jueves, 7 de mayo de 2015

DEL HOMBRE QUE HACÍA TEMBLAR






                                                          





Martin Amis. Koba el temible. La risa y los veinte millones.Barcelona. Anagrama. 2006.



                 Pese a que no pueda decirse que el libro que nos ocupa sea  ---ni tampoco lo pretende-- una investigación histórica rigurosa ni original, sí que está escrito con la suficiente pasión, falta de respeto por lo políticamente correcto e independencia de criterio como para que nos haya resultado de interesante lectura. Aunque Amis maneja sobre todo información de segunda mano  ---cita con profusión a Vassili Grossman, a Solzhenitsyn y los trabajos del historiador Robert Conquest, entre otros--- alcanza a exponer de manera ágil y con notable maestría narrativa  las calamidades perpetradas por el poder soviético. No es este asunto en sí algo que no se supiese y que otros han hecho mejor que él. Entendámonos: alguien puede tener la morbosa curiosidad de enterarse, por ejemplo, de cómo se torturó a Meyerhold, o escandalizarse de la alucinante salida del  PC francés ( los niños, en el socialismo, se hacen adultos muy aprisa) tratando de justificar el decreto soviético de abril de 1935 por el que los niños de doce años quedaban sometidos a todas las medidas penales, incluida la pena de muerte.


                  Pero es claro que ese no es el objetivo del libro,que constituye más  bien una crónica muy subjetiva, con constantes digresiones  autobiográficas, de cómo se ha enfrentado el autor, moralmente ( ¿habría otra manera de hacerlo?) a los espeluznantes horrores del estalinismo y , ante todo, un ajuste de cuentas personal, toda vez que lo ha hecho poniéndose brutalmente delante el fantasma de su padre, el escritor Kingsley  Amis, apasionado militante comunista y espía al servicio del KGB durante 15 años hasta que se le cayó la venda de los ojos y, con una salida que no tiene por qué ser necesariamente lógica, se convirtió en una acérrimo reaccionario. A él va dirigido una larga carta póstuma ---y otra a su viejo amigo Cristopher Hitchens, al que le reprocha el que siguiera siendo simpatizante trotskista hasta el fin de sus días--- que conforman ambas la tercera parte del libro, la más breve pero la más enjundiosa.


                Mucho se ha escrito acerca de la curiosa y para no pocos casi inexplicable fascinación que el bolchevismo leninista primero y el estalinismo después ejerció sobre tantos intelectuales occidentales, que es, ya se ha dicho, el principal ítem e interrogante sin respuesta que sobrevuela por este ensayo. La explicación de Amis es tanto  política como psíquica: por un lado había la diabólica eficacia del aparato de propaganda, del célebre agit-prop urdido por Müntzenberg y otros cerebros grises de la Kommintern, que hizo picar a tanto ingenuo, y por otro la necesidad de creer, una dispersa insatisfacción porque las cosas sean como son (pág.286). Pero ambas explicaciones me parecen no falsas, sino insuficientes: debe de haber otros mecanismos sicológicos ---que pueden variar de individuo a individuo--- que ayuden a hacerse cargo de, según los casos, la ingenuidad, el fanatismo o el autoengaño interesado o más o menos cínico.


               Hay en el ensayo no pocos momentos en que Amis comparece como polemista brillante y con gusto para la provocación intelectual, como cuando afirma, desarrollando una idea del historiador Orlando Figes  (pág. 98) que la Revolución Rusa y el bolchevismo vinieron a ser una realización perversa de los ideales de la Ilustración, puesto que hicieron cristalizar un experimento que la Humanidad estaba obligada a hacer para que en la tierra  se encarnase el mito imposible de la felicidad, la justicia social y la fraternidad universal, o cuando, jugando con lo hipotético y futurible, dice (pág. 220)  que si Stalin no se hubiese dedicado, arrastrado por su delirio criminal, a decapitar al ejército en los primeros años treinta, Rusia hubiera podido derrotar en la guerra a la Alemania nazi en cuestión de semanas, y así se habrían salvado no menos de cuarenta millones de vidas, incluidas casi todas las víctimas del Holocausto.

               
              Sí cabe reprocharle al novelista británico una cierta desmesura y egocentrismo en algunos de sus planteamientos, como cuando osa comparar el sufrimiento que le deparó la muerte de su hermana menor Sally ---a quien significativamente va dedicado el libro---con los padecimientos del pueblo ruso bajo Stalin. Por muy importante que aquel suceso fuese para él y por catastrófico que resultase para su vida personal ---que cualquiera comprende y respeta---la comparación se nos hace improcedente e incluso  algo obscena.

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