miércoles, 27 de junio de 2012

LA VIDA DE AMOS OZ SEGÚN ÉL MISMO

Oz, Amos. Una historia de amor y oscuridad. Madrid. Siruela. 2010.

   Bien vale la pena, según creo, tansitar las más de 600 apretadas páginas, a las que he dedicado algunos ratos de este tan inacabable como raudo verano, de esta suerte de novela autobiográfica o autobiografía novelada--- uno de esos géneros híbridos que tan poco gustan a mi admirado amigo Antonio Castellote, hasta el punto de que, al decir de él mismo, tiene como norma el no leer nunca, supongo que como higiene mental, nada que pueda presentarse bajo ese rótulo---que del hebreo se ha traducido al español de este escritor, nacido en 1939, al que se considera por la crítica al uso, ignoro con qué fundamentos al ser totalmente lego en asuntos de literatura hebrea contemporánea, uno de los más prominentes, si no el que más, de la moderna producción literaria que se hace en el Estado de Israel.
    Y a este respecto del moderno Israel,  a las circunstancias políticas derivadas de la imposición de los judíos en Oriente próximo, a la perpetua guerra que sostienen con los árabes y a los manejos de las llamadas grandes potencias, hay que decir que se refiere en parte el contenido de este extenso y variado texto. Oz es un judío liberal en la acepción americana del término, esto es, heredero de la izquierda intelectual europea del periodo de entreguerras y, claro está, partidario de llegar a un modo de entendimiento más o menos duradero con los palestinos, sin duda bajo la forma de un Estado soberano para ellos definido por fronteras estables y garantizadas por la seguridad internacional. En este sentido se sitúa radicalmente en contra de los halcones  que controlan el Estado de Israel, en rampante guerra larvada con sus vecinos árabes desde hace décadas y que cada vez confinan más a los palestinos en pequeños guetos dentro de un ya de por sí minúsculo territorio, en una política calculada de confinamiento y semiexterminio que no solo recuerada algo (he escrito algo, no estoy diciendo que sea en absoluto lo mismo) a los nazis  y que convierte al Estado hebreo, a la democracia de Israel, ---así, con esta expresión, lo escribió Ferlosio para un artículo en El País en los ochenta que se intentó censurar por los entonces responsables del Comité de Redacción y que, ante la negativa del autor a cambiar una sola tilde, acabó publicándose en otro sitio---en uno de los más agresivos, fascistas y terroristas del mundo.
     Pero, en fin, vayamos al libro mismo. Este se nos presenta, rompiendo adrede la secuencia cronológica de los hechos con continuas anticipaciones y saltos atrás, por un lado, como una crónica histórica de la Palestina y del Jerusalén de los años treinta ---la época de emigración a la tierra de promisión de sus padres y abuelos, como otros muchos centenares de miles de judíos, desde oscuros rincones de la Europa oriental---, el caótico, cosmopolita y en permanente tensión prebélica Jerusalén de esas décadas, todavía del periodo del Protectorado Británico--- y, por otro, como una saga familiar, la minuciosa descripción de la familia a partir de varias generaciones atrás, judíos ortodoxos los más, y sobre todo la de sus padres, intelectuales plurilingües mal pagados y dedicados a tareas modestas o en todo caso muy por debajo de sus capacidades. Se trata de un largo cronicón histórico- autobiográfico, que si bien resulta a veces algo repetitivo y prolijo, nunca llega a aburrir.

     Muchos asuntos y motivos, en abigarrada amalgama, se funden en el  relato, que alterna la 1ª y 3ª persona gramaticales y que va del  niño de precoz inteligencia, que aprendió a leer "prácticamente solo" (pág.31) y que  pugna por descubrir el mundo que le rodea a partir de su medio familiar, erudito y sionista, al  niño bibliófago al que el padre le reserva un pequeño espacio en la biblioteca para que fuera colocando los libros que le regalaban para cuando alcanzara la mayoría de edad, o al que dibujaba en un mapa por él diseñado la guerra de liberación de los judíos con banderitas y lápices de colores. Espléndidas resultan, por los subrayados irónicos de trazo grueso, la evocación del compulsivo puritanismo de los abuelos maternos, escandalizados por la libertad de costumbres y la sensualidad de lo que ellos llamaban Levante ---es decir, el oriente Medio, en contraposición a la Europa centrooriental de la que procedían--- o la de Saúl Tchernijevsky, el poeta-médico místico del Sionismo, la del patriarca de la poesía hebrea moderna Klausner y, sobre todo, la del tío abuelo Yosef, un gran sabio con el que el narrador acabará marcando distancias. Este Yosef poseía una soberbia biblioteca de más de 25.000 volúmenes en muchas lenguas, que daba a entender que leía sin dificultad aunque en realidad solo dominaba unas cuantas. El viejecillo, tan ególatra y pagado de sí mismo como tierno e infantiloide, amén de algo mentiroso, resultaba megalómano y algo ridículo, obsesionado con su destino mesiánico de campeón de la erudición judía y por eso se pasó la vida escribiendo como un forzado cientos de artículos para las revistas de todo el mundo que se los admitían (que ni que decir tiene que no eran todas las que él hubiese deseado). Siempre quejándose de la salud y de lo incomprendido y envidiado que era, estaba poseído obsesivamente por la idea de la redención del pueblo de Israel, el aplastamiento de los enemigos (en consonancia con los deseos y el mandato de Yahveh) y la creación de un moderno Estado que fuera la envidia del mundo. No menos entretenidas y admirables resultan las viñetas o recordatorios consagrados a toda una larga retahila de parientes, artesanos, comerciantes arruimados, revolucionarios idealistas, intelectuales frustrados o filántropos tolstoianos, que constituyen el cuerpo central del libro y que viene a ser un convincente retrato de la vida de las comunidades  Ost juden , ucranianas, lituanas y polacas en especial, del último tercio del XIX.

     Pero donde el relato adquiere en verdad fuerza e interés novelesco es en la larga evocación de la figura y personalidad de sus padres, Yehuda Ariel Kausner y Sonia, él permanentemente frustrado e insatisfecho, consciente tanto de su valía como de la estrechez y rigidez moral de su medio; ella, siempre infeliz y como aplastada por la vida que le robaron con la emigración y la extrañeza y crueldad de un destino que no pudo elegir. En el recuerdo de la imagen moral de la madre y en su temprano suicidio  ---siendo Oz adolescente, lo que como es natural le marcará indeleblemente--- anida el meollo íntimo de todo el libro y acaso su justificación última, en la medida en que parece que Oz lo hubiera escrito sobre ese cañamazo. Oz reprocha a la madre que los abandonara, a su padre y a él, y que en el fondo nunca los quisiera, perdida como estaba en su mundo de nostalgias imposibles y en la aceptación forzosa de la familia de su marido, los Klausner, que detestaba. Nunca pudo Sonia soportar el contraste entre su vida anterior en Rovno como chica rica hija de comerciantes acomodados y su postrior existencia en Palestina, vida de modesta ama de casa obligada a tragarse su cultura y su sensibilidad juvenil y a oler el repollo y los orines secos de su modesto apartamento familiar. De ahí su progresivo desinterés y desapego por todo, por la miseria y el agusanamien to de la institución familiar, por las conspiraciones políticas, por los cotilleos, por las hueras convenciones de la vida social, por los sueños y delirios del sionismo. Con todo ese mundo heredado acabará rompiendo, según se nos cuenta con todo detalle, el joven Oz, que a los diecisiete años se largó a trabajar a un  kibbutz, se hizo socialista y se olvidó para siempre (para recordarlo mejor después, claro) de donde había salido.

     Un libro, en suma, que me ha sido grato y que me ha gustado leer, en medio de tanta sobreproducción de morralla de medio pelo y al que, como empecé diciendo, ha valido bien la pena de dedicar algunos ratos que le desentiendan a uno algo de la canícula agosteña.