sábado, 21 de enero de 2012

OTRA VEZ SOBRE LA GUERRA CIVIL

Chaves Nogales. A sangre y fuego. Barcelona. Libros del Asteroide. 2011.




Tanto he oído hablar últimamente a algunos amigos --de cuyo criterio me fío-- de las magnificiencias de estos nueve relatos de Chaves que estaba ya deseando leerlos, pese al cansancio que de vez en cuando siento hacia el género del guerracivilismo. Conocía del autor sevillano ---parece que elogiado por doquier y considerado estos últimos tiempos poco menos que como clásico contemporáneo--- su biografía de Juan Belmonte, su estupendo ensayo La agonía de Francia ---reseñado en su día en este blog--- y su novela El maestro Juan Martínez que estaba allí. Vaya por delante que a mí no me parece, como han opinado muchos, "lo mejor que se ha escrito en España sobre nuestra Guerra Civil", en primer lugar porque no me lo he leído todo y en segundo porque no me atrevo a tan apodícticas categorizaciones sobre preeminencias y jerarquías. Diré simplemente que tan excelentes al menos como este A sangre y fuego ---y con la misma falta de sectarismo y de anteojeras ideológicas---se me antojan, por citar algunos ejemplos a bote pronto, muchas zonas y pasajes de entre las más de dos mil páginas del Laberinto de Max Aub, o la novela de Iturralde Días de llamas, o la de Masip El diario de Hamlet García, o algunos de los cuentos publicados por Juan Eduardo Zúñiga bajo el título de Largo noviembre de Madrid.



Dice Chaves en la nota introductoria que acompaña al prólogo que cada uno de los episodios se ha sacado de un hecho rigurosamente verídico, pero todo el mundo sabe que cualquier anécdota que a se cuenta o cualquier peripecia real sobre la que se recaba información se convierte, a la hora de pasarlas al papel --por los propios mecanismos del artificio literario--- en una cosa muy distinta, y en este sentido hay que tomarse, en este caso y en no importa cuál, eso de la veracidad cum mica salis. Por lo demás, y dicho esto, uno no puede menos que recordar, al leer este libro, la apabullante razón que asistía a aquella máxima de Baroja acerca de la inevitabilidad y falta de remedio de la estupidez humana: la prosa tersa y nerviosa, de frase corta, con mucho uso de las yuxtapuestas y moderada y precisa adjetivación presiden todas estas historias, no menos que una voluntad de denuncia y una pasión moral que no se cuida mucho de esconder el abatimiento y la tristeza ante el universal y sangriento espectáculo del fanatismo y la barbarie.




El temor a la soledad o a la desposesión,la traición, el coraje, la lealtad, la delación, el miedo y la muerte comparecen por igual en estas páginas y aciertan a dar a cada personaje o hecho narrado su verdad más honda. Aunque en algún que otro pasaje acuda Chaves a un tono épico y grandilocuente (así en la pág. 147, cuando describe la masiva llegada de refugiados a Madrid) que sin embargo nunca condesciende a la prédica ni al adoctrinamiento, y aunque en algún otro se le vaya a mi juicio un poco la mano( en p. 112 y ss. se presenta a Durruti como un tirano sangriento que hace fusilar poco menos que a todo cristo, incluídas algunas prostitutas que acompañaban a sus milicianos), las más de las veces llega a esa seca y eficaz impersonalidad propia del mejor reportaje periodístico, que sin embargo estas novelas no son en absoluto. Da la impresión, por lo demás, de que Chaves estuviera convencido de que la brutalidad y la barbarie fueran un patrimonio exclusivo de los españoles, creencia tan gratuita e injustificada como la contradictoria de que el español era "uno de los pueblos más felices de la tierra", como se afirma en un "Manifiesto por la paz" firmado por el autor y otros en 1939 y citado por la presentadora en la introducción al volumen.

Massacre, massacre, el primero de los relatos aquí incluidos, es, junto a una vívida descripción de la lucha por la supervivencia de la población civil en el Madrid bombardeado ---la muta de fuga de la masa empavorecida, que diría Canetti---un alegato contra la llamada Escuadrilla de la venganza, un grupo de milicianos que por libre se dedican a sembrar el terror y el asesinato selectivo entre los sospechosos de simpatías franquistas, y contra sus jefes, Enrique Arabel, "tipo característico de hombre de presa" (p. 21), y del comunista Valero, frío, cauteloso y calculador, que intenta que los desmanes de aquel se mantengan dentro del margen de conveniencia para la estrategia de su partido. Arabel intenta sin éxito chantajear a Valero, militante ejemplar pese a algunas dudas íntimas que le corroen, y éste al final no vacila en poner por encima de los lazos familiares sus fidelidades políticas, cuando su padre es víctima de la trampa que se les tiende a los militares jubilados más o menos quintacolumnistas, la mayoría de los cuales acaban en las tapias del cementerio del Este. La conversación, hecha de monosílabos y sobreentendidos pero harto elocuente, entre Valero y sus padre preso (p. 35-36) no tiene desperdicio, como tampoco lo tiene la presentación, acerba y un tanto esperpentizadora, que se da de algunos prominentes nombres de la intelligentsia de izquierdas: "el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos, Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado y María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura" (p.33).

En La gesta de los caballistas asistimos a la limpia de rojos que un aristócrata terrateniente, sus tres hijos y los hombres a su servicio organizan en la campiña andaluza en las primeras semanas de la guerra. Sobre un fondo general de crueldad y depravación--uno de los hijos del Marqués asesina salvajemente a un pobre gitanillo al que supone de los otros--- resplandecen la piedad instintiva y la bondad natural de dos personajes que resultan ser antiguos conocidos : Rafael, otro de los hijos del aristócrata, y Julián, el maestro de escuela que lidera a los campesinos que resisten a la razzia de los caballistas. Julián acaba fusilado y Rafael exiliado en Gibraltar y asqueado de todo, sin que se cuente cómo sale del entuerto en que se ha metido al apresarlo los de su bando por un malentendido.

Con algunas pinceladas de farsa y humor negro, también perceptibles en Los guerreros marroquíes, donde un populacho exasperado y vengativo mata a un combatiente moro perdido en un paraje serrano, en verdad pobre víctima que no sabe muy bien en qué fregado anda metido, Y a lo lejos, una lucecita relata la obsesión paranoide de dos milicianos, Jiménez y Pedro, cuyo celo revolucionario les lleva a la muerte al intentar descubrir y cazar a los criptofranquistas que se comunican con señales luminosas de Morse en la noche madrileña. No se ahorra tampoco muchos detalles el autor para ilustrar el grado de fanantismo y sed de venganza al que puede llegar el corazón humano: los tísicos de un sanatorio antituberculosos de la sierra, simpatizantes de uno y otro bando, se acusan e insultan con palabras gruesas y cuando llega el grupo de milicianos uno de los enfermos aprovecha para delatar a otro, que escondía la linterna fatal bajo el jergón: "Jiménez no contestó. Sacó la pistola, apuntó lentamente y la disparó contra aquel armadijo de huesos y pellejo que, como en una grotesca escena de polichinelas, se desplomó sin proferir un grito. ---Gracias, muchas gracias, camarada, dijo el otro tísico desde la cama de al lado. Ahora ya podré morir tranquilo. Y se arropó para dormirse."

Mientras en La columna de hierro se narran las hazañas de una banda de desertores del frente de Aragón y delincuentes comunes de filiación más o menos anarquista que siembra el terror en las comarcas levantinas, en El tesoro de Briesca se presenta el coraje, la bonhomía y la capacidad de discernimiento moral del joven pintor Arnal---que acaba tan fuera de juego como el antecitado Rafael de La gesta de los caballistas--- comisionado por el gobierno republicano para proteger y catalogar los tesoros artísticos de los pueblos manchegos, y se asiste a la muerte casi simultánea del militar leal que se enfrenta a los milicianos en desbandada y la de uno de ellos, el único que se atreve a enfrentarse al uniformado cuando éste los increpa, lo que da pie a Chaves para concluir demasiado obviamente, en el sentido de efecto demasiado buscado y mejor encontrado: " en la plaza desierta solo quedaron junto al rescoldo de la hoguera sacrílega aquellos dos cuerpos sin vida, el del desertor y el del héroe, víctimas uno de su instinto y el otro de su deber,ambos sacrificados a la barbarie de la más cruenta de las guerras" (p.145).

Viva la muerte cuenta la cobardía culpable y la mala conciencia de Tirón, acomodaticio patricio filofascista de Valladolid, incapaz de mover un dedo por tres muchachas republicanas que antes le habían salvado a él piadosamente la vida y en Consejo obrero uno no puede menos que sentir cierta simpatía por los apuros de dos trabajadores apolíticos, Bartolo y Daniel, ante el desatado sectarismo y la pulsión persecutoria de los integrantes del comité de la empresa en la que trabajan. En cuanto a Bigornia, el mayor atractivo de la historia reside me parece en la forzada desmesura e inverosimilitud del personaje.