domingo, 27 de enero de 2013

VEROSÍMIL IDILIO VIRGILIANO


      Acaba de ver la luz Caballos de labor , última hasta la fecha de las novelas cortas o, si se quiere, cuentos largos del escritor turolense Antonio Castellote, relato admirable desde todos los puntos de vista  y en todo caso muchísimo mejor a mi juicio que cualquiera de los dos libros anteriores que de él he acanzado a leer, Fabricación británica (2007) y las tres piezas incluídas en Geórgicas (2009), toda vez que me ha parecido harto ostensible aquí el ahondamiento, ya bien cuajado y paso a paso ganado con la insistente perseverancia de un honrado orfebre, en la destreza y maestría técnica del oficio de narrar, y en consecuencia ya muy lejos de alguna que otra impericia, precipitación o aspereza de que adolecían  algunos tramos de los antecitados, sobre todo la parte última del primero.
        Se me aparece, por lo demás y dicho sea de paso, del todo justa --- máxime cuando vemos que se elogia y premia por ahí, mucho más de lo tolerable, tanta inepcia y morralla ---la concesión que a la obra que nos ocupa se ha dado del premio de novela corta Maestrazgo en la edición de este año.
       
        Lo primario y fundamental al juzgar este Caballos de labor es desde luego el que ha sabido, en tanto artefacto literario, orillar  ---habida cuenta del mundo que se propone fabular---cualquier atisbo de ese costumbrismo acartonado, esa como impostación o inautenticidad de las que no están del todo libres algunos notorios prosistas españoles de hoy que en ocasiones han tocado esa tecla, y pienso incluso en Mateo Díez o en Julio Llamazares: aquí, en esta suerte de elegía por y a la vez plasmación de las problemáticas esquirlas de sobrevivencia de un mundo ya acaso irremisiblemente semiperdido, hay tan solo y de manera señera una especie de verdad, la que naturalmente emana de esta prosa límpida y tersa , la que en su justa y exacta medida viene a exigir casi me atrevo a decir que desde una instancia moral el tema mismo del relato y su aprehensión y planteamiento simbólico; aquí no hay, en fin, cartón fallero: el viejo vocabulario campesino del terruño no suena en ningún momento falso o forzado, para no hablar además de los no pocos logros verbales en las descripciones y el uso del vocabulario: esas tetas de Azucena grandes, lozanas, agropecuarias de la pág 21 o la estupenda retahíla de instrumentos musicales tradicionales del Bajo Aragón que puede hallarse en la 87.

        Una ocurrencia feliz  me ha parecido además, como lector, el que todo el relato bascule, desde el presente de la rememoración--narración del narrador, sobre el hecho de la muerte de Labordeta, que sirve al mismo tiempo como adecuado contrapunto, focalización y motto del núcleo temático del texto, ese malentendido habido entre los cuatro personajes principales, inesperadamente desentrañado por el narrador treinta y tantos años después de que aquel acaeciera. Y es que el narrador mismo es un personaje de carácter, en la acepción que Ferlosio da a esta expresión, y que teoriza, como es sabido, a partir de figuraciones previas de Nietzsche y luego de W. Benjamin --- del primero de ellos, repárese en esta espléndida sentencia: " El que tiene carácter tiene una experiencia que siempre vuelve", lo cual viene a significar sin duda que si uno tiene carácter, su destino, esto es, su conformación desde la entelequia del futuro, viene a resultar esencialmente constante, lo cual significa a su vez que no tiene destino. Lo contrario, claro está, de lo que le ocurre a Martín, su hermano, que lenta y trabajosamente lucha, desde la evidencia de la ruina de su, a la manera unamuniana, yo ex-futuro, por vivir y aprender en el espejo ambiguo y resbaladiza contrafigura del carácter del narrador, de su , podríamos decir, ir haciéndose en la vida en vez de representarla  o imaginarla. Claro, que, no nos engañemos:  ni el narrador tampoco es propiamente, ni podría serlo nunca dadas sus circunstancias, un campesino del Bajo Aragón, ni su hermano un progre de los setenta enamorado de la aldea....para ir de fin de semana a tirar algunas fotos, y esto también sería ya de por sí un logro más de la novela, el que la distribución de papeles no fuera tan simple ni meridianamente neta.

       Mucho creo que hay, en fin, del alma y del corazón de Antonio en esta novelita  deliciosa con que  nos ha regalado a sus amigos y lectores, y de él no podría decirse lo que escribió, con sibilina retranca y barriendo un poco pro domo sua, Alfonso Reyes de su amigo el gran filólogo Henríquez Ureña, de que era "un informe borrador de que todos sus amigos eran como copias en limpio", no; aquí es más bien casi al revés: Antonio viene siendo ya más bien copia en limpio, y si no puede ser un campesino de su tierra, que se levanta al alba para labrar con algún Severino los duros bancales hisutos de Jorcas o de Miravete, pues bueno, qué le vamos a hacer, cosas peores se han visto y más se perdió en Cuba, aunque solo sea porque de la añoranza, ay, hermano, también se vive. Ahora lo que hace falta es que la cosa prosiga, y él ya me entiende.