lunes, 10 de febrero de 2014

VIRGINIBUS PUERISQUE





Luciano G. Egido. El corazón inmóvil. Tusquets. Barcelona, 1995

      Me llega, de las manos  y de la fervorosa recomendación de mi buen amigo y colega Manuel Villalba, la presente novela, de la que no tenía hasta hace unos días la menor noticia, aunque sí, pero poca, de su autor, el escritor salmantino Luciano Egido, al que sabía autor de una bastante celebrada especie de biografía novelada de los últimos años de Don Miguel de Unamuno, publicada hace no mucho bajo el sello, creo, de esta misma editorial, Agonizar en Salamanca, que no he tenido ocasión de leer. Me entero, tras haber leído este El corazón inmóvil, de que el texto recibió aquel año, 1995, de su primera publicación ---no sé si habrá reediciones----el Premio de la Crítica, acaso el menos prostituido, por lo menos en teoría, de la turbamulta de los premios literarios concedidos en España cada año, aunque solo sea por el hecho de que carece de dotación económica alguna, aunque, como diría el otro, el dinero no lo es todo y, quizá más a menudo de lo que suele creer, ni siquiera a veces lo más importante.


         Pues bien, hete aquí que lo primero que a uno le viene a la cabeza al abordar esta novela, cuya lectura ya avanzo que me ha hecho pasar algunos espléndidos ratos, es la relativa originalidad tanto de su asunto ---así a bote pronto solo recuerdo ahora otra historia, en las letras españolas recientes, de monjas enamoradas obligadas a vivir en un ambiente de helada tiranía concentracionaria, Extramuros, que el ya desaparecido Fernández Santos hiciera allá por mediados de los ochenta, sin que importe mucho ni nada que ésta se ambientara en pleno siglo XVI y la que nos ocupa lo haga en la pueblerina, adocenada y levítica Salamanca de principios del pasado siglo----como, lo que acaso suele tener mayor interés, de su planteamiento y disposición estructurales.


         La novela se distribuye en dos largos tramos iniciales, de unas ciento cincuenta páginas cada uno, y un a modo de cierre o epílogo  ---no puedo resistir la tentación de escribir también allegro final--- de no más de una docena, donde el personaje principal, libre ya del caudaloso  --y tan atroz como placentero---infierno del que acaba de salir pero inevitablemente marcado a fuego ya para siempre por él, desnuda su alma, filtra y evalúa la propia experiencia vital, agrandada y cauterizada por el dolor y, en la medida en que nos es dado a cada uno de nosotros, elige. En la primera parte se nos cuentan, coral y perspectivísticamente , los hechos (en esencia: en el marco de un Hospital para indigentes y desgraciados terminales regentado por las Hermanas de la Caridad ---lugar donde transcurre toda la novela--- el asesinato en su puesto de trabajo, en plena noche y por envenenamiento, de un joven médico con fama de seductor y mujeriego impenitente y casado por el sistema del braguetazo con una pálida e insignificante señorita provinciana a la que desprecia y ningunea, y la posterior localización, apresamiento y ejecución mediante garrote vil ---la transcripción del discurso del Juez en el juicio, pp. 129-136, no tiene desperdicio porque pone casi los pelos de punta--- del presunto asesino, una especie de criado para todo al que las buenas madres han acogido desde niño, mudo y medio lelo, al que en el momento de su detención, presa del pánico, no se le ocurre mejor cosa que intentar meter fuego a todo el edificio, lo cual como es lógico no viene sino a señalarlo como reo del crimen a los ojos de todos). En la segunda, mediante una panoplia de bien dosificados  y meditados flash back, se nos descubre a los lectores la verdad, que no era desde luego la que al principio parecía.


          En esta parte segunda se complica asimismo bastante más el concierto de voces narrativas, pues si en la primera hablan sobre todo el lerdo, fascistoide y un tanto grotesco inspector de policía encargado de la investigación, otro joven médico (al que el policía detesta, aunque seguramente no por los motivos que él cree), amigo íntimo del asesinado y en cierto modo lograda contrafigura de éste, que además atesora un par de terribles secretos, de los que uno  ni siquiera se atreve a confesárselo a sí mismo, la tremebunda y fanática Madre Superiora, aplicada de hoz y coz, como no podría ser menos, a la necesaria restauración del Orden, la viuda del facultativo finado, aunque ésta vista en gran parte desde los ojos del policía, que narra  en tercera persona, con indisimulada brutalidad e incomprensión, lo que la mujer va haciendo desde la muerte de su marido y con qué gentes habla, y por fin la principal de las monjas enamoradas (primero de otra Hermana en Dios y después, sucesivamente, de dos hombres) Y es en la segunda parte donde este último personaje va adquiriendo poco a poco el papel determinante, en compañía de bastantes otras monjas, unidas todas ellas por un espesísimo entramado de relaciones sentimentales que van de la amistad y la admiración al odio, las ansias de venganza, el desprecio o los celos, quedando ya algo oscurecidos alguno de los antecitados personajes estructuralmente actuantes y productivos de la parte primera, sobre todo el policía, que en este segundo tramo ya ni siquiera vuelve a aparecer. Hay que decir que la novela va a todas luces creciendo y ganando en maestría narrativa y fuerza constructiva a medida que avanza, hasta desembocar en las últimas cien páginas, que me atrevo a calificar sin hipérbole alguna como de soberbias.


       Habría que reprochar a Egido --- además de la inclusión de alguna digresión yo creo que gratuita y postiza, como la que en las pp. 231-34 se dedica a los orígenes del celibato eclesiástico y al estatuto del sexo en algunos cultos mistéricos de las religiones antiguas, y el aditamento de algún pasaje folletinesco, como la historia de la adolescente que se desangra tras un brutal intento de aborto y que ha sido embarazada por su propio padre, p. 283-85--- un cierto abuso o regodeo en el aguafuerte de tipo solanesco, la nota esperpentizante y la descripción de estricta matriz naturalista, pues la verdad es que llega a cansar un tanto la insistencia en presentar, repetidas veces, esos cuerpos llagados, lacerantes y purulentos de los pobres diablos que agonizan en el Hospital, aunque en honor a la verdad también hay que decir cómo en numerosísimos pasajes alcanza el autor, sin salir en lo esencial de esa estética, felices ---y no pocas veces hilarantes---logros, aun con lenguaje bronco o de tono subido, en la presentación de un personaje o en la coloración moral de un ambiente o una situación; así, el alguacil encargado de leer la sentencia al desdichado reo  era un tipo "seco y avinagrado, con cuatro pelos en la coronilla que un soplo invisible agitaba como un plumero" (...) tenía" una barba lacia y caprina que se le meneaba al hablar, como al borde de un raso desflecado y se le quedaba mustia con dejadez de badajo lanar cuando hablaba entre párrafo y párrafo de considerandos e ítems" (pp. 146-7); o también en una de las cartas que una de las monjitas enamoradas pasa a su ya casi ex-amante, que anda ya loco por caer en otros brazos, en la que, examinando con no poco rencor las posibles beneficiarias de los cuernos, se pasa revista a las Hermanas que podrían estar en el ajo; de una, Sor María Anunciación de la Virgen, mujer obesa, dice la despechada"es zafia y lenta, y hasta llegar a su cara inesperadamente angelical, hay que atravesar las arrobas de su cuerpo(...) que parecerá una salsa cortada (...) en la cama debe ser ferozmente grosera y podría confundirte con un postre dominical" (p.181); en otra carta de la misma a la misma "¿Corrías hacia él? ¿Te daba vergüenza que te lo notara en la cara? (...) Corres igual que una mujerzuela que perdiera el culo por las calles de su barrio para engañar a su marido, como una perra caliente con la vagina fuera" (p. 200); y hay también, algunos pequeños fallos de poca monta, que en nada desmerecen, por lo demás, la precisión compositiva y la fuerza metafórica de esta novela (de la potencia de las imágenes se podrían citar ejemplos hasta aburrir): me refiero por ejemplo a la falta de decoro que supone poner en boca de una monja española de hace un siglo cosas como( pág.173) "sales de tus orgasmos inmaculada, con la misma generosidad y con el mismo deseo con que entraste" cuando por aquellas calendas es casi seguro que ni el mismo Freud habría aún puesto en circulación tal palabro; o el error léxico (pág.205) de emplear "albéitar" con el valor de peluquero o barbero cuando significa veterinario.

         Una breve observación sobre el lenguaje amatorio-amoroso, que aquí se recrea, y profusamente, con fascinante maestría, para dar cuenta de al menos cuatro historias de amor, para más inri entrecruzadas, las cuatro contadas con mortal abandono y arrebatadora pasión: baste como ejemplo la carta de despedida que una de las monjas, antes de lo que no queda claro si es un intento de suicidio o un suicidio consumado, deja para su ex-amante (pp.254-55) de estremecedora belleza y hondura dramática, o el pasaje aquel en que otra monja, inmediatamente después de pecar, y por ello machacada por el remordimiento, observando de reojo el cuerpo de un joven obrero al que han llevado malherido al hospital tras caerse de un andamio, establece un agudo y atormentado paralelismo entre el accidentado (" las heridas (...) sobre aquella piel de transparencia infantil y de una tersura incontaminada de veinte años "(...) y la pasión misma de Cristo: "cuando al cabo de un rato de contemplación y de agonía, pidió agua y llamó a su madre, la visión de Cristo se me hizo más evidente y pensé que iba a asistir a su agonía" (p.243).

       Ya se comprende que naturalmente no voy a revelar aquí ni una pista del desenlace final de la trama, ni en qué queda al fin la cosa, ni quién es el verdadero asesino. Al fin y al cabo, como es sabido, eso viene a ser lo de menos. En todo caso, quien tenga curiosidad, que la lea: se la recomiendo encarecidamente.