martes, 13 de enero de 2015

DESARBOLADO CARNAVAL







Juan Francisco Férré. Karnaval. Barcelona. Anagrama. 2012.



             Acabo de leer esta voluminosa novela (530 apretadas páginas) y he de confesar que si he llegado hasta el final es porque no está entre mis hábitos dejar los libros a medias, salvo si me asalta la tentación muy al principio. En este caso ocurrió ya muy avanzada la lectura. cuando de todos modos me picaba aún la curiosidad por comprobar si el autor era capaz de invertir siquiera un poco el tono de lo que me iba pareciendo demasiado saturador y repetitivo. Casi todo en esta novela es desmesurado ---ya se entiende que no en el mejor sentido de la palabra--- pero no todo resulta fallido o pedestre. La intención del autor está desde luego en los antípodas de lo que podría constituir una crónica o reportaje político, como queda claro desde las primeras páginas. Y así, aunque parta  del caso real --- que en su día llenó los titulares de los periódicos de todo el mundo y que dio lugar a una también desmesurada orgia político-mediática, sin duda por el gratificante morbo que a casi cualquier prójimo brinda el ver caer en desgracia a un poderoso al que en el fondo, y no demasiado en el fondo, casi todos envidian--- de Dominique Stauss-Kahn, director entonces del FMI y dirigente socialista francés que aspiraba a la Presidencia de su país, al que se pilló en un renuncio cuando intentó violar a una camarera negra del lujoso hotel neoyorquino donde se alojaba, se aplica  Ferré a urdir una tupida fábula alegórico-política que sin duda pretende ser metáfora e ilustración del mundo que vivimos, de los mecanismos del Poder, los embelecos del consumo y la publicidad, la crueldad y podredumbre de los poderosos y la docilidad y borreguería de las masas o, para decirlo más sintéticamente-- y así, con mayúscula inicial---el Orden del Capital.


           El relato se estructura en 46 capítulos o movimientos, con mucha variedad de voces narrativas, pues unas veces habla el personaje central (al que se llama siempre el Dios K.),  otras algunas de sus amantes, su mujer Nicole,  el vagabundo negro Hogg,  el espiritista, el Emperador (y en el capítulo 24, pp. 215-276, una larga serie de personajes reales, desde Chomsky hasta Harold Bloom, puesto que esta parte se concibe como una especie de magazine de  plató televisivo donde aquellos  peroran sobre el asunto), y otras en fin, un narrador externo. En cada una de esas partes o fragmentos el Dios K. adopta una máscara o metamorfosis diferente, que va del cínico despiadado al arrepentido masoquista y convulso, del libertino obseso y cruel --con la gélida frialdad analítica de un héroe sadiano-- al intelectual crítico con el sistema, del anarquista místico a lo Tolstoi al consejero áulico de las grandes instancias de poder, o desde  brujo endemoniado a ejemplar marido y padre de familia, pasando por paria callejero que oficia de visionario revolucionario y aún otras muchas más. Delirante concierto polifónico de voces ordenadas de acuerdo a un plan en exceso repetitivo y mecánico, que quizá no saturaría si no aparecieran todas urdidas con los mismos mimbres y el mismo pie, la misma prosa correcta, sí, pero donde se ve demasiado el adjetivo previsible y el epíteto gastado y donde llega a cargar la sobreabundancia de descripciones, aparentemente eróticas pero en realidad parapornográficas, que hubieran quedado mejor (pues hay que reconocer que en este terreno el autor tiene cierta gracia) si se hubiera recurrido mucho menos a ellas. Es como si Ferré, descubierto el método (y el truco) se hubiera aferrado a él repitiéndolo alegremente y llenando  casi por inercia docenas de páginas, cuando a la novela le sobra bastantes .Por lo menos el último centenar y el cap. 14, un flash-back concebido al modo de relato interpolado que recuerda, en el fraseo, en la peculiar crueldad irónica  del tratamiento de los personajes y hasta en expresiones literales,  algunos pasajes de Houllebecq. El que K. acabe al final como acaba poco importa, pues podría haber acabado de otra manera y  el resultado ni había mejorado ni se hubiese mayormente resentido. En  otro tipo de consideraciones, la moraleja política que subyace resulta tan demasiado obvia, chata y consabida que  tampoco va a inquietar en demasía al Orden Establecido.

              Lo más reseñable del libro, y lo escrito con mejor pulso, me ha parecido el desopilante episodio del exorcismo (pp. 301-318), en que un experto jesuita, el Padre Padroni, cura  a K. de su priapismo y sus obsesiones sexuales haciéndole expulsar por el culo unos grandes huevos multicolores que luego el buen padre (que aprovecha,  dicho sea de paso, el alelamiento de la mujer de K, Nicole,  hechizada espectadora del espectáculo, para sobarla a placer, y he de decir que casi no hay pasaje en todo el texto que no concluya con el numerito seudoerótico) da a incubar a unos dragones que tiene encerrados en el sótano de su residencia. Y lo más lúcido  alguna de las cartas que K. escribe desde su prisión domiciliaria a grandes personajes , como la dirigida al papa Ratzinger, donde se argumenta con bastante sutileza acerca de cómo tanto la Religión (cristiana o cualquier otra) como el Orden político-económico se sustentan ambos por la Fe (suponiendo, lo que es mucho suponer, que la primera no sea ya descaradamente un simple envoltorio del segundo).

           Ignoro si al autor le ha costado mucho trabajo escribirla (ya he dicho que a mí un poquitín acabarla). Supongo que sí, pues llenar quinientas y pico páginas no es, en cualquier caso, moco de pavo, y hay que agradecerle el esfuerzo, en aras de la causa de la literatura. Tiene imaginación, solo que focalizada o excesivamente orientada hacia ciertos asuntos No había leído nada antes de él. Un amigo de cuyo criterio me fío bastante me dice que Providence, la anterior novela de Ferré, adolece de lo mismo de que adolece ésta. Esperemos que en el futuro el autor nos obsequie con algo más gozoso y digerible.