miércoles, 5 de agosto de 2015

VERSO FIEL







Leopoldo de Luis. Obra poética (1946-2003). Madrid. Visor.  2 vol.635 págs.


 

Reproduzco aquí, con leves correcciones, la reseña que en su día publicara Revista de libros, septiembre de 2004, y que una antigua amiga, enzarzada ahora en una tesis doctoral sobre la poesía española de los años cincuenta y sesenta me había pedido leer porque  ---me aclaró, ante mi extrañeza---no encontraba por parte alguna. Valga lo que valiere y le sirva a ella para lo que sea, aquí la reescribo, ya digo que con algún leve retoque.

 

Lo que más llama la atención al hojear los dos extensos volúmenes de este sobreviviente (todavía en 2004, no ya en estos momentos) de la llamada Generación del 36 acaso sea la paciente continuidad y dedicación, como de esforzado artesano, a la práctica del oficio (y esa figura del obrero  que se aplica y vuelca en su tarea aparece, a modo casi de no sé si autocomplaciente retrato en no pocos de estos poemas, sobre todo en aquellos incluidos por el autor en diversas antologías) y la fidelidad a una visión del mundo que estaba en lo esencial ya formada en sus primeros libros y no ha hecho sino acrecentarse con los años, ganando sin duda en profundidad y extensión, pero sin librarse ---parece casi inevitable en obra tan dilatada: una treintena de libros en casi cincuenta años de escritura---de ciertas dosis de repeticiones y algún que otro merodeo por los despeñaderos de lo banal.

 

Es la poesía de este autor en su mayoría de tono elegíaco y dicción grave y reposada (y en algunas ocasiones también acartonadamente solemne), con ese aire existencial, tan de postguerray esa sordina moral y a veces moralizante que no resulta difícil percibir y que abarca casi todos sus registros temáticos y sentimentales, desde la luminosa ternura de su primeriza Aba del hijo hasta el sombrío rumiar de la segunda parte de Los horizontes o de Elegía de otoño, desde el nada gesticulante testimonialismo de sus poemarios de los cincuenta-sesenta, los más sociales como Teatro real o como Juego limpio, hasta el seco y límpido estoicismo , teñido de resignación y desengaño, de La sencillez de las fábulas o de los sonetos que forman el Cuaderno de San Bernardo, muy recientes, tono que parece comparecerse bien con el reiterado cultivo del estrofismo y la versificación tradicionales y la visible herencia de algunos clásicos ( San Juan, Quevedo y Fray Luis sobre todo) y contemporáneos ( A.Machado y Miguel Hernández), cuya huella podría rastrearse un peu partout.


Lenguaje en general muy literario y marcadamente poetizado, ajeno por tanto a las modulaciones del habla viva, aunque no desdeña del todo el uso aquí o allá de algún coloquialismo o refrán entreverado. A los mecanismos igualmente tradicionales de la metáfora, de matriz aún simbolista, corresponde la mayor parte de la imaginería del poeta: Oigo la diminuta cascada de la risa, (I, 541) o también (I, 81); otras veces, en cambio, aparece más abierta a los parámetros modernos, así en el poema Desolación por la ciudad , esos  bronquios con terciopelo de residuos/quemados del monóxido litúrgico/votivo de carbono; muy repetida es, en fin, la imagen que va de lo abstracto a lo concreto, del tipo de la música es un pájaro huido de su jaula (I, 543).

 

Símbolos tradicionales de la lírica de tipo elegíaco, como la inmemorial asimilación de vida humana y río, se utilizan profusamente. Pero hay sin duda otras formaciones simbólicas específicas de esa lengua poética que actúan recurrentemente, tal la que podría designarse como casa-ventana-ciudad sitiada (presente por ejemplo en la poesía de guerra de M. Hernández) aquí a veces acompañada de una imaginería bélica y en relación compleja con la idea del intruso que invade un espacio privado, donde se juega, con el primero de los elementos, como recinto cerrado--hogar---útero---cárcel, que informa la parte inicial de un libro como Entre cañones me miro y que se manifiesta muchas veces,; o la del fusilado, que aparece explícita en múltiples contextos y que responde verosímilmente aun resto semiinconsciente, y larvado en el poeta, de la Guerra Civil; o la de los centauros (el flechador de la mitología, y en menor medida de los caballos) que parecen remitir a la idea de instinto o vitalidad, y véanse a este respecto II,22 o II, 240).

 

Es Leopoldo de Luis poeta de muy rica y ceñida adjetivación , y así casi nunca suena en él esa palabra tópica, o incolora, o demasiado genérica o demasiado conceptual aunque apenas se atreva a violentar el significado o intención del epíteto tradicional aplicándolo a contextos insólitos ---de ahí que resulte en ocasiones previsible---, o haciéndolo deslizarse más allá d sus límites semánticamente normales, y es difícil también encontrar combinaciones sintácticas de términos de significados distantes; con todo, precisos en su especificidad resultan esos riscos cabrales, esa rechinante noria (I, 170) y precioso en su ceñida imaginería se nos antoja nombrar, de entre los dones que dan la luz a los ojos, a esos seres aurorales/ nadadores felices/en tu líquida cúpula (I, 254). Feliz se revela asimismo aquí o allá nuestro autor al saber sacar todas las posibilidades expresivas al hipérbaton y  a los encabalgamientos , como al final de Las paredes (II, 43) donde hallamos además los aderezos adicionales de la aliteración, la paronomasia y la rima interna.

 

La composición--tipo en esta lírica parece ser en esta lírica la serie de cuartetos endecasilábicos rimados en serventesio, aunque haya también silvas asonantadas, romances eneasilábicos y heptasilábicos y liras ---como las tres, muy conseguidas Como la luz, Como el alegre rayo y Abril (I, 53-58) de Alba del hijo; en la primera se oyen con claridad los ecos de Fray Luis: Como el dorado ungüento/  del sol sobre el paisaje, de tal modo/que viste de portento/ la miseria y el lodo/y baña de ilusión el mundo todo (ya se ve que esto, por bien que "suene", no deja de ser un ero ejercicio académico); décimas, canciones de base octosilábica y rimas en aguda ( así las dos, también del libro antecitado, que principian La luna bajo el balcón/ para cantarle a la madre/su séptima anunciación) y sonetos ( véanse los titulados Tríptico de la materia humana, II, 297-99, de lo mejor acaso de su producción, donde resuena la vieja retórica quevediana: Inevitablemente serás caja/ataúd de mi cuerpo y de mi muerte/No hay otra realidad, no hay otra suerte:/ en quien nos sigue está nuestra mortaja) que ocupa versos enteros; mucho menos ha empleado el verso blanco, que predomina, con todo, en su libro más extenso, Del temor y de la miseria, y muy poco ha tentado el versículo. El más usado por él es sin duda el endecasílabo, habitualmente el considerado más "melodioso", acentos en 4ª, 6ª y 10ª: Un hombre en lo remoto de los siglos/ debió de ver alguna noche el miedo./ Yo lo he sabido porque entre las sombras/ de mi cuarto aún fulgir sus ojos siento. Otras veces, en fin (II, 273, y II, 147) consigue de Luis verdaderos versos rítmicos; en el primer caso,en el poema inicial de Elegías de Straga, dodecasílabos y eneasílabos de pie anapéstico, un poco a la manera de tantas composiciones de Rubén Darío: El tiempo adhería colores y rostros/ y escenas de sacros alardes/La furia y la guerra injuriaban/ la pátina ingenua del arte./ Fragor de conquista y asalto/color de martirio y de sangre; en el segundo, con alejandrinos del mismo pie _ que recuerdan por cierto, hasta en el fraseo, al José Hierro de Alegría : Yo no sé proclamar la esperanza en el mundo/ Lo he intentado, os lo juro. He mirado la aurora/ y he quedado en la altura.

 

Por lo demás, el didactismo, esa manía sde tratar de imponer al lector una a menudo empobrecedora univocidad de sentido, de ahogar o desdibujar toda ambigüedad o riqueza mediante la cargante reiteración de la "explicación" del poema hacia un "fin" o, peor todavía, "mensaje" que a la postre además le es por definición ajeno---congruente por lo demás con la pretensión de "cerrar" la composición de modo rotundo y conclusivo--- lastra inevitablemente buena parte de esta poesía, en todo caso más de lo que debiera. Así sucede de modo eminente en Las cosas, (II, 190), donde el afán explicativo fuerza el símbolo hasta casi vaciarlo: tras haber dejado sentado nada menos que Las cosas nos imponen sus imágenes,/se instalan hacia adentro, por detrás de los ojos,/y aclarar luego Somos cosa también, somos el marco/por el que el mundo es mundo, se cierra el poema diciendo Depredador y depredado somos,/por eso toleramos el ultraje; y en muchos sitios más (I, 145, II, 142) hay una sobrecarga de ejemplaridad y sermón que creo funcionales tanto a esa sordina  que no sé si llamar, con cierto pie forzado, "neorromántica", cuanto a la radical incapacidad para la ironía en de Luis--- de ahí lo falto de gracia e indisimulado que resulta su uso de la intertextualidad o de la cita propia o ajena (II, 189, por ejemplo), que puede venir a dar en casos extremos en una mezcla de trivialidad e ingenuismo, como en el poema de II, 225 o en llegar a escribir cosas por lo menos tan exageradas como (I, 367-68) Los árboles son patria en pie./ Los veo trabajadores forestales, vivos.

 

Entre las cosas que hay que agradecer a Leopoldo de Luis se podría contar la al fin y al cabo acaso más importante: habernos ofrecido ---lógico en un una poesía cuyo asunto señero es sin duda la caducidad---una cierta imagen de la vida, algo no por elemental menos olvidado con demasiada frecuencia, que puede tomarse por la quintaesencia de cualquier Lebensweisheit que se precie--la de una persona razonablemente inteligente---, y que él supo condensar en un solo verso: a la pregunta por la verdad de la vida lo más certero es responderse teatro hoy, ceniza en el futuro.

 

jueves, 30 de julio de 2015

UNA POESÍA BIEN HECHA
















Diego Jesús Jiménez. Bajorrelieve. Itinerario para náufragos. Edición de Juan José Lanz. Madrid. Cátedra. 2012.


                La voz poética de Diego Jesús Jiménez (1942-2009), a los pocos años de su lamentable y prematura desaparición, está sin duda a estas alturas, con estos poemarios (el primero era casi inencontrable--- hasta esta  reedición que comentamos--- desde que en 1990 obtuviera el prestigioso premio “Juan Ramón Jiménez” de la Diputación de Huelva) suficientemente consolidada en la poesía española de los últimos años. Poeta en cierto modo un tanto apartado y “periférico” respecto a la nómina canónica de la llamada promoción de los 60, recibió una primera atención crítica, a principios de los ochenta, de M. Pilar Palomo y Luis García Jambrina, entre otros, y poco después Víctor García de la Concha lo incluyó, junto a Gamoneda, Félix Grande y algunos más, en el grupo intermedio entre la generación de los 50 y los novísimos, rescatándolo así de la zona de penumbra o tierra de nadie en que se hallaba. Clasificaciones generacionales al margen (cuya validez casi todo el mundo impugna y casi todo el mundo utiliza) es lo cierto que puede considerarse a Jiménez un poeta vivo,o, dicho menos solemnemente, un poeta digno de consideración,  si por ello entendemos aquél que acierta a crearse un espacio lingüístico propio, que sabe encontrar la peculiaridad de la tesitura de su voz y hacerla comunicablemente inteligible.

                Itinerario para náugragos (1996) es, ya explícitamente y desde el lema o entradilla que abre una de las partes ---pero acaso no la más sustantiva---del libro, Homenaje a F. García Lorca, demasiado servil o seguidista respecto del lenguaje y la imaginería lorquiana, sobre todo de Poeta en Nueva York, por mucho que sean  de estimar algunos logros y hallazgos verbales (sobre todo un par de fragmentos de Arcángel de ceniza, los que empiezan con los versos Oigo desde aquí los aljibes, los desagües/desde donde las ratas y los pobres comparten sus negocios y Contemplas/ los despojos de un siglo que murió entre placeres y sobre todo la que me parece pieza más lograda del poemario, El lingüista, estupendo homenaje, entre lo meditativo y lo visionario, a juan de Valdés. Versos en no pocos casos correctos, limpios y trabajados versículos que, con todo, no me parecen lo memorables y concluyentes que el autor sin duda hubiera deseado y que el prologuista de esta edición, Juan José Lanz, pondera y alaba a mi juicio en demasía. Jiménez fue, en fin,  sin duda un poeta estimable, pero muy lejos en su potencia verbal y capacidad visionaria de, pongo por caso, algunos otros versificadores más jóvenes que él que  harían lo mejor de su producción en la década de los noventa y en la primera del presente siglo, como Vicente Gallego o el nunca suficientemente añorado Miguel Ángel Velasco. No exactamente lo mismo supone, se me antoja, Bajorrelieve  (1990), libro a mi juicio bastante más logrado, más orgánico en su planteamiento y pensado en su disposición, pese a haber al parecer recibido menos atención por la crítica al uso.


                    Estructuralmente, Bajorrelieve aparece  dividido en tres secciones o movimientos, tras un poema-introducción: si en los más de los textos de la primera parte ( Sombras en Priego, Crepúsculo en las aguas del Júcar, Ante las ruinas del convento del Rosal etc.) se centra el discurso poético en la memoria de la infancia y en la melancólica evocación de parajes y paisajes de su tierra natal, la parte segunda –que incluye tan sólo dos composiciones: la extensa Concepción del poema, subdividido a su vez en cuatro movimientos, y Aceptación del sueño—atiende, cabría decir que metapoéticamente, al proceso mismo de creación de la poesía, en tanto que la tercera y más extensa(diez poemas numerados en romanos que hay que leer como el desarrollo y sucesión del mismo), que da título a todo el libro, viene a constituir una suerte de visión o interpretación de la Historia, cuyo tono creo entrever que se aparta bastante del  que predomina en el resto del libro, por cuanto la voz que habla en los versos abandona en gran parte el intimismo meditativo de las dos primeras secciones para—además de adquirir a trechos una andadura no tan serena, un poco más agria y virulenta, que parece funcional a lo diferente aquí de la materia poetizada—hablar y hacer hablar a unas máscaras históricas, opacas y fantasmales, que, como en sordina,se convocan desde los desdibujados soportes de un pasado muerto pero también re-vivido en el espacio de ficción del poema.


                   Tienen, no obstante esto, la manera poética y el lenguaje de Jiménes una notable unidad, basados en la acumulación y en el modo dilatado de decir –a veces algo ampuloso--, en esas largas enumeraciones, en la sintaxis desparramada y expansiva, la adjetivación de coloración suave, muy ornamental, con abundantes epítetos (templada hebra, limpia erosión, casa embozada, imagen encendida,honda fabulación, estremecido viento, tenues formas), el hábil manejo de los encabalgamientos (“… La luz del rayo/ que todavía teje de color malva el cielo/ de nuestra infancia”, “…queda un rescoldo aún vivo/ de oscuridad ahogada en los baúles.”), y una discreta utilización del hipérbaton, a veces muy marcado (“ Sepultada la muerte/fue…”, “…Toca el fondo mi mano/ de estas heridas”, “No en el conocimiento de las cosas se halla/ la verdad de un poema”). El léxico del poeta, que responde en líneas generales al ya bien enraizado en la secular tradición de la lengua literaria en castellano,  aunque, como se habrá visto por las breves muestras de arriba, de más resonancias clásicas y neorrománticas que vanguardistas, se vuelca en un verso las más de las veces largo y sin rima( a menudo tipográficamente partido en dos, pero con algún empleo del endecasílabo, el heptasílabo y sobre todo el alejandrino), verso atravesado con frecuencia en Jiménez  por un cadencioso y sutilísimo ritmo interior, que encuentra su apoyo en el expediente de las recurrencias en el módulo sintáctico y también a menudo las rimas internas y las paráfrasis de tipo digresivo (los subrayados son lo sucesivo nuestros) :“Cielo que se refleja, altísimo en las profundidades/ del corazón. Júcar cuyas estrellas/ hacen que el cielo sea cima y sima a la vez, pasajera quietud, plácida sombra/ que el tiempo hace de agua/ Ciega profundidad celeste, abismo, verde/ prado sobre el que aún, la bondadosa mentira de la infancia/ nos salva. Cielo tenaz/ que labró en la corriente/ su recinto de sombras”).


                  Nótese asimismo hasta qué punto resulta de pocas complicaciones—en el sentido de que suele remitir a los patrones tradicionales de sabor clásico-romántico-- la imaginería metafórica exhibida por Jiménez,  que aparece  siempre nítida y clara, conceptualmente abarcable, aunque, como se ha dicho, mucho más acerada y crítica en la última parte del libro (“La herrumbre de la tarde/ se calcina en los bosques”, “Sobre el jardín helado de su sexo/ toca un ángel/ el laúd del destino.”, “…doblegada hermosura el viento”, “…Gotea/ el canalón del tiempo en las baldosas/ ensanchando el silencio de la noche en el claustro”, “ y las palabras de los clérigos/ eco de salamandras y de víboras”, “…La Autoridad,/ en cuya dentadura brillan/ fusiles inconcretos…”, “ …Flores/ de envenenada escarcha…”etc.


                 Muestra esta poesía un tono meditativo, una raíz visionaria donde la palpitación lírica de lo autobiográfico, evidente en todo el libro pero sobre todo en la primera parte, se trascendentaliza en la historia, o más exactamente, en una visión personal de la misma, y donde el sabor de la  la existencia anida en el espejo de la propia mirada, rasgo perceptible ya en el segundo poema del libro (y también en el que hace de pórtico) con trazas de dedicatoria y declaración programática: “Sobre la vieja rama de la desolación/crece cuanto amo (…) Hogar fue tu mirada para los días más inhóspitos/cielo es tu cuerpo aún, cabalgadura/hecha de sombras, corcel dormido/ (…) Sobre la vieja rama/ de la desolación, yace la vida”, donde parece resonar un viejísimo lugar común del pensamiento poético desde por lo menos Hölderlin y los demás  románticos, según el cual allí donde anida la destrucción radica también la posible salvación: “(…) Algo/ muere y vive a la vez, nos condena y nos salva”.


                    En algunas composiciones, la visión se monta, además, sobre la apoyatura del poema en elementos culturales previos, procedentes de la Historia, la Mitología y el Arte; así por ejemplo, en el extenso Poema en Altamira, cuyas tres secciones constituyen una meditación sobre la génesis del arte y la civilización humanos, origen que el foco de reflexión poética sitúa en la cueva misma-- “Cripta que es luz/ y fuente; noche / que es claridad y cántico (…)--/”de modo que esos primeros testimonios de nuestros antepasados  –“ … pasto/ sagrado de la vida, clara iluminación de los sentidos” vienen a dar simbólicamente, tras largo tanteo, en ese “testimonio milagroso, alba y canción del hombre, ropa/que nos abriga y nos da sombra, sueño/ tembloroso y amargo que en la noche dibuja/ sobre el aire, el inmenso vacío/ de tanta libertad”. En las piezas más incardinadas en una evocación de la infancia (las antecitadas Sombras en Priego, Crepúsculo en las aguas del Júcar,Ante las ruinas del convento del Rosal, Fabulación) la niñez, entrecruce de maravilla y miedo, emerge exenta (aunque no tan ingenuamente como para olvidar las tiernas mentiras de la  verdad de la imaginación infantil) al modo de un sueño difuminado que, sin embargo, resplandece entre la tersura y la limpidez de las imágenes, de tal forma que los primeros años serían aquel “pirata misterioso y sagrado”, el lugar en que las viñas “parecían escuadras enemigas/ o guerreros formados para el asedio”, y el jardín se resolvía en “un mundo submarino, de agua/ su fronda, con aquel oleaje del desmayo, y la abundante espuma/plateada y eterna del/ árbol del paraíso”. Estética, moral y una especie de sagrado asombro (¿no fueron acaso siempre lo mismo?) y de invocación a las gracias del mundo y a las del arte que lo fabula y lo crea se amalgaman en Color solo, en cuya dicción y fraseo creemos percibir ( y también podrían citarse otros pasajes del libro, por ejemplo la sección segunda de Concepción del poema o el primer movimiento de Tiempo desolado) una música parecida a la algunas zonas de la poesía de Claudio Rodríguez. “ (…) Yo hablo del verde que está solo/ y que es aventura, del verde de los mares/ porque no tiene rumbo, del que nace en los sueños/porque no nos olvida”.


                Hace gala este discurso poético de la honradez y del coraje necesarios para mirar al mundo tal cual es  y reconocer  hasta qué punto estamos dentro de él-- “Cómo la realidad/ con su tersura de ceniza, nos/ envilece y nos mancha(…)”--, sin que eso suponga  condescender ni mucho menos doblegarse a sus leyes. Incluso de  las épocas de mayor barbarie (en unos poco versos de Tiempo desolado se evocan estupendamente la miseria y la cutrez de la dictadura franquista) acaba siempre la fuerza de la vida por renacer y seguir: “(…) Bajo la techumbre /de la infelicidad, la vida –que nunca sabe si es de noche o es de día--/ que jamás es cosecha,/ que no es vegetación sino silencio, germina allí/ donde se oxidan la inocencia y el sueño, y crece/ en su refugio de cartón, en su alta casa/ de vinagre y azúcar, donde la realidad, desnuda y cruda,/ baila en la fiesta y bebe en los oficios, se apiada de sí misma”. La misma vida que se dice (Noche de San Juan) que sobrevivió también a aquellos tiempos de ignominia, pues que “(…) Todo lo que un día creyeron/ reducido a cenizas/ es rescoldo,voz viva, pueblo que con su canto quema/su miserable historia”.


               Aunque las digresiones hacia la historia de la cultura y las frecuentes citas lo recarguen acaso innecesariamente, dándole a trechos un cierto aire de divagación ensayística, Concepción del poema es composición central del libro, por cuanto trata de apresar la raíz y la esencia de lo poético: la tarea del poeta está en captar “la difícil/ belleza/ de aprehender el disfraz con el que las palabras viven”, y así, la génesis de la poesía parece radicar en el destello de una oscura iluminación, de una mirada que alcanza a integrar también las zonas de sombra (inconscientes, irracionales) de la realidad, mirada o visión que triunfa de aquella insuficiencia del lenguaje, gastado por el uso y la repetición y, avanzando sobre creación y destrucción (“…Construir un paisaje/ con las ruinas de otro / y con la sombra de un vocablo/ iluminar la vida. He atravesado así/ el santuario en el que las palabras son destino/ y origen…”) da en la peculiar magia del lenguaje poético, que para Jiménez se crea en algo que recuerda mucho la divisa horaciana  de la callida junctura, en esa “ fina moldura/ que los vocablos tienen para unirse con otros…”


              Bajorrelieve es la más extensa y ambiciosa de las composiciones del libro,por lo concentrado de su visión y lo unitario de su planteamiento.El bajorrelieve es aquí no sólo símbolo de la sociedad y de la historia, sino de nuestro pretendido conocimiento de ella. Con una rica imaginería descriptiva se hace  comparecer, en su fantasmagórica y borrosa existencia, a toda una serie de figuras y escenas, desde ajados esplendores de crueles y orgullosos guerreros hasta orgiásticas comilonas de nobles medievales en medio de la humillación de los de abajo: “…Como/ espectros de luces/ evidencian la muerte, edifican la fábula/ de la conmiseración y del oprobio./ En la policromía que el resol de la tarde deja sobre el mármol, los reyes/ de este reino de piedra bailan en torno de lo que bien pudo/ser esplendor. Cohabitan los siervos en las caballerizas; en milagrosas copas/beben el vino que sobró en palacio(…)”; desde señores y tiranos hasta doncellas y clérigos, “alcobas tapizadas con gacelas y alondras”, escenas de la vida ociosa de los poderosos frecuentemente inmortalizadas por lienzos de grandes pintores,profusa poetización de un mundo histórico-medieval que sin duda se quiere ilustrar como ejemplo del decurso de la historia toda.


            Y ésta, en fin, no es sino una sucesión de dolor y humillaciones: “(…) Aves de niebla/picotean la sangre, festejan las heridas/que el tiempo ha hecho de óxido”, aunque justamente la pátina del tiempo haga que contemplemos con inocentes ojos sus episodios (“A pesar de que nadie/puede alterar la quietud que en la escena reside,/ un ligero temblor, una ligera música/ tallada por los siglos, deforma con astucia los gestos;/ y lo que tal vez un día fuera cólera/es mirada inocente”) y pese a que  nos sintamos arrastrados por su engañosa belleza (“…Nos fascina el pasado/ porque siempre es hermoso su disfraz/ y son bellas sus ruinas. Mas la/Historia abandona, en silencio, a sus muertos”.


            Las partes V y VII focalizan más la mirada en  los perdedores (“…Tras los cristales de palacio/puede ser observada la miseria hacinándose, oírse las lamentaciones/ de tan vasto sepelio/ en su justo dolor. Mas las primeras sombras de la noche/tornan la muerte en rica decoración; en oscuro ornamento de luces apagadas” )y refieren, sugiriéndolo, el nacimiento y consolidación del orden social , cuya sanción garantizan religiones, dioses y clérigos: (“…Huelen a sacristía y celofán los  pétalos/ de las hortensias y las azucenas.(…) Hay párrocos portátiles y pontífices ciegos,/ y hay teólogos viudos y frailes destruidos/ en cuyas frentes resplandecen pequeñas y brillantes/ armaduras solares, inocentes destellos/ de miseria encendida(…) Hay sermones y oficios/de oro y piedras preciosas; voces de plata y ecos conventuales/ que todavía piden resignación, ofrecen/ eternos paraísos para el que la bondad suponga/ aceptar el dolor(…)”. El poder de los amos  (“En la vidriera principal/ de palacio/ se dibuja la casta; lucen sus crímenes bordados/ en gallardetes y banderas”)está, como todo, condenado a la desaparición y a la ruina, y, aunque otros amos de nueva planta vendrán a sustituirlos , al final (fragmento IX) se deja abierta la posibilidad de una rebelión (“…Sólo salud, justicia,/ piden las notas que, bajo la lluvia, canta el pueblo”).


            Podría decirse que Bajorrelieve es un poema estético-moral. El ornato histórico, el vago tono épico y legendario, la imaginería “culturalista” nunca funcionan como un fin en sí mismos( como al modo de los “novísimos”—que hoy nos parecen casi pura arqueología, lo más banal y caedizo de aquella estética-- de hace tres décadas), sino que se dirían al servicio de la textura ética, de la clave moral desde la que se poetiza, virtud que  se nos antoja uno de los innegables atractivos, acaso no el menor, de este texto.. 

     
    







lunes, 15 de junio de 2015

UNA POESÍA SALUDABLE

Resistencia por estética(H)Eladio (H) orta. Resistencia por estética. Valencia. 7 i mig. 1998

             Hay libros que a uno le gustan aunque no le convenzan. Le gustan por la nobleza y limpidez de su textura moral y de su intención, pero no le convencen por los resultados, demasiado poco condignos para con lo que podrían augurar aquellas. Por lo demás, es obvio que, puestos a juzgar, los productos literarios deben evaluarse por lo segundo y no por lo primero.
            Hasta la lectura de este poemario, solo conocíamos a Eladio Orta por los textos que hace años incluyó Isla Correyero en su antología Feroces. Radicales, marginales y heterodoxos en la última poesía española. Provocador (en la medida en que se puede alcanzar a serlo hoy día), procaz, dinamitero, irreverente y, por utilizar la sobada fórmula anglosajona, políticamente incorrecto, hay que reconocer que el presente texto algo debe de acercarse a lo que allí dice la antóloga acerca de “una voz excepcional situada en los límites de la procacidad, la revolución, la mierda, el sexo y la burla”.

            Leídos estos versos, lo primero que cabe aducir es que Resistencia por estética constituye también una ética de la resistencia contra los poderes establecidos, una rebelión –y una carcajada: el poeta tiene, concluyentemente, sentido del humor y lo demuestra a cada paso; me atrevo incluso a suponer que se trata de un individuo, signifique lo que signifique esa palabra, feliz—contra la hipocresía pacata, el acomodatismo, la sensiblería, la lánguida comodidad de las buenas conciencias, el sexo bien entendido, los conchabeos y miserias del llamado mundo literario, el capital que bajo forma de especulación inmobiliaria va rápidamente destruyendo lo poco que le queda por destruir  y aún una cuantas cosas más.
            Pese a la disposición tipográfica del texto, que prescinde del todo de mayúsculas y de cualquier signo de puntuación, y que incurre en caprichos como la segmentación de palabras y aun sílabas en versos distintos, convirtiendo a cada poema en una especie de latigazo instantáneo y cegador o de flujo verbal continuo (pretendidamente sin pausas) interrumpido de modo abrupto y a menudo anticlimático y autoirónico (véanse piezas como Confesiones públicas o Jodido dilema ) o incluso quizá en un intento de “poesía visual” (véanse 4 insultos  o Trama ), lo cierto es que esta poesía es mucho más realista que experimental (a pesar, insisto, de sus atrevimientos y novedades de disposición gráfica, que  a estas alturas ni resultan tan atrevidas ni tan novedosas), sobre todo si por aquel marchamo se entiende el dar valor al control mental sobre el poema, a la inteligibilidad y a la selección del léxico frente a la divagación y la confusión.       
           Los versos de Horta (con H, pues que así figura en la portada, con la grafía que él quiere que corresponda a uno de sus heterónimos) son, ante todo, decimos, extremadamente claros, proclives a la proclama rotunda y apodíctica, a la sentencia lapidaria, al grito indisimulado, al desahogo y al exabrupto, características todas ellas  relativamente saludables en el panorama de la  poesía española de las dos o tres últimas décadas, cuyas aguas vienen por desgracia estando demasiado calmas.
            Ya en el poema que encabeza el libro, Aviso telegráfico, que tiene, como otros cuantos, carácter de declaración de intenciones, no engaña Horta (para quien la poesía es concluyente experimento de subjetividad, y que habla  no sólo desde su vida , sino también de su vida ) al posible lector: “pongo en aviso/ mis pretensiones son claras/ mi estética de la resistencia anula/ las proclamas a favor del ocultismo engañoso”, y más adelante: “ se equivoca si busca relax entre sus páginas/ busque relax en otra parte por favor/ en este libro busque marcha desorden insultos y/ si encuentra diversión negra/ ríase”/ y explicita cuáles son los objetivos predilectos de su burla, en verdad una larga lista de sus  bestias negras: “porque la mayoría de las veces los payasos/ están disfrazados de santones /de santones de iglesia/ de santones de parlamentos/ de santones de las letras/ los santones abundan como la mala yerba/ o como los políticos de escaparate/ o como los intelectuales  orgánicos”/ hasta acabar en toda una declaración de su particular poética con dos rotundos endecasílabos: “el verso negro sucio maleante/     huele a rosa elegante en su rosal”.
             Se ve cómo el mundo verbal –y moral—de Horta está hecho de contrastes violentos, de oposiciones nítidas sin posibilidad de contaminación (así por ejemplo la graciosa contraposición “poesía gasolina” frente a “poesía bicicleta”, que traduce al nivel del uso cotidiano aquella digamos más estructural y sistemática de “producción positiva”/ “producción negativa”) y opera muy a menudo por inversión de valores o por ruptura violenta del código, sea político, ideológico o sexual. Esto es lo que ocurre de manera ejemplar, entre otras piezas, en Papel higiénico de diamante: “al poeta de inspiración divina/ retrete de plata y oro/ papel higiénico de diamante”  o en Des-amor, que no me resisto a copiar entero, dada su brevedad: “tiraré tu clítoris al cubo de la basura/ para que se lo coman los perros/ o las ratas/ o las lombrices zapaleras/ o los enjutos/ tiéndete con esa cosa que te separa de mí/ olvídate/ olvido yo”, donde el efecto, tan humorístico como brutal, se consigue evidentemente por el abismo verbal que se produce respecto a las asociaciones de ideas que, espontáneamente, en la mente del  lector, genera el campo asociativo que suscita el título. Un mecanismo parecido, que es el que crea también la eficacia estilística de la formulación, lo constituye la ruptura de las expectativas del lector, como sucede en Suicidio de la palabra: “1 minuto de silencio/ por tantos picotazos de decibelios/ programados para romper los tímpanos” o la quiebra, como en Instante galáctico, de un campo significativo largamente sedimentado en la lírica occidental, desde el amour courtois hasta los lugares comunes de románticos y modernistas: “las ranas cantaban en los desagües del jardín/ tú y yo éramos la misma cosa/ el mismo sabor a yerbajo en la boca/ el mismo lametazo audaz en los ojos”, donde resulta obvio de qué manera  “cantaban” y “jardín” del primer verso y todo el segundo (la parte en que cristaliza el tópico)  quedan dinamitados por el resto de lo que se dice en el poema.
              Lo excremental, lo genital, la designación directa de lo residual y de la inmundicia, de lo “feo” como asunto poético, es lo más aparente, lo más inmediato de esta poesía: “dentro de las escupideras de nácar/los límites huelen a meado” (Triángulo equilátero) o bien –con una inesperada contrafactura del célebre verso de Celaya--: “la poesía es un arma brutal/ sangrante/ brota mitad orgasmo/ mitad excremento” (La poesía es un arma brutal). La metáfora erótica, concretamente, se monta siempre a modo de alusión directa: no es oblicua, zigzagueante, elusiva, como en Góngora, en Lezama Lima o en parte de la tradición barroca, por poner ejemplos ilustres, sino que opera como un ramalazo instantáneo, un insulto o un tiro, así en “ tu clítoris/ es una flauta mágica/ o un piano escacharrado” (Te pregunto) o en “mercedes tiene las piernas suaves como el coral/ cuando le hago cosquillas en el manillar/ se le humedece el piñón”(Mercedes es un sol). En otras ocasiones se parte de un símil todavía relativamente admisible por los cánones del “buen gusto” para hacerlo volar al final: “sobar tus pezones al alba/como higos maduros/ antes de que los pájaros/ decidan picotearlos” (Lapsus).
               En otros registros, con todo, sabe Orta (por ejemplo en La carga son los años,) tocar la tecla moral de la perplejidad, la melancolía del tiempo y la inseguridad respecto a sí mismo: “estoy inmerso/ en un desmarque generacional/ y en una infusión de aire fresco”; o urdir , en el espacio de ficción del poema, un personaje en el que proyectarse, con distanciamiento e ironía, como ocurre, a base de un coloquialismo extremo, en una de las a mi juicio mejores piezas de la colección (Poeta analizado por su madre): “ en fin/ mi hijo no tiene remedio/quien no convive con las gentes/ lo mínimo/ lo necesario/ termina más solo que la una/sin mujer/ ni corbata que ponerse/aunque con esa seriedad de difunto/ y esa sonrisa de sabérselo todo/ y esa manía de no callarse/por nada/ ni ante nadie/ sin remedio la corriente le empuja/ a escribir poemas/ y a morirse de hambre”; o cultivar el autorretrato zumbón, con un deje de desgarro fingido, autosatisfacción y cinismo: “anuncio en el periódico:/ amin gaver/ 5 minutos de intensa poética/ rayando la cuarentena/estatura media latina/soltería incoada/ sobrevive entre retamas/ busca novia por tres días” (…) para cerrar con un inesperado anticlímax: “postdata:/se aconseja/que la supuesta novia/traiga un buen costo/porque los supermercados quedan lejos”.
              Se mueve la lengua poética de Orta en los dominios del lenguaje conversacional y común. Pero este aserto  no quiere decir en absoluto que carezca de artificio: no pocas de sus gracias, quiebros e intentos de apartamiento de la norma dan la impresión de querer enlazar con el espíritu juguetón de ciertas vanguardias del pasado siglo, pues no es sólo que no retroceda ante formulaciones que los gramáticos puristas tildarían de “incorrectas” o en los bordes de la agramaticalidad (“en un cajón hay un bicho/que se le traba la lengua viperina”, de Bicho encerrado en un cajón), sino que también  algunas de sus imágenes se me antojan especialmente felices – como aquélla de “pasan los días como mariposas disecadas/ en los escaparates de la política institucional”, que podría haber firmado un Oliverio Girondo—o aquélla en que, hablando de las horripilantes edificaciones del litoral, dice que a tales engendros “como churros con café/ debía desayunárselos el mar” (Esos edificios de Pryconsa) o por fin esto otro, con sabor a la vanguardia más irreverente, de “las estrellas queridísima lectora/ se están lavando los pies en los charcos” . La creación léxica presenta, por lo demás, algunos ejemplos sabrosos como “le tacté las periferias de sus tetas” (A bocados nos traga la noche) o “sin puto lenguaje pusmoderno mariposeando/entre los colmillos afilados de la ingeniería financiera”.
          Sabe muy bien este autocalificado de “postperdedor”, (evidentemente creado sobre “postmoderno”), en fin, cuáles son las diferencias de lenguaje entre las gentes de poder y las que permanecen al margen de él y, lo que es otra manera de decir lo mismo, las colusiones de lenguaje—de cualquier tipo que éste sea—y poder: “en los límites de un paraje natural/ se afianzan los intereses oblicuos/los cheques en blanco/ de la manada estéticamente guapa/ de la guapura estética asesina/ que con su lenguaje estético destructor/ alimenta la producción positiva.”
              Hay un poema de Martínez Sarrión (Obra poética improbable, el que cierra su libro De acedía,de 1986) que tengo por ejemplar, por su condensación irónica y su bien  sedimentada sabiduría, que principia de esta guisa: “Ni arma cargada de futuro,/ ni con tal lastre de pasado/ que suponga sacarse de la manga/ una estólida tienda de abalorios/ con la oculta intención de levantar efebos”. Pues bien, la poesía de Orta, sin ser  algo del otro mundo, tampoco resulta del todo prescindible, pese a que ---y vuelvo al principio---a uno no le convenza demasiado. En los versos de Sarrión: no parece que sea  ni lo primero –ni falta que hace—ni casi seguro que se trate de lo segundo. Y esto es, para conluir, lo menos que se puede decir de ella.
 
 
 
 
 
 




jueves, 4 de junio de 2015

TRES POEMAS PRETESTAMENTARIOS

                  








                 Van aquí tres piezas pertenecientes a un libro en marcha, Epifanías del desengaño. Tienen sin duda una sobrecarga de patetismo y un como vago aire tardorromántico que alternativamente, según los humores del momento, me atrae o me desagrada. En fin, lo cierto es que uno nunca queda satisfecho del resultado de sus intentos con esto de la poesía. Aunque quizá lo valioso en sí esté en el intento mismo. Y, dicho sea de paso, en acertar a evitar la fácil tentación del regodeo  ---algo masoquista----- en la sensación, tan, ay, ubicua e insidiosa, de que  se le empiezan a pasar ya todos los arroces.


                               I
A todos esos que tú nunca fuiste,
por mucho que, a menudo,
de alguna nadería, de un casual estrambote
fabricaras un mítico relato,
los encuentras de noche,
sinuosos y expectantes,
por detrás del cristal ennegrecido
que, como gentil guante envenenado,
te devuelven las yermas
galerías del pasado.

La evocación, el cruento
rejón de la impostura
por una vez harán
a tu través del desengaño causa:
todos los que no fuiste, esos que han oficiado
de no nacidos dobles, nonatos exfuturos,
mirándote con ojos
ciegos, con un desplante que no sabes
si cínico o ambiguo, al otro lado
de aquel espejo roto y desastrado.

                        II

A veces has soñado
con vivir otros mundos, otras vidas y escenas,
y de un caleidoscopio amable entonces
la diurna ensoñación te regalaba,
satisfecha y mimosa:
aquel verde espectral de los poetas

bohemios parisinos, que facilitaría
éxtasis turbulentos en sus amantes tísicas,
la osadía serena
del maquisard que fija el percutor
a la distancia justa del raíl
una noche de invierno en la Lorena,
la emoción y el fervor del liceísta
que el adoquín arroja por esos bulevares
de aquel mayo lejano
que no debe de andar ni en las hemerotecas.

Y no sé cuántas más figuras, ya se ve,
de pasión y alegría.
Medio en broma, en algunos momentos de abandono
te entretenías con esa secreta
añoranza de lo que jamás viste.
Mitología barata, te dirán,
y retazos de mala,
amén de fraudulenta,
literatura que se presumía
de toda la camada rojilla adolescente.
Sin embargo, tú sigues
considerando ahora más fantasmal y lerda
la idea de los sesudos y pragmáticos
que, sin pestañear, al punto ya decretan
que toda ensoñación es en sí misma ridícula
y tienes sus proclamas y objeciones,
que ellos creen muy sensatas,
por aún más risibles y grotescas.


                 III


Quién sabe qué delectación morbosa
lo lleva a imaginarse,
una vez transcurrido
un tiempo que no habrá de ser, por fuerza,
demasiado,
                  aún sobreviviente,
mas ya sin ilusión, fe alguna ni deseo,
a verse malamente
sufriendo los embates de la edad,
mientras de vez en vez a traición le asaltan
contrahechos harapos de muy antaño,
anécdotas dispersas
un tanto falseadas
por un delirio errático y senil,
que alcanza a penas a alumbrar sin ganas
ese sol desvaído y macilento
de domingo invernal en el corrillo sólito
y tembloroso de los jubilados.


    

































                   










miércoles, 27 de mayo de 2015

EL FIN DEL TERCER REICH















              


                Antony Beevor. Berlín. La caída. 1945. Barcelona. Crítica 2002.






                He leído las casi 700 páginas de este libro como lo que creo que es, un inmenso poema dramático-épico, porque, al igual que ocurre con sus otras grandes monografías, La Segunda Guerra mundial , La Guerra civil española y sobre todo con Stalingrado, --esta reseñada en su día en este blog--- muestra aquí el estupendo historiador británico tanto sus conocimientos de técnica y estrategia militar como sus dotes de analista político y su fino sentido de narrador, atento a las decisiones de los poderosos y a las estrategias de los Estados tanto como al  terrible destino de las multitudes anónimas, los soldados obligados a combatir, la población civil atrapada en una orgía de muerte y destrucción: conmueve esa patética y estremecedora escena de los niños berlineses que juegan (¿inocentemente?) a la guerra con espadas de madera en medio de las bombas y la destrucción. (pág. 481).






                Haciendo gala, como es habitual en él, de una apabullante documentación, índices, aparato de citas, mapas y fotografías, narra Beevor el último avatar de la gran conflagración de 1939-45, al menos en los frentes europeos, que no fue sino el avance del Ejército soviético desde el Este y de los aliados desde el oeste para, en un movimiento de pinza, coger a la Alemania nazi entre dos fuegos y precipitar, con la caída de la capital del Reich, el fin de la guerra. Una sola objeción podría, si acaso, hacérsele a Beevor, y es que demoniza en exceso a los dirigentes nazis y soviéticos por igual y se reserva demasiados parabienes y cauciones para con los jefes militares aliados, como si estos no hubiesen incurrido asimismo en desmanes y crueldades y como si la guerra ---esta u otra cualquiera--- no haya sido siempre igual para todos.






                 Al margen de la minuciosa descripción de las operaciones militares, que las hay en buena parte de los capítulos ---de un total de 28, desde el derrumbamiento del castillo de naipes del Grupo de ejércitos del Vístula hasta el fracaso nazi de la ofensiva del invierno del 44, el rápido avance de los soviéticos, que llegaron a marchar a un ritmo de 60 a 70 Km diarios, y los combates finales en Berlín en abril-mayo del 45---  me han interesado más aspectos como las contradicciones internas y luchas intestinas entre la élite nazi, con un Hitler cada vez más aislado e impotente en medio de una corte de generales serviles e ineptos, Speer,  Goering  y Bormann intentando sucederle en el poder  y  un Himmler que maniobraba en la sombra intentando un armisticio con los aliados, con el telón de fondo además de la desesperación de los pocos jefes competentes que, como Guderian, no sabían qué hacer ante las órdenes a menudo escandalosamente suicidas. O la tremebunda represión desencadenada contra las poblaciones de Prusia Oriental, Silesia y Pomerania, por lo menos tan bestial e indiscriminada como la practicada en Rusia por los alemanes tres años antes. Las catastróficas decisiones militares del Estado Mayor nazi, cada vez más mediatizado por las imposiciones del Führer y de Goebbels, del todo incompetentes en este terreno, lo fueron aún más por las reformas introducidas por Stalin en el Ejército Rojo que, si bien no atajaron del todo la caótica indisciplina (curioso dato este, en principio impensable en un estado totalitario), sí mejoraron el armamento pesado, el camuflaje y el dominio operacional. El trato que recibieron los refugiados alemanes de aquellas regiones ---los que pudieron escapar hacia el oeste--por parte de las autoridades nazis fue al parecer casi tan brutal como el otorgado a los recluidos en campos de concentración: los administradores locales del partido, los Kreisleiter, eludían toda responsabilidad y a menudo hacían se dejara a esos refugiados, sobre todo si eran enfermos o ancianos, abandonados a sus suerte en pleno campo, tras haberlos llevado durante días de un sitio para otro en vagones de ganado.





                  Si el hundimiento del poder nazi, con los suicidios finales de Hitler, Goebbels y otros y la desbandada y los intentos de fuga de la mayoría de los integrantes de la élite tiene el aire de una trágica opereta bufa, con el decorado además de las orgías y borracheras, las semanas que precedieron a la conquista, entre la camarilla  de la Cancillería, no menos llama la atención la mezcla de astucia,  mano izquierda y fanática y cruel paranoia de Stalin, que no solo supo explotar a su favor las envidias y celos entre sus generales, sino también inculcar en el pueblo ruso, mediante una perversa propaganda, el sentimiento de culpabilidad colectiva por haber permitido la invasión de 1941---que sin duda le exoneraba a él mismo de su muy evidente y bien documentada responsabilidad y ceguera en ese desastre---, al tiempo que insistía en la delirante y peregrina idea de que  los prisioneros rusos y las trabajadoras forzadas llevadas por los alemanes a su territorio ---maltratadas y violadas a menudo por los soldados del Ejército Rojo---se habían vendido a los nazis.




                 Pero lo más determinante a la postre fue que consiguió engañar casi sistemáticamente a Eisenhower, a Roosevelt y a Churchill sobre sus verdaderas intenciones en relación a Berlín y a Polonia. En Yalta hizo creer a los dirigentes occidentales que la capital del Reich no era para él un objetivo estratégico, cuando en verdad tenía por objetivo irrenunciable el que Berlín perteneciera a la Unión Soviética tanto por derecho de conquista como ser la potencia que más había sufrido.  En cuanto a Polonia, era para él una cuestión personal: pese a la desconfianza de Churchill, ocultó el plan que siempre acarició de que el territorio polaco tenía que caer en la postguerra bajo la influencia soviética por las mismas razones, ya que era la URSS la que lo iba a liberar y debería  para ello  sacrificar a muchos hombres, como si no hubieran sido ya  bastantes afrentas  la vergonzosa traición contra Polonia que supuso el pacto nazi-soviético de 1939 y la salvaje matanza perpetrada por Beria en Katyn. A fines de marzo del 45, mientras Stalin entretenía a los dirigentes occidentales con mentiras y maniobras dilatorias, la Stavka ya tenía ultimados en Moscú todos los detalles de la operación Berlín, pues el dirigente ruso no estaba dispuesto en absoluto a que nadie le arrebatase la gloria  de tomar la capital y el correspondiente botín material y moral.







                  Cuestión muy  delicada ---y debatida por los historiadores---han sido las violaciones masivas de mujeres alemanes por soldados soviéticos. Con muy pocas excepciones, esta actitud venía favorecida por la tolerancia o la tácita aquiescencia de los jefes. Además del hecho de la ingestión masiva de alcohol (incluso productos químicos peligrosos requisados a laboratorios), los rusos estaban poseídos por una sed de venganza, y siempre se habían tomado la relación con las mujeres de las poblaciones vencidas y ocupadas como un asunto de propiedad o botín, al que tenían derecho después de lo que los alemanes habían hecho antes. La brutalización y el salvajismo que comporta toda guerra se vio acentuada en esta ocasión por los efectos deshumanizadores de la propaganda y los impulsos atávicos y difíciles de reprimir en hombres ya de por sí marcados por el miedo, el sufrimiento y la constante tensión del combate. "La extrema violencia de los sistemas totalitarios---escribió Vasily Grossman en Vida y destino-- demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano a través de continentes enteros".(cit por Beevor pág. 65). Las estimaciones del número de víctimas de violación son pavorosas: los cálculos elaborados por los dos hospitales más importantes de Berlín en las primeras semanas de postguerra oscilan de las 95.000 a las 130.000, solo en esa ciudad. De ellas, no menos de 15.000 murieron a raíz de la agresión o se suicidaron. En total, se cree que fueron forzadas al menos dos millones de mujeres alemanas, y una minoría sustancial fue sometida a violación múltiple. Se comprende que tan terribles hechos dejaran imborrables secuelas psicológicas: a muchas de ellas ya les resultó imposible en lo que les quedaba de vida mantener cualquier relación con un hombre, y en cuanto a estos, muchos se avergonzaban de su incapacidad y su impotencia a la hora de protegerlas. Hubo, no obstante, excepciones: la mayor parte de los fusileros de primera línea de combate demostraron ser más disciplinados y compasivos que las brigadas de tanques de la retaguardia, y de todos modos sorprende enterarse de que hubo bastantes testimonios de que oficiales judíos del Ejército Rojo hicieron todo lo posible para proteger a las mujeres y niñas alemanas (pág. 647). En fin, el mito más grotesco de todo este lastimoso asunto quizá sea el bulo consagrado por la propaganda soviética de que el servicio alemán de inteligencia había infectado de enfermedades venéreas a un buen número de berlinesas a fin de que contagiasen a los soldados rusos.





                   A medida que se acercaba la ofensiva final sobre la ciudad, empezó a estar claro que  Goebbels, máximo responsable entonces de la capital, al igual que hiciera Stalin al principio de la batalla se Stalingrado, no iba a evacuar a la población civil, con la esperanza de que así los soldados defenderían la ciudad con mayor desesperación. Tal decisión se impuso pese a la oposición de algunos generales, que querían evitar un sacrificio inútil. Aunque la resistencia resultó en ocasiones feroz, en general aquel objetivo no se cumplió: la gente estaba hastiada ya de la guerra y la propaganda soviética que insistía en la idea de que los desertores serían tratados con benevolencia no dejó surtir cierta efecto. Con todo, la suerte estaba echada, pues el potencial acumulado por las fuerzas soviéticas para la batalla contra Berlín resultaba abrumador: dos millones y medio de hombres, más de 40.000 cañones y piezas de artillería pesada y seis mil y pico tanques, además de cuatro ejércitos del Aire. "Nunca antes se había congregado tal potencia de fuego"(pág. 333).



                    La batalla fue terrible, tanto por el odio y la sed de venganza de los soviéticos como por el terror implantado por las SS y la Feldgendarmerie, que ejecutaban en el acto a todo el que, civil o militar,  intentase rendirse o desertar, así como también por la precipitación de los  soviéticos, que en sus ansias por culminar cuanto antes la operación propiciaron tal caos que se dio el caso de que unidades rusas se atacasen por error entre ellas. Hubo no obstante, algunos detalles que revelaban que aún quedaba un resto de humanidad en aquel indecible horror: Beevor cuenta el testimonio de un capitán soviético que vio cómo surgía de improviso, de las ruinas de un búnker, un muchacho de apenas catorce años: "Llevaba puestas una larga gabardina y una gorra. Hizo una ráfaga de disparos con su metralleta, pero al ver que yo no caía, dejó caer el arma y empezó a sollozar, haciendo lo posible por gritar Hitler kapputt, Stalin gut. Yo me eché a reír y le di un solo golpe en la cara. Pobres niños, me daban tanta pena"(Pág.377).





                 Los últimos capítulos se refieren al relato pormenorizado del suicidio de Hitler y a las maniobras del Kremlin cuando al fin se dio con el cuerpo, hecho que se mantuvo en secreto y que se ocultó incluso al mariscal Zhukov (pues la estrategia de Stalin consistía en asociar a Occidente con el nazismo al intentar hacer creer que los dirigentes occidentales estaban tratando de esconder al Führer), a la batalla en torno a la torre antiaérea del Zoo, a los intentos, en parte fallidos, de captación de material y científicos alemanes dedicados a la investigación atómica (otra de las obsesiones de Stalin), a la matanza de civiles en Chalottenbrücke, el puente sobre el Havel por el que se accedía a la vieja ciudad de Spandau, y a dar cuenta de los contradictorios sentimientos de los berlineses, pues si bien estaban resentidos por las violaciones y el pillaje, también se mostraban agradecidos y sorprendidos por los esfuerzos de los mandos del Ejército Rojo por alimentarlos (la propaganda nazi había insistido hasta la saciedad en que los rusos matarían a la población de hambre y de que llevarían a su país como esclavos a todos los individuos aptos para el trabajo).





                  La gran paradoja o curiosa moraleja de este episodio fundamental de la historia contemporánea lo constituye, en fin, la evidencia de que un régimen político que surgió con el objetivo declarado de destruir el bolchevismo acabara provocando todo lo contrario de lo que pretendía, esto es, extendiéndolo, durante décadas, por amplias regiones de Europa oriental y central. 

                     

                 


              

jueves, 7 de mayo de 2015

DOS POEMAS BREVES




                                  I

      (Leyendo Sobre la guerra, de Ferlosio)

Trofeos de la Historia.
Espiritada y fatua como un  espadachín,
nos cuenta sus hazañas:
la fanfarria sangrante
de patrias y de imperios,
al turbio flamear de las banderas,
su hedor a carne muerta,
al barro entumecido
en los descalzos pies de las trincheras
y a carne de cañón para sahumar la llama
votiva, el memorial
encomio entrecortado
en la voz aflautada de los próceres.

                              II


Si una blanca nevada de avefrías
mi cielo oscureciera,
y mi pálida cifra y mi guarismo vano
se hundieran para siempre
en el vasto arenal de los olvidos,
la rosa intacta quedaría entonces,
el mojón perdurable y el cómplice calor
de tu inviolada gracia.

Y así podría decirse
que la vida abrevó, que llegó al centro,
bebió la pura escarcha
del más recóndito de los veneros
y el alto sol que en su esplendor amasa
el oro enjaezado de los trigos
y que no todo fue de la ceniza.




DEL HOMBRE QUE HACÍA TEMBLAR






                                                          





Martin Amis. Koba el temible. La risa y los veinte millones.Barcelona. Anagrama. 2006.



                 Pese a que no pueda decirse que el libro que nos ocupa sea  ---ni tampoco lo pretende-- una investigación histórica rigurosa ni original, sí que está escrito con la suficiente pasión, falta de respeto por lo políticamente correcto e independencia de criterio como para que nos haya resultado de interesante lectura. Aunque Amis maneja sobre todo información de segunda mano  ---cita con profusión a Vassili Grossman, a Solzhenitsyn y los trabajos del historiador Robert Conquest, entre otros--- alcanza a exponer de manera ágil y con notable maestría narrativa  las calamidades perpetradas por el poder soviético. No es este asunto en sí algo que no se supiese y que otros han hecho mejor que él. Entendámonos: alguien puede tener la morbosa curiosidad de enterarse, por ejemplo, de cómo se torturó a Meyerhold, o escandalizarse de la alucinante salida del  PC francés ( los niños, en el socialismo, se hacen adultos muy aprisa) tratando de justificar el decreto soviético de abril de 1935 por el que los niños de doce años quedaban sometidos a todas las medidas penales, incluida la pena de muerte.


                  Pero es claro que ese no es el objetivo del libro,que constituye más  bien una crónica muy subjetiva, con constantes digresiones  autobiográficas, de cómo se ha enfrentado el autor, moralmente ( ¿habría otra manera de hacerlo?) a los espeluznantes horrores del estalinismo y , ante todo, un ajuste de cuentas personal, toda vez que lo ha hecho poniéndose brutalmente delante el fantasma de su padre, el escritor Kingsley  Amis, apasionado militante comunista y espía al servicio del KGB durante 15 años hasta que se le cayó la venda de los ojos y, con una salida que no tiene por qué ser necesariamente lógica, se convirtió en una acérrimo reaccionario. A él va dirigido una larga carta póstuma ---y otra a su viejo amigo Cristopher Hitchens, al que le reprocha el que siguiera siendo simpatizante trotskista hasta el fin de sus días--- que conforman ambas la tercera parte del libro, la más breve pero la más enjundiosa.


                Mucho se ha escrito acerca de la curiosa y para no pocos casi inexplicable fascinación que el bolchevismo leninista primero y el estalinismo después ejerció sobre tantos intelectuales occidentales, que es, ya se ha dicho, el principal ítem e interrogante sin respuesta que sobrevuela por este ensayo. La explicación de Amis es tanto  política como psíquica: por un lado había la diabólica eficacia del aparato de propaganda, del célebre agit-prop urdido por Müntzenberg y otros cerebros grises de la Kommintern, que hizo picar a tanto ingenuo, y por otro la necesidad de creer, una dispersa insatisfacción porque las cosas sean como son (pág.286). Pero ambas explicaciones me parecen no falsas, sino insuficientes: debe de haber otros mecanismos sicológicos ---que pueden variar de individuo a individuo--- que ayuden a hacerse cargo de, según los casos, la ingenuidad, el fanatismo o el autoengaño interesado o más o menos cínico.


               Hay en el ensayo no pocos momentos en que Amis comparece como polemista brillante y con gusto para la provocación intelectual, como cuando afirma, desarrollando una idea del historiador Orlando Figes  (pág. 98) que la Revolución Rusa y el bolchevismo vinieron a ser una realización perversa de los ideales de la Ilustración, puesto que hicieron cristalizar un experimento que la Humanidad estaba obligada a hacer para que en la tierra  se encarnase el mito imposible de la felicidad, la justicia social y la fraternidad universal, o cuando, jugando con lo hipotético y futurible, dice (pág. 220)  que si Stalin no se hubiese dedicado, arrastrado por su delirio criminal, a decapitar al ejército en los primeros años treinta, Rusia hubiera podido derrotar en la guerra a la Alemania nazi en cuestión de semanas, y así se habrían salvado no menos de cuarenta millones de vidas, incluidas casi todas las víctimas del Holocausto.

               
              Sí cabe reprocharle al novelista británico una cierta desmesura y egocentrismo en algunos de sus planteamientos, como cuando osa comparar el sufrimiento que le deparó la muerte de su hermana menor Sally ---a quien significativamente va dedicado el libro---con los padecimientos del pueblo ruso bajo Stalin. Por muy importante que aquel suceso fuese para él y por catastrófico que resultase para su vida personal ---que cualquiera comprende y respeta---la comparación se nos hace improcedente e incluso  algo obscena.