viernes, 11 de julio de 2014

UNA VIDA PLENA








Arthur Koestler. Memorias. Barcelona. Lumen. 2012. 943 págs.

         Había yo leído hace tiempo un librito, el único de que yo disponía,  último de una serie de tres,
editado por Alianza en su colección de bolsillo en los años setenta, con el título de La escritura
invisible
 y subtitulado Euforia y Utopía, que correspondía a las dos primeras secciones—que en lo
esencial tienen como asunto el viaje del autor por la Unión Soviética durante casi un año en 1932---
del segundo bloque de las Memorias  de Arthur Koestler , aproximadamente una cuarta parte
---pp-378-563--- del volumen que ahora comentamos. Este aparece ordenado de otro modo,
con otra traducción y enriquecido con una Nota editorial bastante esclarecedora y un epílogo del
autor fechado en 1953, texto este último que creo recordar que no figuraba en la edición de Alianza,
pero no puedo asegurarlo porque no he conseguido encontrar el librito en cuestión. Poco o casi nada
sabía yo entonces de Koestler, salvo que había sido un reputado escritor( en tres lenguas: húngaro
en sus primeros intentos poéticos de la adolescencia, alemán en los escritos periodísticos de los años
treinta y de su primera novela, Días rojos, e inglés en todo lo que publicó a partir de 1940),  político
e intelectual judío húngaro que había abrazado la ideología comunista en los años treinta y de la que

había abjurado después, en un tiempo en que todavía parte de la intelectualidad occidental seguía
obnubilada con el mito de la Revolución y ciega, a sabiendas o no, para con lo que
de verdad ocurría
en la Unión Soviética. Aun cuando los pormenores de esta serie  de desengaños hasta la definitiva
pérdida de la fe no se relataran en aquel librito de Alianza ---y sí se cuentan aquí---,en cierto modo
se intuían, toda vez que Koestler parecía empezar a acusar allí el contraste entre lo que él creía
y el brutal desmentido que a eso le ofrecía lo que estaba viendo con sus ojos.

         Pese a que dan la impresión de haber sido escritas como a rachas y sin un plan ordenador
global –hecho que el  mismo Koestler admite de modo implícito en p. 679---,a las muchas
anticipaciones y saltos atrás, a  las inevitables repeticiones ,a las muy numerosas digresiones –no
todas necesarias, como
también el autor reconoce en el mismo lugar--- sobre los más variados
asuntos y a algún que otrofallo de bulto ---en las pp. 616 y ss., que es donde debiera hacerlo, Koestler
no explica por qué, tras haberle ordenado la Komintern abandonar Rusia e ir a París, se quedó en
Budapest casi un año, ni qué consecuencias le acarreó tal desobediencia--- , hay que aclarar que
estas Memorias, prolijas, minuciosas y laberínticas, resultan entretenidas ante todo porque lo cierto
es que  participan  de una muy saludable variedad de registros y asuntos.

         Y así el lector encontrará  desde la descripción de la tumba de Tamerlán en Samarcanda, pp. 548-
9, hasta  una muy lúcida teoría de la prostitución, acompañada de una deliciosa e irónica
descripción de las putas y los burdeles parisinos de los años treinta, pp. 234 y ss.; verdaderos trozos
de crítica literaria, a modo de pequeños ensayos (como en  las páginas 422-28, donde se traza una
acerada y durísima semblanza de Brecht, descarado plagiario, según Koestler, de Villon y de Kipling
en las baladas cantables de sus piezas dramáticas, al que no llegó a conocer personalmente pero que
no duda en  calificar de cínico e inhumano en el trato ,y una acerba crítica de su obra , sobre todo de
su pieza La toma de medidas, que tacha como la obra de arte más reveladora de toda la literatura
comunista
 y, de hecho, parábola política que sirve como justificación del pacto de 1927 Stalin-
Chiang Kai Shek---y de las siniestras purgas de Moscú de pocos años más tarde--- que llevó a una gran
matanza de comunistas chinos con la pasiva complicidad del primero, o en 597-605, en que se traza
una semblanza de su amigo el torturado poeta expresionista húngaro Attila József y se hace un
intento de explicación de algunos de sus poemas); pasajes de intención y textura lírica o poemática,
como en 215 y ss. referentes a la tristeza de Jerusalén (sus habitantes, a la vez sujetos y objetos de
una belleza trágica, están, se dice, envenenados de santidad y de fanatismo ) o en p. 506 , donde se
halla el relato de la despedida de su fugaz amante rusa Nadeshda en los muelles de Bakú cuando
ambos sabían que no iban a volverse a ver jamás; episodios que ilustran las paradojas, bajezas y
criminales crueldades del escenario político del siglo XX ,como en p. 623 y ss. dedicadas al juicio---
contado  en clave de una especie de farsa en que jugaron al gato y al ratón los representantes de
los dos regímenes políticos más sangrientos del siglo--- que se siguió por la quema del Reichstag por
los nazis y la inteligente contracampaña que montaron los dirigentes comunistas por la falsa
imputación a los suyos, sobre todo Willi  Münzenberg, uno de los personajes a los que Koestler más
elogia, o en p. 785,donde cuenta el autor cómo, comisionado por la Komintern para ir a España
para
encontrar y airear pruebas de la ayuda nazi al bando franquista, se ve una noche
obligado a invitar a copas a unos cuantos aristócratas españoles y portugueses, ni que decir tiene
que apasionados fascistas ,en el casino de Estoril, no sin dejar de reconocer sotto voce lo simpáticos
y educados que son y lo bien que se está con la gente bien; finos trazos y apuntes de descripción
física y moral  de personajes, admirados o no, por Koestler, por ejemplo, entre otros, en
pp.471 y ss. Oragvididisze, el culto, liberal de espíritu y juerguista ministro de Educación de
la República Socialistde Georgia (¡quién lo diría, con ese carguito¡), Alex Weissberg, p. 433 y ss.
el reputado físico austriaco,que acabaría, como tantos otros, ejecutado, con acusaciones falsas y
absurdas, en las purgas estalinianas, y en cuya casa de Jarkov viviría Koestler algunas temporadas
durante su estancia en la Unión Soviética, la aristocrática mecenas de escritores izquierdistas
pobres, a los que acogía temporadas en su casa, María Korpfer, pp. 744-62,  o los hermanos Freddy
y Theodor, pp. 653 y ss. ,contrafigura  uno del otro, primos del autor a quienes éste no había vuelto
a ver desde su infancia vienesa y que reaparecen después como empresarios chanchulleros y
estafadores.

       Y se puede encontrar también, para decirlo todo,  alguna picante curiosidad que uno no esperaría
hallar en un libro de esta naturaleza, como el modo en que tenía diseñado el vehículo oficial
D. Alejandro Lerroux (p.802-3).Es una anécdota por supuesto intrascendente, pero que tiene cierta
gracia y por eso no me resisto a la tentación de contarla aquí con detalle. Resulta que en su
segundo viaje al Madrid en guerra, comisionado por la Komintern, para probar la implicación nazi
en el bando franquista, el entonces ministro de Exteriores republicano, el procomunista Del
Vayo, encarga también a Koestler que investigue en los archivos del Ministerio, y allí se encuentra
entre otros materiales con el archivo personal de Lerroux a la vez que pone a su disposición el
que había sido coche oficial del insigne prócer. En el archivo se topa con numerosas cartas
de jovencitas admiradoras y en cuanto al coche, parece ser que iba equipado con cortinas color
lavanda en las ventanillas y con un cristal separador entre el conductor y los asientos de atrás y
poseía un panel con botones  en una de las puertas traseras, con los que se podían dar instrucciones
al chófer, del tipo de Más deprisa, Más despacio, Párese, etc. Cuando se apretaba otro botón, oculto
a la vista, se encendía una luz roja, cuyo significado para el conductor era que tenía que apagar el
motor, bajarse, abrir el capó, trajinar con el carburador  e informar después de que el coche se había
averiado y de que se veía obligado a ir a pie hasta el próximo pueblo, a diez kilómetros, para pedir
ayuda, aunque  por fortuna quedaba algo de champán para aliviar la espera de D. Alejandro y la
amable señorita que en esa ocasión le acompañaba. Sin comentarios.

        El libro viene servido, por lo demás, por  una prosa ágil, nítida, de sutil capacidad de observación,
sobre todo para la captación de ambientes y la presentación de los muchísimos personajes que aquí comparecen  y, por lo menos aparentemente, ceñida a los hechos, en la mejor tradición de la
historiografía y el autobiografismo anglosajones. Casi nunca decaen a mi juicio estas Memorias en
interés y amenidad para el lector , y hay que reconocer que conseguir esto a lo largo de casi mil
páginas no es moco de pavo. Me han resultado pesados, con todo, algunos pasajes, como  el capítulo
Maestro de escuela en Maison-Lafitte, pp. 663-672, demasiado lastrado por un fondo de
moralina de didactismo ejemplarizante que me resulta desagradable, y los párrafos dedicados a su
viaje en zeppelin, formando parte de una expedición científica al  Ártico, pp. 333-342, que no
consigue llegara la vibrante amenidad del relato de aventuras que pretende ser y que adolece
además de excesiva autocomplacencia.  

       Dos ítems de  me parecen esencialmente elogiables en este libro: a) en la época en que se
redactaron estas Memorias, 1951-52, muy pocos de los que lo sabían se atrevían a denunciar lo que
hoy sabe todo el mundo, por ejemplo hasta qué punto resultó cínica y criminal la política estalinista
respecto a los partidos de izquierda europeos o sus consecuencias para la Guerra civil española (cuya
duración, al igual que Franco por otros motivos, Stalin dosificó con la ayuda militar justa como para
que la República no sucumbiera desde el principio y para que le diera tiempo a él a tener a punto el
pacto nazi-soviético de 1938), o hasta dónde fueron responsables también las democracias
occidentales y la opinión liberal en general, por su ceguera y pusilanimidad, en el triunfo del
fascismo (en pág. 619 se cita una frase del editorial del Evening Standard del 31 de octubre de
1938: “es esta feliz convicción de fe en la sinceridad y honestidad de herr Hitler lo que constituye
la clave de la paz europea”) y b) la manera ambigua y contradictoria  con que el autor se enfrenta a su propio
personaje. En pp. 36 y ss, hablando de los dos modos en que en su opinión se puede abordar una
autobiografía, se refiere a lo que él llama “impulso del cronista” (en definitiva, dar cuenta de los
hechos externos con objetividad)  y al “motivo del ecce homo” (que vendría a ser la pretensión de
explicar, en la medida de lo posible,  todos los recovecos, aun los más desagradables o humillantes,
de la vida íntima o interior). Del hecho, cierto,  de que muchos escritores de memorias tienen tanto
miedo de parecer vanidosos que se presentan a sí mismos como los hombres más insignificantes de
la tierra” (p. 39), de donde se deriva la falacia del hombre insignificante, se pregunta con razón
Koestler cómo es entonces posible que el autobiografiado suela aparecer siempre rodeado de
muchos amigos interesantes, acontecimientos importantes y sabrosas historias sentimentales. Pero
lo que no se pregunta y ni siquiera sugiere es la posibilidad de que la segunda manera no sea sino
una máscara de la primera, esto es, que la jeremiada y la autoconmiseración  venga a ser la otra cara,
oculta, de la egolatría.

            Y resultaría difícil dilucidar hasta qué punto conviene su teoría a su propio caso o en qué
medida bascula su libro entre ambos polos, pues si por un lado no evita ---Ecce homo--- consignar
sus miserias (repetidamente se refiere, por ejemplo, a su timidez y complejo de inferioridad, que
sufría sobre todo, como suele ocurrir, en las ocasiones más delicadas, los terrores y obsesiones
que lo atenazaban desde la infancia, debido en gran medida al tiránico trato que recibió, con la
aquiescencia de la madre, de la criada Bertha, p. 46 y ss,  el reconocimiento de su impostura y
exhibicionismo en las relaciones sociales, p. 95 o la especie de lacerante autoanálisis que se
hace en el cap. Retrato del autor a los 25 años, pp. 263-64), por otro parece poseído por demasiadas
dosis de narcisismo egolátrico(en 1946 se hizo una especie de horóscopo donde vino a darse
cuenta de que había nacido el mismo día de 1905 en que empezaron los disturbios de la primera
Revolución rusa en Bakú, en que se firmó el Tratado por el cual Japón emergía como potencia en el
mundo moderno y el mismo mes y año ---menos mal que aquí no coincidió también el día---en que
Einstein publicaba en Zurich sus primeros trabajos sobre la Relatividad). Cuando empecé a leer ese
pasaje me resistí  a creer que Koestler, un hombre inteligente e ilustrado, fuera capaz de caer en la
idiotez de creerse esto ad pedem litterae, aunque no supe ya qué pensar cuando, a modo de
conclusión leí: “ (…)pensé que mi horóscopo secular me había proporcionado una información sobre
el campo de fuerzas  de mi nacimiento como podían proporcionarme las estrellas, y también sobre las influencias que forjarían mi carácter y mi destino” (p.23).

          Koestler es ejemplo como pocos del drama del intelectual europeo de la primera mitad del XX,
  de Sartre a Merleau-Ponty, de Orwell a Dos Passos, seducido y en muchos casos fanatizado por el
mito de la Revolución y obligado después por la fuerza de los hechos a rectificar. En este sentido, el
arranque de la sección Euforia y Utopía no deja lugar a dudas: “Fui hacia el comunismo como quien
va a un manantial de agua fresca y abandoné el comunismo como quien sale arrastrándose de un río
emponzoñado por los despojos de ciudades inundadas y los cadáveres de los ahogados” (p. 389).
Algunos fueron fieles  toda su vida, con dosis variables de cinismo o mala conciencia, como Aragon
o Brecht, y otros meros comparsas o compañeros de viaje. Pero él no estuvo ni con los unos ni con
los otros: aunque con algunas dudas y desgarros íntimos, fue un par de años esforzado militante
comunista y varios más después  un servicial funcionario de la Komintern hasta que rompió
radicalmente con ese mundo en 1939. Se podría decir que alcanzó a vivir varias vidas, de tan
multiforme y azacaneada como fue la suya. Fue un niño solitario, asustadizo y estudioso en Budapest
y Viena a principios de siglo, luego ---tras abandonar abruptamente los estudios de ingeniería, que
ya estaba a punto de finalizar---apasionado sionista y vagabundo medio muerto de hambre en la
Palestina de los años veinte,  más o menos lo mismo en París poco después, respetable y
bien pagado periodista de la cadena Ullstein en el Berlín de la República de Weimar, militante
comunista semiclandestino, tras ser despedido de su trabajo, en la misma ciudad, apparatchik  en
Rusia y en París, preso condenado a muerte por los franquistas en Sevilla en 1937 ---experiencia sin
duda límite
y terrible para cualquiera, que le da pie  para una serie de consideraciones casi metafísicas ,pp.
828-836, acerca del miedo, la tentación de abandonarse a algún tipo de consuelo místico, sea la
conversión religiosa u otro tipo de asidero, el  autocontrol racional, muy difícil  en esas circunstancias,
y el conocido fenómeno psíquico del desdoblamiento de conciencia ---, víctima de  malos tratos y
 campos de concentración, llevó a cabo  un intento de suicidio ---en 1940, cuando tras conseguir
escapar de un campo de concentración en los Pirineos franceses tiene un fugaz reencuentro con
W. Benjamin, que le regala la mitad de las pastillas de un compuesto de morfina que llevaba
dispuestas por si se daba la ocasión de tener que utilizarlas. Koestler intentaría matarse con ellas
cuando en Lisboa le denegaron por segunda vez el visado para Inglaterra, justo por los mismos días
en que se enteraba del suicidio del alemán en Por-Bou. Nuestro autor  habría de tener que esperar a
fecha tan tardía como 1983 para, aquejado de una enfermedad incurable, tener el coraje de  quitarse
la vida junto con su segunda mujer, hecho que cuando supe de él me hizo más simpático y respetable
el personaje---.Y  fue asimismo autor sin lectores y desconocido y escritor de éxito, hasta dar en
publicista y novelista de cierta reputación en Londres a partir de 1950, ya con una existencia más
tranquila.  

       Se vio envuelto además  en los más turbulentos y determinantes acontecimientos históricos de
aquel periodo, pues vivió de niño la guerra del 14 en Viena, adonde sus padres se habían trasladado
poco antes desde su Budapest natal, la Comuna húngara en esta ciudad en 1918, tuvo también
experiencia directa de las traiciones, purgas y existencias al filo de la navaja que amargó la vida de
tantos comunistas ( Koestler vio morir en circunstancias violentas a buena parte de sus amigos y
conocidos: “puedo afirmar que de cada cuatro personas que conocí antes de los treinta años, tres
fueron posteriormente aniquiladas en España, torturadas hasta la muerte en Dachau, ejecutadas en
las cámaras de gas de Belsen , deportadas a Rusia o liquidadas en este país ; algunos se arrojaron
por la ventana en Viena y Budapest, otros fueron destruidos por la miseria y la falta de sentido del
exilio definitivo”, p. 122) y de la Guerra civil española, de donde estuvo a punto de no salir vivo y, en
fin, la Segunda Guerra Mundial, que pasó entre Francia e Inglaterra.

       Su vida ---y esta puede ser en definitiva una lección moral nada desdeñable--- constituyó en  en
cierto modo un lento y desesperado aprendizaje contra sí mismo : tiene la honradez de admitir que
algunas de sus novelas, incluso la tan celebrada El cero y el infinito (o como se tituló en la edición
original inglesa, Darkness at noon) resultan endebles por no haberse dado cuenta a tiempo de que
el conflicto entre arte y propaganda acaba siendo inconciliable y sin componendas: o lo uno o lo otro;
y tiene asimismo la honradez de reconocer que, frente a tanto individuo graciosamente iluminado
por las Musas como hay por ahí, escribir es, para la inmensa mayoría, si no todos, de los que lo hacen, una dura tarea y un arduo aprendizaje, hecho de insistencia, práctica y superación de errores. Copio un poco
por extenso el pasaje de la pág. 740 por su carácter harto ilustrativo: “ (…) podría dar la impresión
de que pertenezco a la envidiable categoría de gente que escribe con soltura y agilidad.
De hecho, es totalmente lo contrario. Escribo como habla un tartamudo. Sudo para escribir a mano
cada palabra de forma lenta y dolorosa, tachando y reescribiendo todo el tiempo, el
manuscrito mecanografiado que entrego a la imprenta es generalmente la tercera o cuarta versión”.
Pues eso.