miércoles, 11 de junio de 2014

OCIOS DE RICOS

                 José M. Caballero Bonald. En la casa del padre. Barcelona. Plaza y Janés. 1988.

                Ha venido a querer la casualidad que uno haya leído ---puesto que lee, salvo excepciones muy puntuales en que lo hace por obligación, movido por la curiosidad y el placer y no en pos de ningún motivo temático o estética o lenguaje particular---estos últimos días dos novelas que bien se podría decir que son como la contrafigura y antítesis la una de la otra, así por el mundo que pretenden contar como por la lengua literaria que implementan para ello. Del Caballero como prosista solo conocía yo Dos días de setiembre (1962),acaso una de las mejores novelas que rindió el llamado Realismo social de los sesenta y que me dejó un buenísimo sabor de boca, y sus dos volúmenes de memorias Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001, ejemplos ambos de tan excelente y requintada prosa y de valor histórico-generacional como sobrados ---sobre todo el segundo---anécdotas chocarreras y demasiados juicios sumarísimos sobre algunos personajes y actitudes. Pero ya se sabe que casi nadie incumple la norma general consistente en poner por las nubes a los amigos y a parir a los no amigos (ambas cosas en una escala muy variada, claro está).No creo que esta En la casa del padre, que me empezó a resultar un tanto reiterativa y pesada solo en laparte última, donde hay algunos pasajes que juzgo que están de más y que más abajo citaré (pienso de hecho que le sobran las últimas 30 ó 40 páginas) llegue al nivel de excelencia de la novela antecitada, y si la acabé es porque siempre me ha resultado muy violento dejar un libro hacia el final.

          Pero la novela resulta, con todo,divertida en sus mayores partes, pues que está escrita con plausibles dosis de sentido del humor y alguna que otra pincelada esperpénticas ---así en la p. 107, cuando la matriarca Adelaida sorprende a su hija Carola en un forcejeo erótico con Juan de Juanes, gañán ascendido a capataz por Alfonso María, ante el que, como es natural,caerá en desgracia a raíz de este episodio, "no llegó a desmayarse, solo notó un velillo acuoso que le empañaba la visión. Se quedó un punto indecisa, pero reaccionó de inmediato, componiendo sin decir palabra un solemne además tribunicio: señaló con el brazo extendido en dirección a la calle, el índice temblando de locuacidad y la mirada clavada en ese índice. Estatua imperiosa, solo le faltaba para ser ecuestre la comparecencia del potro asesinado", en las pp. 156-58, donde se nos da cuenta de que Ignacio, el hermano de Socorro, la mujer del prócer Alfonso María, es una especie de deficiente mental y sátiro que padece de satiriasis hiperestésica y se pasa el tiempo en su cuarto dando berridos, de modo que el cuñado tiene que llevarlo a un burdel para que se desfogue, al principio una vez por semana y luego cada dos o tres días porque al desdichadose le reproducía el ciclo frenético del celo. Y se adorna, por lo demás, con un muy rico vocabulario,notoriamente en las regiones semánticas que tienen que ver con la agricultura de las comarcas bajoandaluzas,la industria de transformación del vino,los coches y la crianza de caballos y las artes de la navegación (en el pasaje en que tres de los nietos del patriarca acompañados de una criada juegan a volver a hacer funcionar un viejo alambique --pp. 163-166--quien no lo sepa puede enterarse de qué son, por ejemplo, una damajuana, un serpentín o un lebrillo,en el de las pp. 55-56,la escota, el foque,trasluchar o la botavara, o en la p.100, hablando de las modalidades de enganche en los coches de caballos, limonera, tronco, trasillo, cuarta potencia, o en la p.63 crujías, duelas, describiendo el interior de una bodega). Hace asimismo gala de una sintaxis de andadura amplia y de resonancias clásicas ( el episodio del león ---pág. 202-204--- parece de evidentes resonancias cervantinas: "y se le iban los ojos del proveedor al león, del león al tabernero, del tabernero otra vez al proveedor", y es de notar el empleo bastante sistemático del imperfecto de subjuntivo en contextos donde el español moderno prefiere los pasados de indicativo, o los giros, entre otros, de hasta edad de sin ser notado, con mucha pedrería metafórica en las por lo demás muy meticulosas descripciones de personajes y situaciones. Lástima que una prosa tan culta caiga a veces en descuidos como el suprimir la preposición de en contextos como estar convencido de, tener la certeza de (tal como ocurre en las pp. 53, 88, 116 y 248, por ejemplo).


              El relato principia con el accidente doméstico del capellán de la casa, Don Ismael: "Tropezó tal vez con el mamperlán de un escalón, o tropezó con algo más insidioso que llevaba en la cabeza , y se fue incorregiblemente de espaldas , la sotana a guisa de pañolón y las magras piernas sometidas a una gimanasia estrambótica. No lo ayudó ni el ángel custodio ni el alivio superfluo de las risas de los primos ni la última jaculatoria que musitaría en vida, porque su nuca chocó de mala manera con uno de los angelotes del altar" (pág 12),una caída que le deja medio tonto para los restos, pues pierde el habla (mucho más adelante sabremos que está fingiendo) y tras una estancia en el hospital vuelve en una silla de ruedas con la que se dedica a darse paseos por toda la casa y meterse a curiosear donde no lo llaman. Este Don Ismael esconde un terrible secreto que lo ha atormentado toda su vida y que el lector solo descubrirá al final, cuando el cura ya ha muerto y se vean los papeles que ha dejado escondidos en un cofrecillo bajo llave que ha confiado al cuidado de una vieja criada. Tal cofre y su contenido, sobre todo la especie de confesión o desnudamiento de su alma que se transcribe en las pp. 133-35, habrá de convertirse, en la imaginación del narrador en 1ª persona, que solo más que mediada la novela nos enteramos de que es José Daniel, uno de los cuatro nietos del patriarca Sebastián,en un motivo recurrente y acaso símbolo al final de la inevitable decadencia de la estirpe. Un narrador- testigo, como se lo suele llamar, que acierta a contar las peripecias de la familia a veces con una suerte de distanciamiento irónico y otras con un indisimulado orgullo de casta.

             Se narra aquí la saga familiar-empresarial de los Romero -Bárcena, grandes propietarios de fincas y magnates de la industria vitivinícola de la Baja Andalucía, épica familiar cuyo ascenso, consolidación y principios de decadencia vienen coincide en el tiempo, grosso modo, con el decurso del siglo XX. Y así es desde el que podríamos llamar primer eslabón, al que solo se alude de pasada,el oscuro tendero Valeriano Romero, que a base de trabajo y privaciones primero y gracias a un buen matrimonio con la riquilla santanderina Purificación Bárcena después, consigue hacerse con algunas propiedades y dejar paso al hijo único de ambos, Sebastián, el verdadero patriarca y no menos verdadero espécimen de emprendedor y creador de riqueza,de quien se nos cuenta en las primeras páginas cómo tras una estancia en Londres vuelve a su tierra con los suficientes arrestos y visión del negocio como para comprar una bodega de almacenado, una fábrica de destilación y rectificación de alcohol vínico y una tonelería, cómo casó enseguida con la rica heredera Adelaida Conticinio, que aportó al matrimonio sus buenas hectáreas de viñedo y dehesas corcheras, su buen lote de yeguas de silla y otros dividendos en bodegas de crianza y fincas rústicas, cómo consiguió el ennoblecimiento con el rimbombante título de Conde de Malcorta y cómo se hizo construir una enorme mansión inspirada en unos viejos grabados de un palacio genovés que encontró por casualidad arrumbados en una bodega, cosa que encargó a un arquitecto inglés de prestigio, quien hubo de apañárselas para levantar algo solo moderadamente kitsch sobre los dibujos de fachadas, paramentos, balconajes y otros elementos que Sebastián le mostró. Sebastián es de natural apacible, paternalista y un tanto excéntrico---excentricidad que se acentuará con los años y llegará a su máxima expresión en sus postrimerías, ya casi ido al igual que su mujer Adelaida, lo que no le impedirá en absoluto ejercer la autoridad sobre los inferiores cuando éstos traspasan alguna de las líneas rojas, por emplear una resobada metáfora hoy muy en boga en boca de los políticos, ni cultivar las relaciones que le convienen: es amigo de Sanjurjo, a quien había visitado más de una vez en compañía del conde de Rodezno (pp.78-79), y al estar como su hijo Alfonso María ---si bien éste de modo más acorde con los ardores de la juventud---convencido de que sus intereses políticos se anclarían siempre en "un orden fervorosamente vinculado al prestigio social y a la fe verdadera" (p.79);y por tanto empieza a conspirar contra la República desde el mismo 31.

               A partir de ahí ---más o menos los cap.8-9 de los 27 en los que se divide el libro---la narración se centra básicamente en la figura de Alfonso María,hijo mayor de Sebastián y Adelaida, (y en menor mediada sobre sus hermanas Carola y María Patricia y sus cónyuges), enamorado de la caza (de la de las mujeres y de la propiamente cinegética), soberbio, con permanente derecho de pernada sobre alguna que otra criada u obrera de buen ver,orgulloso de su casta y con no pocos repujos de brutalidad, que sabrá tanto acrecentar el ya cuantioso patrimonio familiar como estar a la altura de las circunstancias en la hora suprema del Alzamiento del 36. Los padres, ya muy ancianos, y las hermanas sopesan la posibilidad de huir a Londres aunque finalmente desechan la idea,mientras que él se afilia en hora temprana a Falange, moviliza y organiza a las fuerzas vivas de la zona y tras la victoria ejerce el cacicato, con mano de hierro, en la comarca. Muertos los padres, Alfonso María se convierte en cabeza del clan y jefe de la familia, por cuyos intereses velará.

                El mayor contratiempo (pp.122-27), amén de la aparición de un caballo pura sangre asesinado por unos braceros descontentos, lo que acrecienta en él la paranoia de que se trata de la barbarie vengativa de los de abajo, empeñados en "demoler el santo edificio de la dignidad restaurada. (pág. 103), es que su hermana Carola, contra el criterio de la familia, que lo considera socialmente inferior y que para mayor escándalo está connotado como rojo por los informantes de Sebastián y Alfonso María, entra en relaciones con tal un Juan Claudio Vallon, modesto químico de origen francés empleado en una bodega, con el que se fuga y se casa en secreto. Antes Alfonso María ha de tragar la humillación de tener que retirarse ---tras un encuentro casual con Vellon en una venta, en el que éste se halla muy bien acompañado---y no poder descerrajarle al francés un tiro allí mismo como hubiera sido su deseo. Desaparecido Vellon en circunstancias que no se especifican, en la contienda civil, y tras un par de años de vana espera ---la pareja no ha tenido descendencia---Carola regresa al redil familiar y solo a duras penas recupera el afecto de los suyos, puesto que la familia se había conjurado, a su fuga, para ni siquiera volver a pronunciar su nombre. Pero su hermano Alfonso María, aunque tolera su presencia, jamás la perdona de verdad.

                  Poco a poco esta Carola irá convirtiendo al sobrino José Daniel, el narrador, (que establece al final de la novela sus fidelidades sentimentales, entre su atracción por la tía Carola y la ambigua relación de amor-odio con su primo Aurelio, al tiempo que levanta acta del desmantelamiento de la casa familiar, en el que no deja de ver---p. 252---"el reverso de la sombra de unos años vivificantes y contradictorios, de un tiempo que consistía de súbito en la circulación simultánea de muchas imágenes divergentes") en su preferido y objeto central de sus atenciones, correspondidas y deseadas por éste, hasta el extremo de que tía y sobrino llegan a tener un breve pero apasionado escarceo erótico (pp. 234-35), pasaje por lo demás un tanto forzado y adventicio, amén de muy sobado y como dejà vu( ¿dónde he leído yo algo parecido?. El calor húmedo e insoportable, como de los Trópicos, la lluvia, las mosquiteras .... ¿en Vargas Llosa?, ¿en García Márquez?, y no menos improcedente se me antoja la comparecencia, poco antes y como por arte de magia, de dos nuevos personajes en la casa, los hermanos, chica y chico, Dulcenombre y Quinín, a los que supone el narrador que va a utilizar el ya talludito prócer Alfonso María para sus solaces de voyeur p. 230).