miércoles, 5 de agosto de 2015

VERSO FIEL







Leopoldo de Luis. Obra poética (1946-2003). Madrid. Visor.  2 vol.635 págs.


 

Reproduzco aquí, con leves correcciones, la reseña que en su día publicara Revista de libros, septiembre de 2004, y que una antigua amiga, enzarzada ahora en una tesis doctoral sobre la poesía española de los años cincuenta y sesenta me había pedido leer porque  ---me aclaró, ante mi extrañeza---no encontraba por parte alguna. Valga lo que valiere y le sirva a ella para lo que sea, aquí la reescribo, ya digo que con algún leve retoque.

 

Lo que más llama la atención al hojear los dos extensos volúmenes de este sobreviviente (todavía en 2004, no ya en estos momentos) de la llamada Generación del 36 acaso sea la paciente continuidad y dedicación, como de esforzado artesano, a la práctica del oficio (y esa figura del obrero  que se aplica y vuelca en su tarea aparece, a modo casi de no sé si autocomplaciente retrato en no pocos de estos poemas, sobre todo en aquellos incluidos por el autor en diversas antologías) y la fidelidad a una visión del mundo que estaba en lo esencial ya formada en sus primeros libros y no ha hecho sino acrecentarse con los años, ganando sin duda en profundidad y extensión, pero sin librarse ---parece casi inevitable en obra tan dilatada: una treintena de libros en casi cincuenta años de escritura---de ciertas dosis de repeticiones y algún que otro merodeo por los despeñaderos de lo banal.

 

Es la poesía de este autor en su mayoría de tono elegíaco y dicción grave y reposada (y en algunas ocasiones también acartonadamente solemne), con ese aire existencial, tan de postguerray esa sordina moral y a veces moralizante que no resulta difícil percibir y que abarca casi todos sus registros temáticos y sentimentales, desde la luminosa ternura de su primeriza Aba del hijo hasta el sombrío rumiar de la segunda parte de Los horizontes o de Elegía de otoño, desde el nada gesticulante testimonialismo de sus poemarios de los cincuenta-sesenta, los más sociales como Teatro real o como Juego limpio, hasta el seco y límpido estoicismo , teñido de resignación y desengaño, de La sencillez de las fábulas o de los sonetos que forman el Cuaderno de San Bernardo, muy recientes, tono que parece comparecerse bien con el reiterado cultivo del estrofismo y la versificación tradicionales y la visible herencia de algunos clásicos ( San Juan, Quevedo y Fray Luis sobre todo) y contemporáneos ( A.Machado y Miguel Hernández), cuya huella podría rastrearse un peu partout.


Lenguaje en general muy literario y marcadamente poetizado, ajeno por tanto a las modulaciones del habla viva, aunque no desdeña del todo el uso aquí o allá de algún coloquialismo o refrán entreverado. A los mecanismos igualmente tradicionales de la metáfora, de matriz aún simbolista, corresponde la mayor parte de la imaginería del poeta: Oigo la diminuta cascada de la risa, (I, 541) o también (I, 81); otras veces, en cambio, aparece más abierta a los parámetros modernos, así en el poema Desolación por la ciudad , esos  bronquios con terciopelo de residuos/quemados del monóxido litúrgico/votivo de carbono; muy repetida es, en fin, la imagen que va de lo abstracto a lo concreto, del tipo de la música es un pájaro huido de su jaula (I, 543).

 

Símbolos tradicionales de la lírica de tipo elegíaco, como la inmemorial asimilación de vida humana y río, se utilizan profusamente. Pero hay sin duda otras formaciones simbólicas específicas de esa lengua poética que actúan recurrentemente, tal la que podría designarse como casa-ventana-ciudad sitiada (presente por ejemplo en la poesía de guerra de M. Hernández) aquí a veces acompañada de una imaginería bélica y en relación compleja con la idea del intruso que invade un espacio privado, donde se juega, con el primero de los elementos, como recinto cerrado--hogar---útero---cárcel, que informa la parte inicial de un libro como Entre cañones me miro y que se manifiesta muchas veces,; o la del fusilado, que aparece explícita en múltiples contextos y que responde verosímilmente aun resto semiinconsciente, y larvado en el poeta, de la Guerra Civil; o la de los centauros (el flechador de la mitología, y en menor medida de los caballos) que parecen remitir a la idea de instinto o vitalidad, y véanse a este respecto II,22 o II, 240).

 

Es Leopoldo de Luis poeta de muy rica y ceñida adjetivación , y así casi nunca suena en él esa palabra tópica, o incolora, o demasiado genérica o demasiado conceptual aunque apenas se atreva a violentar el significado o intención del epíteto tradicional aplicándolo a contextos insólitos ---de ahí que resulte en ocasiones previsible---, o haciéndolo deslizarse más allá d sus límites semánticamente normales, y es difícil también encontrar combinaciones sintácticas de términos de significados distantes; con todo, precisos en su especificidad resultan esos riscos cabrales, esa rechinante noria (I, 170) y precioso en su ceñida imaginería se nos antoja nombrar, de entre los dones que dan la luz a los ojos, a esos seres aurorales/ nadadores felices/en tu líquida cúpula (I, 254). Feliz se revela asimismo aquí o allá nuestro autor al saber sacar todas las posibilidades expresivas al hipérbaton y  a los encabalgamientos , como al final de Las paredes (II, 43) donde hallamos además los aderezos adicionales de la aliteración, la paronomasia y la rima interna.

 

La composición--tipo en esta lírica parece ser en esta lírica la serie de cuartetos endecasilábicos rimados en serventesio, aunque haya también silvas asonantadas, romances eneasilábicos y heptasilábicos y liras ---como las tres, muy conseguidas Como la luz, Como el alegre rayo y Abril (I, 53-58) de Alba del hijo; en la primera se oyen con claridad los ecos de Fray Luis: Como el dorado ungüento/  del sol sobre el paisaje, de tal modo/que viste de portento/ la miseria y el lodo/y baña de ilusión el mundo todo (ya se ve que esto, por bien que "suene", no deja de ser un ero ejercicio académico); décimas, canciones de base octosilábica y rimas en aguda ( así las dos, también del libro antecitado, que principian La luna bajo el balcón/ para cantarle a la madre/su séptima anunciación) y sonetos ( véanse los titulados Tríptico de la materia humana, II, 297-99, de lo mejor acaso de su producción, donde resuena la vieja retórica quevediana: Inevitablemente serás caja/ataúd de mi cuerpo y de mi muerte/No hay otra realidad, no hay otra suerte:/ en quien nos sigue está nuestra mortaja) que ocupa versos enteros; mucho menos ha empleado el verso blanco, que predomina, con todo, en su libro más extenso, Del temor y de la miseria, y muy poco ha tentado el versículo. El más usado por él es sin duda el endecasílabo, habitualmente el considerado más "melodioso", acentos en 4ª, 6ª y 10ª: Un hombre en lo remoto de los siglos/ debió de ver alguna noche el miedo./ Yo lo he sabido porque entre las sombras/ de mi cuarto aún fulgir sus ojos siento. Otras veces, en fin (II, 273, y II, 147) consigue de Luis verdaderos versos rítmicos; en el primer caso,en el poema inicial de Elegías de Straga, dodecasílabos y eneasílabos de pie anapéstico, un poco a la manera de tantas composiciones de Rubén Darío: El tiempo adhería colores y rostros/ y escenas de sacros alardes/La furia y la guerra injuriaban/ la pátina ingenua del arte./ Fragor de conquista y asalto/color de martirio y de sangre; en el segundo, con alejandrinos del mismo pie _ que recuerdan por cierto, hasta en el fraseo, al José Hierro de Alegría : Yo no sé proclamar la esperanza en el mundo/ Lo he intentado, os lo juro. He mirado la aurora/ y he quedado en la altura.

 

Por lo demás, el didactismo, esa manía sde tratar de imponer al lector una a menudo empobrecedora univocidad de sentido, de ahogar o desdibujar toda ambigüedad o riqueza mediante la cargante reiteración de la "explicación" del poema hacia un "fin" o, peor todavía, "mensaje" que a la postre además le es por definición ajeno---congruente por lo demás con la pretensión de "cerrar" la composición de modo rotundo y conclusivo--- lastra inevitablemente buena parte de esta poesía, en todo caso más de lo que debiera. Así sucede de modo eminente en Las cosas, (II, 190), donde el afán explicativo fuerza el símbolo hasta casi vaciarlo: tras haber dejado sentado nada menos que Las cosas nos imponen sus imágenes,/se instalan hacia adentro, por detrás de los ojos,/y aclarar luego Somos cosa también, somos el marco/por el que el mundo es mundo, se cierra el poema diciendo Depredador y depredado somos,/por eso toleramos el ultraje; y en muchos sitios más (I, 145, II, 142) hay una sobrecarga de ejemplaridad y sermón que creo funcionales tanto a esa sordina  que no sé si llamar, con cierto pie forzado, "neorromántica", cuanto a la radical incapacidad para la ironía en de Luis--- de ahí lo falto de gracia e indisimulado que resulta su uso de la intertextualidad o de la cita propia o ajena (II, 189, por ejemplo), que puede venir a dar en casos extremos en una mezcla de trivialidad e ingenuismo, como en el poema de II, 225 o en llegar a escribir cosas por lo menos tan exageradas como (I, 367-68) Los árboles son patria en pie./ Los veo trabajadores forestales, vivos.

 

Entre las cosas que hay que agradecer a Leopoldo de Luis se podría contar la al fin y al cabo acaso más importante: habernos ofrecido ---lógico en un una poesía cuyo asunto señero es sin duda la caducidad---una cierta imagen de la vida, algo no por elemental menos olvidado con demasiada frecuencia, que puede tomarse por la quintaesencia de cualquier Lebensweisheit que se precie--la de una persona razonablemente inteligente---, y que él supo condensar en un solo verso: a la pregunta por la verdad de la vida lo más certero es responderse teatro hoy, ceniza en el futuro.

 

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