fueron declaradas ilegales y perseguidas con saña, sin excluir  tratamientos de desintoxicación obligatorios, rápidos y forzosos, e incluso algunos casos ---pocos al principio---de ingresos en campos de concentración. Pero ya se ha mencionado cómo esas medidas no solo no disminuyeron un ápice la tendencia al consumo de drogas de amplias capas de la población, sino que en cierto modo la exacerbaron.  Es más, la ansiedad y el shock masivos a resultas de la guerra llevó a parte de la élite nazi al convencimiento de que tan solo con una drogadicción general sería posible mantener, o contener hasta donde fuera posible, el terrible desgaste psíquico de la guerra. Fácil es suponer que todo acabaría como el rosario de la aurora. Desde la segunda mitad del 44, los alemanes solo cosechaban derrotas: habían sido expulsados de Rusia, de los Balcanes, casi también de Italia y para más inri los americanos ya habían entrado en el territorio del Reich por Tréveris. Un comandante de unidad blindada informa a la superioridad: Conducimos sin parar hasta salir de Rusia. Hacemos relevos cada 100 kilómetros, tragamos pervitina y aguantamos hasta repostar (p.217). En los últimos meses de la guerra la produccción de drogas era ya muy complicada; con todo, aun en 1944 la Temmler envió una carta al Comisario General para la Sanidad e Higiene Pública,en la que se le solicita remesas de efedrina, cloroformo y cloruro de hidrógeno para producir pervitina. Con grandes dificultades y problemas logísticos, lo que todavía se podía producir se había trasladado al pequeño pueblo de Meisenheim, a las instalaciones abandonadas de una fábrica de cerveza: así, las dos drogas favoritas de los alemanes en tiempos de guerra---la cerveza y la metanfetamina---se elaboraron bajo un mismo techo durante un tiempo (p 218).

           Una breve consideración final, metódica y que considero de la máxima importancia, Lo consigno porque creo que es la primera vez que lo veo así escrito y formulado y me parece muy de agradecer. Algo que a mí me ha parecido obvio y de sentido común desde hace muchos años:en el prólogo ---pág. 11--se advierte del riesgo de que el lector ---el más ingenuo---se crea todo esto demasiado al pie de la letra y construya así una leyenda histórica más. Pero resulta que la historiografía nunca es solo ---ni siquiera primordialmente-- ciencia, sino que es sobre todo, ficción. No hay libros de no ficción, Y no los hay porque la propia clasificación de los hechos es un proceso creativo en sí mismo o---como mínimo, se apoya e modelos interpretativos sometidos a influencias culturales externas---Concienciarse de que la historiografía es, en el mejor de los casos, literatura, reduce el peligro de engaño durante la lectura. Pues eso.

domingo, 20 de noviembre de 2016


LA GUERRA DE LOS LISTOS





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Curzio Malaparte. Kaputt. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2009. Traducción de David Paradela. 511pág.

         Escrita entre 1941 y 1944 y con una curiosa y zigzagueante peripecia editorial en su publicación, de la que informa convenientemente el hábil y esforzado traductor en el prólogo, la presente novela es sin duda de las que vale la pena que se lean. Y le dedico esos dos adjetivos al traductor porque creo en verdad que ha logrado dar un excelente texto español para esta novela atípica y compleja, en la que además Paradela ha tenido el buen criterio de dejar sin traducir los numerosos fragmentos, expresiones o palabras aisladas que hay en el libro en lenguas distintas del italiano (sobre todo, en francés, pero también en rumano, finés y sueco), por muy buenas razones, que también explica con acierto y que se refieren en lo esencial a que de este modo se consigue trasladar el efecto---que sin duda estaba ya en la intención, consciente o no, de Malaparte ---de babélico mosaico europeo en los años treinta, mosaico que coincidió con la pavorosa ola de horror, barbarie y degradación moral que se abatió sobre Europa con ocasión de la Segunda Guerra.


          Redactada íntegramente en primera persona, por un narrador lábil y sinuoso, siempre metido de hoz y coz en los hechos que narra, disfrazado mitad de cronista bélico mitad de intelectual observador, que se mueve como pez en el agua entre los centros de decisión de los poderosos y que, si bien es capaz a veces de sentir la compasión y la piedad, no es menos cierto que es asimismo lo suficiente honrado como para saberse no demasiado distinto, en la fibra más íntima de su catadura moral, de la mayoría de los otros personajes. Algunos de los cuales, dicho sea de paso, parecen corresponderse, al menos de nombre, con personajes históricos o reales, como algunos diplomáticos y escritores de la época, ciertos aristócratas y algunos altos oficiales fineses y alemanes.  De Agustín de Foxá, por ejemplo,  se ofrece aquí un memorable retrato, sobre todo p. 228 y ss,  aunque aparece muy a menudo: provocador, alcohólico, descarnadamente cínico y de brillante inteligencia, que lo mismo dice admirar los Diarios de Azaña, que asegura haber leído, como deja caer, sotto voce, lo mismo por cierto que el narrador, su secreta simpatía por los soviéticos y el no menos secreto deseo de que sean ellos quienes acaben ganando la guerra.

         La materia narrada se inscribe, en un continuo balanceo y vaivén entre uno y otro contexto, tanto en los frentes de batalla de media Europa (Finlandia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rumanía) como en los bien resguardados medios y ambientes de la retaguardia, de las cancillerías, los cuarteles generales y los palacios de la nobleza, sobre todo la morosa descripción de las veladas en la embajada finesa en la neutral Suecia, los palacios de la aristocracia romana y el palacete que sirve de residencia a Fischer, máximo jerarca nazi en la Varsovia ocupada. Y todo, pero de modo esencial en los pasajes descriptivos y en buena parte de los diálogos, haciendo alarde de una tupida diversidad de referencias culturales y literarias, de la arquitectura finlandesa del XIX a la geografía urbana de Varsovia, de las peculiaridades rítmicas de la épica coral eslava a las eddas escandinavas o la gastronomía tradicional rumana, que no pueden menos que dar al lector una información a menudo provechosa y sobremanera útil y que además en absoluto rompen o cortocircuitan, antes al contrario, el trepidante ritmo de la novela.

        Novela que se halla entre lo más duro y cruel ---pero en múltiples trechos también, por paradójico que parezca, entre lo más hermoso--- de lo que uno ha alcanzado a leer entre la enorme turbamulta de publicaciones, literarias o no, que generó la Guerra del 39-45. Kaputt  resiste bien la comparación, a este respecto, con no importa qué y no desmerece en modo alguno de, por ejemplo,  pienso ahora, a bote pronto, ciertas zonas del Grossman de Tiempo de guerra o de un ensayo tan soberbio como el relativamente reciente Continente salvaje de Keith Lowe.

         Maneja Malaparte con igual maestría, me parece, todos los registros, desde la descripción ceñida y detallista hasta la pintura esperpéntica o la caricaturización grotesca de un personaje o situación, o los diálogos elegantes e hipercultos, llenos a la vez de sobreentendidos irónicos, la mostración de lo horroroso y lo cruel o la pura poesía. Valga como ejemplo de lo que digo la estremecedora descripción del ghetto de Varsovia (pp. 116 y ss.), los bombardeos aliados en Nápoles, casi al final de la novela o---casi sin solución de continuidad con lo primero---el banquete de los capitostes nazis, y de algunas de sus mujeres, amantes, soplones y aduladores, en el palacete de Fischer, que comparece como hombre cultivado pero al que al mismo tiempo se considera un psicópata infantiloide (pp.129 y ss.). El lector podrá también asistir a las infames pruebas de lectura a las que un coronel de las SS somete a grupos de prisioneros soviéticos, pp.264-71, la grotesca y lograda caricatura de Himmler en la sauna, p. 424, el terrible espectáculo de los soldados alemanes sin párpados, porque, quemado por el terrible frío de la estepa, el párpado puede llegar a desprenderse como una piel muerta, pág 328), la tremebunda anécdota del sanguinario Ante Pavelic, el caudillo de los ustache croatas, que le muestra al narrador y al embajador de Italia una cesta con lo que parecen viscosas y gelatinosas ostras, pero que resultan ser ojos humanos que han arrancado a los prisioneros (p.352), la horrenda y maravillosa visión de  los caballos congelados en el lago Ladoga, al pie de Leningrado (p. 74: El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos aún ardía la llama blanca del terror (...) Parecían los caballos de madera de un tiovivo (...) una escena de un cuadro de El Bosco.).  No menos espléndido arte literario y/o intensidad dramática tienen la descripción de la muchacha Ilse, p.342, urdida con un empedrado de metáforas gongorinas, y la más pura poesía (en medio del horror) salta en la hermosísima fábula del niño ruso miliciano y el oficial nazi del ojo de cristal, p.336-40, o el juego de traiciones mutuas, delealtades y soterradas luchas por el poder entre los decadentes figurones de la aristocracia romana y algunos altos funcionarios fascistas, Ciano et alii, dignos, en su perspicacia psicológica y maestría narrativa, de un Stendhal o un Flaubert.

       Lo que decía al principio: una de las novelas (más bien pocas, de las miles y miles que circulan por ahí, y eso que yo ésta la he llegado a conocer bastante tarde) que bien vale la pena el trabajo ---y el placer---de leerla.



































































































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Curzio Malaparte. Kaputt. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2009. Traducción de David Paradela. 511pág.


         Escrita entre 1941 y 1944 y con una curiosa y zigzagueante peripecia editorial en su publicación, de la que informa convenientemente el hábil y esforzado traductor en el prólogo, la presente novela es sin duda de las que vale la pena que se lean. Y le dedico esos dos adjetivos al traductor porque creo en verdad que ha logrado dar un excelente texto español para esta novela atípica y compleja, en la que además Paradela ha tenido el buen criterio de dejar sin traducir los numerosos fragmentos, expresiones o palabras aisladas que hay en el libro en lenguas distintas del italiano (sobre todo, en francés, pero también en rumano, finés y sueco), por muy buenas razones, que también explica con acierto y que se refieren en lo esencial a que de este modo se consigue trasladar el efecto---que sin duda estaba ya en la intención, consciente o no, de Malaparte ---de babélico mosaico europeo en los años treinta, mosaico que coincidió con la pavorosa ola de horror, barbarie y degradación moral que se abatió sobre Europa con ocasión de la Segunda Guerra.



          Redactada íntegramente en primera persona, por un narrador lábil y sinuoso, siempre metido de hoz y coz en los hechos que narra, disfrazado mitad de cronista bélico mitad de intelectual observador, que se mueve como pez en el agua entre los centros de decisión de los poderosos y que, si bien es capaz a veces de sentir la compasión y la piedad, no es menos cierto que es asimismo lo suficiente honrado como para saberse no demasiado distinto, en la fibra más íntima de su catadura moral, de la mayoría de los otros personajes. Algunos de los cuales, dicho sea de paso, parecen corresponderse, al menos de nombre, con personajes históricos o reales, como algunos diplomáticos y escritores de la época, ciertos aristócratas y algunos altos oficiales fineses y alemanes.  De Agustín de Foxá, por ejemplo,  se ofrece aquí un memorable retrato, sobre todo p. 228 y ss,  aunque aparece muy a menudo: provocador, alcohólico, descarnadamente cínico y de brillante inteligencia, que lo mismo dice admirar los Diarios de Azaña, que asegura haber leído, como deja caer, sotto voce, lo mismo por cierto que el narrador, su secreta simpatía por los soviéticos y el no menos secreto deseo de que sean ellos quienes acaben ganando la guerra.



         La materia narrada se inscribe, en un continuo balanceo y vaivén entre uno y otro contexto, tanto en los frentes de batalla de media Europa (Finlandia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Rumanía) como en los bien resguardados medios y ambientes de la retaguardia, de las cancillerías, los cuarteles generales y los palacios de la nobleza, sobre todo la morosa descripción de las veladas en la embajada finesa en la neutral Suecia, los palacios de la aristocracia romana y el palacete que sirve de residencia a Fischer, máximo jerarca nazi en la Varsovia ocupada. Y todo, pero de modo esencial en los pasajes descriptivos y en buena parte de los diálogos, haciendo alarde de una tupida diversidad de referencias culturales y literarias, de la arquitectura finlandesa del XIX a la geografía urbana de Varsovia, de las peculiaridades rítmicas de la épica coral eslava a las eddas escandinavas o la gastronomía tradicional rumana, que no pueden menos que dar al lector una información a menudo provechosa y sobremanera útil y que además en absoluto rompen o cortocircuitan, antes al contrario, el trepidante ritmo de la novela.



        Novela que se halla entre lo más duro y cruel ---pero en múltiples trechos también, por paradójico que parezca, entre lo más hermoso--- de lo que uno ha alcanzado a leer entre la enorme turbamulta de publicaciones, literarias o no, que generó la Guerra del 39-45. Kaputt  resiste bien la comparación, a este respecto, con no importa qué y no desmerece en modo alguno de, por ejemplo,  pienso ahora, a bote pronto, ciertas zonas del Grossman de Tiempo de guerra o de un ensayo tan soberbio como el relativamente reciente Continente salvaje de Keith Lowe.



         Maneja Malaparte con igual maestría, me parece, todos los registros, desde la descripción ceñida y detallista hasta la pintura esperpéntica o la caricaturización grotesca de un personaje o situación, o los diálogos elegantes e hipercultos, llenos a la vez de sobreentendidos irónicos, la mostración de lo horroroso y lo cruel o la pura poesía. Valga como ejemplo de lo que digo la estremecedora descripción del ghetto de Varsovia (pp. 116 y ss.), los bombardeos aliados en Nápoles, casi al final de la novela o---casi sin solución de continuidad con lo primero---el banquete de los capitostes nazis, y de algunas de sus mujeres, amantes, soplones y aduladores, en el palacete de Fischer, que comparece como hombre cultivado pero al que al mismo tiempo se considera un psicópata infantiloide (pp.129 y ss.). El lector podrá también asistir a las infames pruebas de lectura a las que un coronel de las SS somete a grupos de prisioneros soviéticos, pp.264-71, la grotesca y lograda caricatura de Himmler en la sauna, p. 424, el terrible espectáculo de los soldados alemanes sin párpados, porque, quemado por el terrible frío de la estepa, el párpado puede llegar a desprenderse como una piel muerta, pág 328), la tremebunda anécdota del sanguinario Ante Pavelic, el caudillo de los ustache croatas, que le muestra al narrador y al embajador de Italia una cesta con lo que parecen viscosas y gelatinosas ostras, pero que resultan ser ojos humanos que han arrancado a los prisioneros (p.352), la horrenda y maravillosa visión de  los caballos congelados en el lago Ladoga, al pie de Leningrado (p. 74: El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos aún ardía la llama blanca del terror (...) Parecían los caballos de madera de un tiovivo (...) una escena de un cuadro de El Bosco.).  No menos espléndido arte literario y/o intensidad dramática tienen la descripción de la muchacha Ilse, p.342, urdida con un empedrado de metáforas gongorinas, y la más pura poesía (en medio del horror) salta en la hermosísima fábula del niño ruso miliciano y el oficial nazi del ojo de cristal, p.336-40, o el juego de traiciones mutuas, delealtades y soterradas luchas por el poder entre los decadentes figurones de la aristocracia romana y algunos altos funcionarios fascistas, Ciano et alii, dignos, en su perspicacia psicológica y maestría narrativa, de un Stendhal o un Flaubert.



       Lo que decía al principio: una de las novelas (más bien pocas, de las miles y miles que circulan por ahí, y eso que yo ésta la he llegado a conocer bastante tarde) que bien vale la pena el trabajo ---y el placer---de leerla.

miércoles, 19 de octubre de 2016

LENINGRADO: LA SINFONÍA Y EL CERCO

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Brian Moynahan, Leningrado.Traducción de Alejandro Pradera. Barcelona. Galaxia              Gutenberg. 2015. 540 págs.











              Enriquecida con un copioso aparato de notas, fotografías, índices y bibliografía, amén de tres o cuatro páginas al principio que incluyen una relación de Dramatis Personae--- como escribe con acierto el autor, imitando el encabezamiento de las piezas de teatro clásicas o canónicas y reconociendo así que su relato podría  leerse casi al modo de una tragedia al modo griego---, desde Isaak Glikman , el erudito y catedrático del Conservatorio de Leningrado, uno de los  amigos íntimos y confidentes de Shostakóvich,  hasta Meyerhold, el actor y director teatral peterburgués torturado y asesinado por la NKVD,  el joven historiador británico ha urdido esta espléndida monografía a caballo entre el ensayo histórico- bélico, la biografía y la especulación musicológica.









             Se trata aquí de contar las circunstancias en que el gran Dmitri Shostakóvich alcanzó a idear y componer su Séptima Sinfonía, en el terrible contexto de los fuegos cruzados del terror staliniano y del espantoso asedio nazi de 1941-43. El libro, admirable por su rigor y riqueza interpretativa, me ha parecido de fascinante lectura, no solo porque ahonda el gigantesco drama colectivo de la carnicería de 1939-45 (sobre la que, pese a las miles de páginas que se han escrito, no dejan de aparecer de continuo nuevos datos, exégesis y testimonios), sino porque ayuda a entender la espinosa cuestión ( ya tratada con admirable inteligencia en más de un libro memorable, y me viene a la cabeza ahora, por ejemplo, La muerte de Virgilio, de Broch) de la relación ---casi siempre problemática, a menudo sangrienta y devastadora---entre el Artista y el Poder, o quizá mejor entre las artes y la política, que, como ya supo Clausewitz hace en lo atinente  mucho tiempo, no es sino la prolongación de la Guerra por otras vías (y también al revés, claro).











             Dividido en 15 capítulos, cada uno de los cuales con un título ruso y su traducción ( Repressii/ El Terror), el texto se configura él mismo como una especie de partitura o escritura musical donde al relato de las peripecias bélicas, con las horribles penalidades de la población civil, aún mayores si cabe que las de los soldados, viene a contraponerse, en una suerte de contrapunto, el drama personal del músico, sus miedos y sus fantasías, su ansia de sobrevivir y su fidelidad y entrega a su genio y a su arte. Y de este modo, por ejemplo, ya en las pp. 56-63 el alucinante relato, muy pormenorizado, del terror contra la élite del Ejercito Rojo (y el autor no se ahorra algunos detalles de las tremebundas torturas a las que Nikolái Yezhov, apodado por la gente el enano diabólico, entonces jefe de la NKVD, y cuatro ayudantes sometieron al mariscal Tujachevski, los días anteriores a que lo asesinaran y arrojaran su cadáver a las zanjas de un edificio en construcción).






              Pese a que el libro no implica demasiadas novedades en lo que respecta a los episodios bélicos en sí, muy estudiados por la historiografía, tanto rusa como occidental, en las últimas décadas ---la salvaje brutalidad del cerco durante los novecientos y pico días de asedio nazi, las catastróficas consecuencias de las decisiones militares tomadas por el gran estratega del Kremlin, la llegada de Zhikov para encargarse de la defensa, que en algo mejoró las penalidades de los sitiados, la casi inconcebible perversidad de la represión del Régimen contra su propio pueblo (estaban aún muy recientes las purgas de 1936-37, que muy probablemente dejaron, solo en el oblast de Leningrado y en el segundo de los años antecitados no menos de 100.000 víctimas, entre asesinados y enviados al Gulag, sí se hace útil y provechosos, como ya sugerí al principio, en lo atinente a cómo el genio creador del gran Arte, del de verdad, parece levantarse y resplandecer aún más cuanto mayores y más terribles son las dificultades en las que se tiene que desarrollar. Aquí no se sabe si fue peor la guerra en sentido estricto o la omnipotencia de una dictadura particularmente asesina y demoníaca.






               Y así, conmueve leer cómo, y es un ejemplo entre cientos, la poetisa Olga Bergholz (pp. 109 y ss.), ella misma víctima de la represión ---en 1938 su marido había sido fusilado y ella, embarazada, había perdido a su bebé a consecuencia de los golpes recibidos de la policía---aún tenía el coraje de mecanografiar, semimuerta de hambre y frío y con los dedos paralizados, las alocuciones radiofónicas que luego leía por radio para tratar de levantar un poco la moral de la atormentada población, en una especie de arrebato de lo que Moynahan  se aventura a llamar patriotismo no forzado, que no niego, pero que me parece que puede recubrir otros sentimientos y afectos, aunque es lo cierto que cundió entonces entre millones de rusos que habían sufrido las atrocidades bolcheviques.








              El admirable genio creador del gran músico pareció agudizarse aún más en aquella situación. Siempre consciente de que en cualquier momento lo podían asesinar o, como poco, mandarlo a un campo, acabó sin embargo siendo evacuado con su familia a Asia Central por orden de Stalin, donde se le proporcionó un pequeño apartamento en el que podía seguir trabajando (en el momento de salir de la martirizada ciudad tenía ya muy avanzada la composición de la séptima) pese a que se le siguió vigilando con cierta discreción, pues ni el tirano ni los agentes de la NKVD se fiaron jamás del grado hasta donde podía llegar su fidelidad al Régimen.  Con todo, a mi juicio, lo más interesante del libro viene a resultar los pasajes (sobre todo en pp. 460-491) en que se narra el reforzamiento del cerco y asedio de la ciudad  en los mismos días en que se aceleran los preparativos para la ejecución de la Sinfonía en el mismo Leningrado, por unos músicos famélicos y semidesmayados que, en una sobrehumana grandeza, acertaron a tocarla  ---aunque pueda parecer increíble--- con maravillosa perfección y virtuosismo. Dice Moynahan, y esto también se puede creer que aquel concierto en la ciudad mártir puede considerarse (pág. 487) "el momento más grandioso y sin duda el más emocionante, de la historia de la música. Gracias a él, la gran ciudad a orillas del Nevá pudo conservar su alma artística frente a los intentos de aniquilación a manos de Stalin y de Hitler". Pues eso, sin duda una hermosa verdad.

          

             

    

jueves, 14 de abril de 2016

DEL ETERNO FEMENINO (KAFKIANO)

portada de 'Los amores de Franz Kafka'



Nahúm N. Glatzer. Los amores de Franz Kafka. Barcelona. Ediciones del subsuelo. 2015.


         Pretende este ensayo del profesor Glatzer, que fue, como tantos otros, un judío centroeuropeo emigrado a los USA a raíz de la eclosión del nazismo y que acabaría haciendo carrera académica en el stablishment universitario norteamericano, una interpretación del modo en que Kafka se enfrentó en su vida a eso que desde Goethe y sobre todo en el mundo germánico viene llamándose  Ewigbleiche, o sea, el eterno femenino. Se trata de una  imagen  que, como se sabe, aparece en el Fausto y que pretende iluminar el por muchos llamado ---pero siempre presunto--misterio  de la mujer, imagen que a mí siempre me ha parecido tan vaporosa como inasible.


         Hay que decir que el librito, aunque intelectualmente muy honrado y bien estructurado, parece tomar demasiado al pie de la letra muchas de las confesiones que Kafka vierte en sus diarios y correspondencia amorosa y que el autor cita profusamente. De muy amable ---y a veces deliciosa-- lectura, no he podido sin embargo evitar cierta incomodidad al final porque me ha dado la impresión de que se transmite una idea falsa en lo esencial de la sensibilidad kafkiana en este terreno. La tesis de fondo de Glatzer no es otra sino que el escritor siempre mantuvo una visión " negativa y pesimista" acerca de las mujeres, perpetuamente oscilante entre el miedo que le provocaban y la secreta e insufrible fascinación que en él suscitaban, y que, en definitiva, "sus sentimientos de culpa estaban ligados a sus fracasos como amante" (pág.20).

        Pero me temo que el asunto es más complejo. Kafka fue sin duda compulsivamente enamoradizo, pero no tan puritano ni ingenuo como Glatzer parece creer: tuvo, según la mayor parte de sus biógrafos y tal como se consigna alguna vez en sus diarios,bastantes contactos con prostitutas, y en una carta a Alexander Schocken, fechada en abril de 1940 (y que el mismo Glatzer cita en pág.62)  una de sus amantes, Grete Bloch, reveló que era madre de un hijo concebido de Kafka en 1914. El de Praga fue hombre mucho más racional y pragmático, mucho menos fantasioso de lo que toda una tradición interpretativa ha supuesto. Escritor de genio que alcanzó a urdir una breve pero admirable obra que constituye una densa, multiforme y sostenida metáfora del Poder, tuvo siempre, como suele decirse, los pies bien asentados en la tierra. No hay que olvidar que su formación fue esencialmente jurídica y que se ganó la vida en una prestigiosa empresa que hoy llamaríamos multinacional ---y se tomaba su trabajo muy en serio--- redactando informes, tan puntillosos como técnicos, sobre seguros y accidentes de trabajo

         En extremo consciente de la tiranía de las convenciones sociales y de lo que suponía la institución matrimonial para el mundo de la burguesía centroeuropea, no me cabe duda de que intuía que, dado lo peculiar de su contextura anímica, para él el matrimonio significaría la ruina y el abandono de su vocación de escritor. Y fue eso y no otro tipo de consideraciones lo que lo llevó a evitarlo. En un lugar de sus Diarios ---pero ahora no tengo la cita literal porque soy incapaz de localizar el ejemplar en mi biblioteca--- llega a equiparar el matrimonio con el suicidio, y ya solo esto permite afirmar que Kafka no fue ningún pobre hombre en sus tratos con el mundo de las mujeres y que desde luego no se sintió nunca víctima de nadie ni de nada, salvo quizá, un poco como todos, de sus propias obsesiones y anhelos. Y en este sentido me parece que, en suma,  Kafka vino a representar un ejemplo bastante verosímil , acaso probado un poco por exageración ---y al contrario de lo que el amable ensayito del profesor Glatzer pretende demostrar--- de esta tan a menudo nuestra mísera condición masculina.

       

domingo, 14 de febrero de 2016

DEL LUMINOSO RESTALLAR DE LA INTELIGENCIA






Gabriel Ferrater. Noticias de libros. Barcelona. Península. 2012. 320 págs.





            Hace tres años y pico, en el otoño de 2012, se reeditó ---la primera edición, algo más reducida, la  hizo en 2000 el mismo sello editorial---este espléndido libro, en verdad una joya de inteligencia y pasión, que casi lo reconcilia a uno para siempre, olvidándose de tanta morralla como circula por ahí, con eso tan a menudo vagaroso y delicuescente que se ha venido llamando crítica literaria. Leyéndolo (a la semana de la primera lectura no pude menos que releerlo), he notado una especie de paladeo, ese, tan inequívoco y tan relativamente insólito, que deja en la boca el delicioso regusto a admiración y enriquecimiento y que, además de traerme a la memoria el que ya experimenté con Escritores de tres lenguas, 56 ensayos breves sobre otros tantos escritores que Ferrater redactara a fines de los cincuenta y principios de los sesenta para una nunca nacida enciclopedia de Literatura universal que proyectaba una editorial barcelonesa y que editó Empuries en 1994, me llevó a pasarme entera la tarde de ayer volviendo a leer ----y a sentir, como decía con algo de cursilería Juan Ramón Jiménez---buena parte de los memorables versos de Les dones i els dies.

          
Bien. Se trata ahora de 225 textos breves ---entre veinte líneas y cuatro páginas y media---divididos en tres secciones. Incluye la primera 23 informes, redactados originalmente en castellano entre 1961 y 1964 por encargo de Seix Barral, bloque al que se añaden, en apéndice, dos textos más sobre sendas obras de Cristopher Caldwell, redactados en catalán en 1965, y una larga carta a Jaime Salinas, que es en realidad una aguda y minuciosa noticia crítica sobre las traducciones españolas de Dashiell Hammett encargada por Alianza Editorial. La segunda agrupa 105 informes que Ferrater hizo, en inglés salvo diez que redactó directamente en alemán, para la Rowohlt Verlag de Hamburgo entre 1963 y 1964. La tercera, 96 informes que el autor hiciera en los dos últimos años de su vida (1969-1972) redactados en catalán también para Seix Barral justo cuando su hermano Joan ocupaba la dirección literaria de la editorial. Hay que decir que tanto la traducción al español de los textos no castellanos (debida a  Domingo Ródenas) como el prólogo (de Javier Aparicio Maydeu) me parecen espléndidos y no vienen sino a subrayar aún más, si es que tal cosa hacía falta, la excelencia del libro.



       Yo solo conozco una pequeñísima parte de los muchos libros y autores que Ferrater analiza, pero les aseguro que se aprende mucho leyendo estas reseñas (tanto al menos como se constata lo muchísimo que uno ignora). No creo que llegue ni al 3% de los aquí considerados los libros que el autor elogia (entre ellos, por citar alguno de los que yo sí he leído, Tiempo de silencio, así como El siglo de las luces de Carpentier) y aun así con no pocos matices y  prevenciones, pero lo que es más cierto es que cuando destroza o destripa un libro (y aquí hay de todo, desde meros productos de propaganda hasta la aberración de un lunático, la cagadita de un ignorante pretencioso o la pedantería narcisista de cualquier adicto al name-dropping) lo hace con más que sobradas razones y conocimiento de causa.





        Libro que, ya digo, constituye ejemplo eximio de capacidad crítica, de poder de discriminación y de claridad, de olfato infalible para las influencias y filiaciones ---y sobre todo para los plagios---y exactitud y claridad expositivas, adobado todo ello ---  además de situarse en los antípodas de toda pedantería--con una cultura en verdad enciclopédica. Qué diferencia con muchísimo de lo que rueda (ya entonces, y más hoy) por ahí, cuando cualquier cantamañanas semianalfabeto se permite perorar, en la prensa, en los libros y en la red, sobre cualquier cosa.  Enfrentado, como lector editorial, a la prueba de fuego del embarras du choix, de la dificultad de elegir, da Ferrater sobradas pruebas de lo competente y concienzudo de su trabajo, de la seriedad con que se lo tomaba y, en fin, de la hondura intuitiva y del certero sentido del matiz que adornaba su prodigiosa inteligencia moral, amén de su inmarcesible honestidad intelectual, que le lleva, por ejemplo, a reconocer que no se siente suficientemente versado en el asunto del libro que comenta (unas cuantas veces solo, y aún da la impresión de que es excesivamente modesto consigo mismo) o a dejar constancia ---como en 168-9, reseñando un  ensayo de Paul Roubiczek sobre los antecedentes digamos ideológicos del nazismo-- tras haber señalado las lagunas, incoherencias y candorosa ingenuidad del autor de que tiene respeto por la honestidad del profesor Roubiczek.  Es un cristiano declarado, pero, salvo quizá cuando trata de Nietzsche, nunca utiliza con sus temas malas artes, lo que es más de lo que puede decirse de muchos cristianos.
              Por no hablar de un sentido del humor y una capacidad para la ironía (por doquier, casi en cada página)  a menudo demoledores, hecho que convierte esta lectura en particularmente desternillante. Se podrían citar docenas de ejemplos, pero basta con una breve muestra. En la pág. 226, ante algo que pretende ser nada menos que una biografía del Che Guevara, debido a unos llamados Beckovic y Radovic: "Estos dos autores con nombre de pareja de clowns se han reunido en este librito para hacer honor a su nombre. La primera parte es una especie de guion televisivo (ese es el oficio de los dos hombres) que se titula Che como se podría titular steoptrococus, porque del Che solo hablan en una escena y con tanta oportunidad como del estreptococo", para acabar concluyendo "En Estados Unidos parece que esto es un arma de guerra fría (¿de cuánto era la subvención de la CIA?). Aquí ya tenemos La Codorniz. En la 226, comentando una novela histórica, L`Empereur Julien, del francés Benoist Méchin, y tras señalar los anacronismos forzados y la escandalosa impericia técnica del autor, con, por ejemplo, reproducción de discursos directos en escenas a las que nadie ha asistido, amén de una lengua de fotonovela cursi y la repetida explotación de los recursos más manidos de la novela histórica (de la mala, se entiende), acaba refiriéndose al pasaje del libro donde se habla de que el ejército de maniobra de los partos era muy temible porque lo componían cavaliers émérites; escribe al final Ferrater: "¿Es que a lo mejor habían pedido el reingreso después de la jubilación?. Y los caballos, ¿también eran jubilados?" En la 35, a propósito de una novela, Within and without, de un tal John Harvey : "Una estúpida novela comercial, de base pornográfica y estilo truculento, plagiado de James M. Cain". En la 144, sobre una especie de antología de literatura "simbolista" (y Ferrater casi prefiere no imaginarse lo que el autor puede entender por tal cosa) titulada Le miroir du merveilleux,  debida a un señor llamado Pierre Mabille, anota "Si tomamos primero lo del simbolismo, es necesaria toda la ingenuidad de un escritorzuelo francés para encontrar algún valor simbólico en el texto de Erskine Caldwell que dice lamedura de coño y significa lamedura de coño y ahí no hay más que eso". En la 66, a propósito de un ensayo antropológico sobre la cultura de unas islas del Pacífico de una dama americana, Elsa Blakely, se cita un aserto del texto --- "Y aunque el divorcio era frecuente, no existía la infidelidad marital"---que Ferrater apostilla con la estupenda verónica de "Me gustaría conocer el fundamento de esa expectativa tan encantadora". En la 122, sobre una novela, My earth, my sea, de Edmund Gilligan, tras haber tildado el producto literalmente de "basura, basura y además basura invendible", se desahoga con "La cosa solo podría interesar a una solterona soñadora para la que los chicos son solo animales de compañía ansiosamente deseados".  Un libro, en fin, de los que valen lo que pesan y de ,los que merecen mil veces leerse. Se lo recomiendo a cualquiera.