viernes, 28 de febrero de 2014

DE CANALLERÍAS E IMPOSTURAS







Jon Juaristi. La caza salvaje.  Planeta, Barcelona 2011.







          Acabo de leer esta novela de Juaristi, al que hace años que sigo como poeta (o quizá más bien como muy hábil y docto versificador, con magistral manejo de la ironía, de la cita entreverada y el retruécano---aunque tendiendo un tanto al abuso, a veces hasta en los títulos-- y representante entre nosotros, ya desde su primer libro, Diario de un poeta recién cansado,1985, de un tipo de poesía digamos moral, civil  o comprometida ---de alguna manera hay que decirlo, pese a lo notoriamente prostituido de estos marbetes--- que uno echaba un tanto de menos, aunque solo sea para que sirviera de contrapeso a la oleada dominante, en estas últimas dos o tres décadas, de tanto venecianismo rezagado y de tanto poeta de la experiencia ), y como ensayista (su agudo El linaje de Aitor, 1983, y los no menos excelentes, eruditos y documentados El bosque originario. Genealogías míticas de los pueblos de Europa, 2000, y el en su día muy leído y exitoso El bucle melancólico, 1987, entre otros, ensayo desde el que por cierto podría rastrearse todo un sistema de referencias y ecos, a modo de vasos comunicantes, con la novela que vamos a comentar, y no solo porque más de un personaje de ésta es el mismo que alguno de los reales o históricos de los estudiados en El bucle, sino porque las tesis básicas e hipótesis críticas que lo movían son al fin y al cabo las mismas que operan en el relato.

          Texto así pues a mitad de camino entre la roman à clef  (muchos de los personajes comparecen y actúan con su nombre en la llamada  vida real ,desde, entre un largo etcétera,  Julio Caro Baroja, el cura falangista Fermín Yzurdiaga, director de la revista Jerarquía en la Pamplona de los primeros meses de la Guerra Civil, Eugenio D´Ors, Unamuno, Txillardegui (Álvarez Enparanza), Pilar Primo de Rivera, hasta Hitler, Tito, Franco y el mismo Juaristi al final, del que me atrevo a suponer que hay algo de  piadosa autocaricatura en el personaje de Paddy, el hijo de los Mercier, la familia de diplomáticos irlandeses retirada en Bayona que acoge como preceptor privado a Martín Abadía en sus primeros meses de exiliado, ese Paddy adolescente, apasionado estudioso de lenguas muertas y con la cabeza poblada de delirantes visiones filofascistas, que acabará asesinado, irónicamente, por los nazis a los que tanto admira, tras haber cometido él mismo un crimen abominable, y otros son transparentes máscaras de personajes de relieve en la vida civil y cultural española de las última décadas, así, por ejemplo, Astilla del Fresno es Castilla del Pino, Pepe Ausente corresponde a José Aumente, Valentín Ibarguchi es Ibarrola o Gabriel Errasti  es Aresti entre también otros muchos), y la novela de tesis ( desde sus orígenes mismos, los pequeños nacionalismos irredentos ---y muy notoriamente el vasco---, a resultas de sus bandazos políticos y sus delirios ideológicos, han venido a dar, en la Europa contemporánea, en movimientos fascistoides o parafascistas e incluso en algunos casos en el más sangriento terrorismo), La caza salvaje se deja leer toda ella con interés y a grandes trechos también con sumo deleite, toda vez que la andadura de la trama aparece aderezada con múltiples golpes de efecto e ingenio, algunos personajes desaparecen para reaparecer luego en otro contexto o situación, unos llevan a otros en espesa malla de relaciones, un poco al modo cervantino y a modo también de gran comedia bufa, y porque ---asunto éste importante y que es aquí muy de agradecer---la mucha erudición antropológica, etnográfica y lingüística y la multitud de citas entreveradas o trufadas que pueblan el texto casi nunca llegan felizmente a estrangular la marcha del relato mismo (solo se me han hecho algo pesadas las pp. 267-291, donde  el personaje principal, el proteico Martín Abadía, y otros, intelectuales serbios y croatas, se enzarzan, en un café de Belgrado a fines de los años cuarenta, en una larga y tediosa discusión sobre los nacionalismos enfrentados y los odios étnicos y religiosos en  la antigua Yugoslavia).


           El leiv motiv  de la novela es el cazador salvaje, viejo elemento etnológico y mítico común al parecer a la mayoría de las tradiciones folclóricas de las viejas culturas europeas, que en el País Vasco es un cura muy aficionado a la caza ( a la de los animales y a la femenina), que deja la misa a medias para correr en pos de un ciervo o un jabalí y que recibe también los nombres, además del principal de Martín Abadea, de Mateo Chistu o Rey Salomón, que traduce el mitema del cazador (porque ha renegado del nombre de Cristo, en buena parte de las tradiciones eslavas y francesa) eternamente condenado a perseguir, sin alcanzarlas nunca, a las fieras del bosque y a desesperarse, por tanto, en pos de un ideal ilusorio e irrealizable. Cazador que aquí encarna Martín Abadía, joven jesuita vizcaíno que ha ampliado estudios en Múnich y nacionalista vasco que en los amenes de la Guerra Civil se pasa a los franquistas, para poco después fugarse a Francia, entrar a conspirar de inmediato en los medios nacionalistas del País vascofrancés mintiendo sobre su pasado e iniciar una larguísima serie de traiciones, crímenes e imposturas que le llevan a codearse con los jerarcas nazis en el Berlín del 42-44, escapar de esa  ratonera, ante la llegada de los rusos, en el 45, convertirse en asesor  para asuntos religiosos del mariscal Tito, regresar a España a principios de los cincuenta convertido en franquista, aterrizar en Córdoba, desterrado por su obispo, que conoce el nacionalismo de sus años jóvenes, mangonear cínicamente a varias bandas, entre la oposición antifranquista y la carcundia  político-clerical de la ciudad y regresar al País Vasco años después para infiltrarse en el nacionalismo radical que acabaría cristalizando en ETA  para acabar muriendo al fin, ya viejo y carcomido por un nihilismo atroz y desengañado, el día mismo del golpe de Tejero, fulminado por un oportuno rayo divino ante la cueva de Altamira, el mismo lugar donde empieza la novela un  día de 1931, cuando el Maestro (al avanzar la lectura nos enteramos de que era Unamuno) alecciona al joven Martín acerca del bisonte, animal totémico de la raza española.

        No pocos son los pasajes que me han resultado especialmente felices.Así, el relato, muy al principio de la novela (pp.25-32), de una comida, pocas semanas después de haber acabado la Guerra del 36-39, en casa de una marquesa pamplonica, beata, ridícula y carlistona, a la que asisten, junto a otras señoras de la alta aristocracia y algún que otro comparsa, el Padre Yzurdiaga, D'Ors, el escritor Iribarren, ex-secretario de Mola, y Martín, en la que la conversación, que no tiene desperdicio, versa mayormente acerca de Baroja (al que la señora marquesa llama anticristo ante la cólera de Yzurdiaga, que dice que él no permite que se injurie a Baroja en su presencia y al que moteja de  padre del fascismo español), de las necesarias y recientes limpias de rojos y ateos y del sentido civilizador de la recién acabada Cruzada, conversación animada además de vez en cuando por las veladas alusiones a la debilidades de Martin para con el sexo débil, que todos conocen, y en la que lo más interesante es el contraste ente el sombrío y obtuso fanatismo de los curas y las gaseosas, olímpicas y proverbialmente cínicas ironías de D'Ors. O también la excursión, narrada pocas páginas después, capitaneada por el ultramontano capitán castrense Blas Ciordia, a las cuevas de Zugarramurdi, a la que asisten un par de frailes, Álvaro D'Ors, hijo mayor del escritor que ha hecho la guerra como requeté en el frente de Madrid, Martín Abadía y un Julio Caro Baroja que resulta ser compañero de bachillerato de Álvaro. Tras visitar la cueva, Julito Caro no tiene más remedio que exhibir, un poco a regañadientes, su erudición para atajar las vitriólicas y envenenadas alusiones del cura Ciordia, comen acto seguido una enorme tortilla de patata, que sale algo seca, se ponen  hasta el culo de vino  ---todos menos D'Ors y Caro--- y por fin, ante la insistencia de Ciordia, van a girar una visita a Itzea, en la cercana Vera de Bidasoa, pero aquí todo acaba como el rosario de la aurora, porque, aprovechando que Ciordia está haciendo la pelota a Doña Carmen Baroja ---que por su parte no se molesta demasiado en ocultar su repugnancia ante la mala bestia del capellán-- y sobando la mejilla del niño Pío, hijo menor de aquélla y hermano de Julio, Abadía se larga corriendo monte a través hasta alcanzar la raya de Francia , ante lo cual Ciordia, encolerizado, requiere el trabuco y alcanza a darle un tiro en la pierna, no sin insultar y amenazar con un Consejo de Guerra a los demás. O, todavía, el pasaje de la visita de Franco y su mujer a Córdoba en los primeros cincuenta (pp. 344-353), en el que sorprende y divierte oír ---precisamente por su más que forzada inverosimilitud--- al tirano, no solo perorar con citas trufadas del Romancero Gitano, sino también, para justificar y regodearse él mismo en su sadismo gratuito (acaba de enviar a la Legión a un pobre muchacho del servicio del palacio en el que se aloja) ver cómo se despacha con un verbo soez y machista: A Doroteo Anaya, como no se espabile, los moritos de Ifni me lo van a devolver a Écija con el agujero del culo como el pantano que voy a inaugurar  mañana. O, aún, la salida de Hitler (pp. 244-45) al final de la recepción que concede en la Cancillería a Abadía ---que ya es nada menos que  todo un Hauptsturmführer de las SS---y a su camarada Ezquerra, un hedillista medio tronado que ha sido divisionario azul. Resulta que ambos pretenden formar un batallón de españoles ---pero mayoritariamente vascos, a poder ser--- encuadrado en las Waffen SS, para la defensa de Berlín contra el Ejército Rojo, petición que el Führer , que no anda a esas alturas muy sobrado de soldados, además de colgarles una condecoración y otorgarles a ambos la nacionalidad alemana, acepta encantado, para montar poco después  en cólera y estallar cuando se atreven a preguntarle, tras el insistente cuchicheo de Ezquerra , que no habla alemán, al oído de Abadía, si pueden conservar al mismo tiempo la vasca(y perdóneseme lo largo de la cita): "No. Verboten. Si su camarada quiere seguir siendo algo tan ridículo como vasco, que se olvide de la nacionalidad alemana. Y no me toquen ustedes las pelotas, que no estoy de buen humor. Vascos, puaf! Ya me acuerdo de ustedes y del coñazo que tuve que soportar cuando les borramos del mapa aquella aldea, ¿cómo se llamaba? Ah, sí Gornica. Parece un nombre eslavo, ¿no cree? En mi opinión, son ustedes una braña de judíos que se perdieron por esas montañitas en tiempo inmemorial. Tan judíos como el cabrón de Franco, que me hizo esperarle varias horas en aquella estación de mierda, Hendaya, creo que se llamaba. Y allí, el cretino de Bouda explicándome lo de la lengua vasca y todas esas chorradas, y enseñándome desde el tren las casitas y las playitas y los campitos de golf donde los samuelitos de media Europa se lo pasaban en grande follándose a las institutrices alemanas de sus hijos. Uno quiere ser amable con ustedes y así se lo agradecen. Pues nada. Ni cruces de caballero ni salchichas de Frankfurt. Que les den por culo." Y no menos felices y conseguidos se me hacen algunos de los personajes, como --y este es puramente de ficción---Marga Núñez,  la joven viuda cordobesa que se convierte en  amante de Martín nada más llegar éste a la ciudad andaluza, mujer de atormentado pasado a la que el Régimen franquista ha hecho creer una miserable mentira y una vil calumnia en el asunto de la muerte de su marido, militar de los servicios secretos al que se despacha a Berlín con la misión, (fracasada, puesto que lo liquidan a él), decidida por Lequerica, ministro franquista de Exteriores, de asesinar a Abadía y frustrar así su empeño de formar en el Ejército nazi una unidad de españoles, por cuanto al Estado franquista le convenía ya desmarcarse del Reich.
        Una breve nota final, que no atañe ya al escritor Juaristi, que ha conseguido urdir una novela brillante y divertida, que como lector le agradezco sobremanera, sino al ciudadano Juaristi, y es que sorprende el que haya en los últimos años escorado sus simpatías políticas hacia el PP, del que aceptó en su día varios altos cargos, se haya hecho amigo al parecer hasta de personajes como Aznar y, en suma, no haya dicho nada ---él, un hombre sin duda extremadamente culto e inteligente, del que nadie puede creerse que no sepa con quién se juega los cuartos---acerca de otro nacionalismo, éste si bastante más peligroso que el vasco, como ha demostrado de sobra: el nacionalismo español, el más deleznable, cutre, analfabeto y seborreico de todos. Pero en fin, supongo que sus razones (más o menos inconfesables) debe de tener. Así es la vida, como decía el otro. Les recomiendo la novela.


lunes, 10 de febrero de 2014

VIRGINIBUS PUERISQUE





Luciano G. Egido. El corazón inmóvil. Tusquets. Barcelona, 1995

      Me llega, de las manos  y de la fervorosa recomendación de mi buen amigo y colega Manuel Villalba, la presente novela, de la que no tenía hasta hace unos días la menor noticia, aunque sí, pero poca, de su autor, el escritor salmantino Luciano Egido, al que sabía autor de una bastante celebrada especie de biografía novelada de los últimos años de Don Miguel de Unamuno, publicada hace no mucho bajo el sello, creo, de esta misma editorial, Agonizar en Salamanca, que no he tenido ocasión de leer. Me entero, tras haber leído este El corazón inmóvil, de que el texto recibió aquel año, 1995, de su primera publicación ---no sé si habrá reediciones----el Premio de la Crítica, acaso el menos prostituido, por lo menos en teoría, de la turbamulta de los premios literarios concedidos en España cada año, aunque solo sea por el hecho de que carece de dotación económica alguna, aunque, como diría el otro, el dinero no lo es todo y, quizá más a menudo de lo que suele creer, ni siquiera a veces lo más importante.


         Pues bien, hete aquí que lo primero que a uno le viene a la cabeza al abordar esta novela, cuya lectura ya avanzo que me ha hecho pasar algunos espléndidos ratos, es la relativa originalidad tanto de su asunto ---así a bote pronto solo recuerdo ahora otra historia, en las letras españolas recientes, de monjas enamoradas obligadas a vivir en un ambiente de helada tiranía concentracionaria, Extramuros, que el ya desaparecido Fernández Santos hiciera allá por mediados de los ochenta, sin que importe mucho ni nada que ésta se ambientara en pleno siglo XVI y la que nos ocupa lo haga en la pueblerina, adocenada y levítica Salamanca de principios del pasado siglo----como, lo que acaso suele tener mayor interés, de su planteamiento y disposición estructurales.


         La novela se distribuye en dos largos tramos iniciales, de unas ciento cincuenta páginas cada uno, y un a modo de cierre o epílogo  ---no puedo resistir la tentación de escribir también allegro final--- de no más de una docena, donde el personaje principal, libre ya del caudaloso  --y tan atroz como placentero---infierno del que acaba de salir pero inevitablemente marcado a fuego ya para siempre por él, desnuda su alma, filtra y evalúa la propia experiencia vital, agrandada y cauterizada por el dolor y, en la medida en que nos es dado a cada uno de nosotros, elige. En la primera parte se nos cuentan, coral y perspectivísticamente , los hechos (en esencia: en el marco de un Hospital para indigentes y desgraciados terminales regentado por las Hermanas de la Caridad ---lugar donde transcurre toda la novela--- el asesinato en su puesto de trabajo, en plena noche y por envenenamiento, de un joven médico con fama de seductor y mujeriego impenitente y casado por el sistema del braguetazo con una pálida e insignificante señorita provinciana a la que desprecia y ningunea, y la posterior localización, apresamiento y ejecución mediante garrote vil ---la transcripción del discurso del Juez en el juicio, pp. 129-136, no tiene desperdicio porque pone casi los pelos de punta--- del presunto asesino, una especie de criado para todo al que las buenas madres han acogido desde niño, mudo y medio lelo, al que en el momento de su detención, presa del pánico, no se le ocurre mejor cosa que intentar meter fuego a todo el edificio, lo cual como es lógico no viene sino a señalarlo como reo del crimen a los ojos de todos). En la segunda, mediante una panoplia de bien dosificados  y meditados flash back, se nos descubre a los lectores la verdad, que no era desde luego la que al principio parecía.


          En esta parte segunda se complica asimismo bastante más el concierto de voces narrativas, pues si en la primera hablan sobre todo el lerdo, fascistoide y un tanto grotesco inspector de policía encargado de la investigación, otro joven médico (al que el policía detesta, aunque seguramente no por los motivos que él cree), amigo íntimo del asesinado y en cierto modo lograda contrafigura de éste, que además atesora un par de terribles secretos, de los que uno  ni siquiera se atreve a confesárselo a sí mismo, la tremebunda y fanática Madre Superiora, aplicada de hoz y coz, como no podría ser menos, a la necesaria restauración del Orden, la viuda del facultativo finado, aunque ésta vista en gran parte desde los ojos del policía, que narra  en tercera persona, con indisimulada brutalidad e incomprensión, lo que la mujer va haciendo desde la muerte de su marido y con qué gentes habla, y por fin la principal de las monjas enamoradas (primero de otra Hermana en Dios y después, sucesivamente, de dos hombres) Y es en la segunda parte donde este último personaje va adquiriendo poco a poco el papel determinante, en compañía de bastantes otras monjas, unidas todas ellas por un espesísimo entramado de relaciones sentimentales que van de la amistad y la admiración al odio, las ansias de venganza, el desprecio o los celos, quedando ya algo oscurecidos alguno de los antecitados personajes estructuralmente actuantes y productivos de la parte primera, sobre todo el policía, que en este segundo tramo ya ni siquiera vuelve a aparecer. Hay que decir que la novela va a todas luces creciendo y ganando en maestría narrativa y fuerza constructiva a medida que avanza, hasta desembocar en las últimas cien páginas, que me atrevo a calificar sin hipérbole alguna como de soberbias.


       Habría que reprochar a Egido --- además de la inclusión de alguna digresión yo creo que gratuita y postiza, como la que en las pp. 231-34 se dedica a los orígenes del celibato eclesiástico y al estatuto del sexo en algunos cultos mistéricos de las religiones antiguas, y el aditamento de algún pasaje folletinesco, como la historia de la adolescente que se desangra tras un brutal intento de aborto y que ha sido embarazada por su propio padre, p. 283-85--- un cierto abuso o regodeo en el aguafuerte de tipo solanesco, la nota esperpentizante y la descripción de estricta matriz naturalista, pues la verdad es que llega a cansar un tanto la insistencia en presentar, repetidas veces, esos cuerpos llagados, lacerantes y purulentos de los pobres diablos que agonizan en el Hospital, aunque en honor a la verdad también hay que decir cómo en numerosísimos pasajes alcanza el autor, sin salir en lo esencial de esa estética, felices ---y no pocas veces hilarantes---logros, aun con lenguaje bronco o de tono subido, en la presentación de un personaje o en la coloración moral de un ambiente o una situación; así, el alguacil encargado de leer la sentencia al desdichado reo  era un tipo "seco y avinagrado, con cuatro pelos en la coronilla que un soplo invisible agitaba como un plumero" (...) tenía" una barba lacia y caprina que se le meneaba al hablar, como al borde de un raso desflecado y se le quedaba mustia con dejadez de badajo lanar cuando hablaba entre párrafo y párrafo de considerandos e ítems" (pp. 146-7); o también en una de las cartas que una de las monjitas enamoradas pasa a su ya casi ex-amante, que anda ya loco por caer en otros brazos, en la que, examinando con no poco rencor las posibles beneficiarias de los cuernos, se pasa revista a las Hermanas que podrían estar en el ajo; de una, Sor María Anunciación de la Virgen, mujer obesa, dice la despechada"es zafia y lenta, y hasta llegar a su cara inesperadamente angelical, hay que atravesar las arrobas de su cuerpo(...) que parecerá una salsa cortada (...) en la cama debe ser ferozmente grosera y podría confundirte con un postre dominical" (p.181); en otra carta de la misma a la misma "¿Corrías hacia él? ¿Te daba vergüenza que te lo notara en la cara? (...) Corres igual que una mujerzuela que perdiera el culo por las calles de su barrio para engañar a su marido, como una perra caliente con la vagina fuera" (p. 200); y hay también, algunos pequeños fallos de poca monta, que en nada desmerecen, por lo demás, la precisión compositiva y la fuerza metafórica de esta novela (de la potencia de las imágenes se podrían citar ejemplos hasta aburrir): me refiero por ejemplo a la falta de decoro que supone poner en boca de una monja española de hace un siglo cosas como( pág.173) "sales de tus orgasmos inmaculada, con la misma generosidad y con el mismo deseo con que entraste" cuando por aquellas calendas es casi seguro que ni el mismo Freud habría aún puesto en circulación tal palabro; o el error léxico (pág.205) de emplear "albéitar" con el valor de peluquero o barbero cuando significa veterinario.

         Una breve observación sobre el lenguaje amatorio-amoroso, que aquí se recrea, y profusamente, con fascinante maestría, para dar cuenta de al menos cuatro historias de amor, para más inri entrecruzadas, las cuatro contadas con mortal abandono y arrebatadora pasión: baste como ejemplo la carta de despedida que una de las monjas, antes de lo que no queda claro si es un intento de suicidio o un suicidio consumado, deja para su ex-amante (pp.254-55) de estremecedora belleza y hondura dramática, o el pasaje aquel en que otra monja, inmediatamente después de pecar, y por ello machacada por el remordimiento, observando de reojo el cuerpo de un joven obrero al que han llevado malherido al hospital tras caerse de un andamio, establece un agudo y atormentado paralelismo entre el accidentado (" las heridas (...) sobre aquella piel de transparencia infantil y de una tersura incontaminada de veinte años "(...) y la pasión misma de Cristo: "cuando al cabo de un rato de contemplación y de agonía, pidió agua y llamó a su madre, la visión de Cristo se me hizo más evidente y pensé que iba a asistir a su agonía" (p.243).

       Ya se comprende que naturalmente no voy a revelar aquí ni una pista del desenlace final de la trama, ni en qué queda al fin la cosa, ni quién es el verdadero asesino. Al fin y al cabo, como es sabido, eso viene a ser lo de menos. En todo caso, quien tenga curiosidad, que la lea: se la recomiendo encarecidamente.