miércoles, 5 de octubre de 2011

DE LA LIMPIEZA DEL TESTIMONIO




Levi, Primo. La tregua. Barcelona. El Aleph. 2002.


Tengo para mí que de la ingente balumba de escritos más o menos literarios que han provocado el universo concentracionario de los Lager nazis destaca, por muy buenas razones, la estremecedora trilogía que a ellos dedicó el gran escritor judío italiano, y sobresale, además de por sus virtudes literarias, por otra que podríamos llamar moral, y es que, a diferencia de la inmensa mayoría de aquella literatura, no se halle aquí el consabido maniqueísmo simplón y acusatorio ni se pueda encontrar el menor aire de proclama o adoctrinamiento, por cuanto acierta a situarse al margen tanto de cualquier tono imprecatorio como del deseo de venganza, de insulto o de rencor, de la delectación morbosa y masoquista en el dolor ---con ser este casi inconcebible--- y del menor atisbo de capitalización política a posteriori, como si el narrador protagonista Levi, al haber acometido esa terrible mirada retrospectiva, esa memoria del horror, con tal voluntad de objetivación y de distanciamiento, haya alcanzado a brindar al lector este relato tan limpio, sin digresiones, sobrecarga psicologicista ni prédica política. En el momento de la libertad, siente el narrador cómo le fluye por las venas, junto a la sangre extenuada, "el veneno de Auschwitz" y el tiempo de peregrinaje hasta llegar a casa se le imponía como "una tregua, un paréntesis de ilimitada disponibilidad, un don providencial pero irrepetible del destino" (p. 345)


Levi había nacido en Turín en 1917 y en la postguerra se dedicó a su profesión de químico al tiempo que levantaba una obra ---él, que siempre se tuvo por un escritor aficionado-- no demasiado extensa aunque sí de extraordinaria hondura y rigor, hasta su nunca del todo aclarado suicidio en 1987. Es posible que, al igual que Paul Celan o Jean Améry, no llegara a superar la carga del sheerit, de la conciencia de culpa del sobreviviente.


En vano buscar en La tregua insistencia alguna en anécdotas o episodios nauseabundos o repulsivos; lo que impera es esa fría mirada analítica y como distante, no exenta de un humor en absoluto ácido o amargado ---el pasaje , pp.283 y ss., que refiere el teatrillo o revista de variedades que montan los expedicionarios, más que nada para matar la ansiedad y los tiempos de espera, resulta memorable por lo irónico y suavemente esperpéntico--- , que incluso sabe ver destellos de ternura y humanidad hasta en el fondo de la inmundicia y de la degradación moral generalizadas, pero que jamás dejó de aprehender, lúcidamente y hasta el fondo, la experiencia del mal absoluto que significó el nazismo, cuyo legado y consecuencias no dejan de sonar, como con sordina, a lo largo de estas páginas. También dignos de recordarse se me aparecen, por ejemplo, la puntillosa descripción de la Starije Doroghi o Casa roja, viejo acuartelamiento ucraniano del ejército ruso que sirve de residencia durante unos días a los viajeros (pp.227 y ss.), la fulguración nada ocasional del verdadero hallazgo verbal ---de las letrinas de unos de los muchos campos de refugiados por los que pasan en su periplo se dice que "lo único que había era un pavimento de tablas sueltas y cien agujeros cuadrados, de diez en diez, como una gigantesca y rabelesiana tabla pitagórica"(pág. 207)---, o la visión del regreso a su patria, en caótico desorden, de las unidades del Ejército Rojo, "espectáculo a un tiempo épico y solemne, como una migración bíblica, y agitanado y variopinto como un viaje de saltimbanquis" (pág. 126)


Al final del primero de sus tres relatos autobiográficos, Si esto es un hombre (1958) escribía Levi que había intentado ---y sin duda dejaba caer implícitamente que lo seguiría haciendo en obras posteriores--- narrar su atroz experiencia con el "lenguaje sobrio y mesurado del testigo". Me parece que ha cumplido a la perfección tal objetivo. Al citado libro habrían de seguirle La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). Se ha dicho que Levi debe tales sobriedad y mesura a su formación científica ---a sus conocimientos químicos debió en parte el salvar el pellejo en Auschwitz---pero el argumento no me parece de demasiado peso. Si en aquel primero se centraba en los once meses que hubo de pasar en Auschwitz y el último, publicado solo un año antes de su muerte, insistía en la función cauterizadora y purificadora de la memoria para todos, tanto para los sobrevivientes y las víctimas como para los verdugos, en este que comentamos se cuenta la larga odisea del viaje de regreso a su país, entre enero y octubre del 45, a través de media Europa y en desvencijados trenes de mercancías,, con hambre, frío y ocasionales maltratos, de mil y pico ex-prisioneros italianos.


Hay en el libro una larga serie de admirables retratos de tipos inolvidables, captados con tanta comprensión y verismo como con mano maestra: Thylle, el viejo militante comunista alemán convertido de buen grado en uno de los kappos del campo hasta que, en el momento de la liberación, estalla en un llanto compulsivo e inconsolable tras una breve conversación con el narrador; Hurbinek, el hijo de la muerte, un niño de tres años, paralítico y mudo, con una mirada "salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor" (pág. 31); Henek, el muchacho húngaro, apenas un adolescente, que se encargaba de cuidarlo con piedad y entrega; Frau Vita, una joven viuda que se esforzaba hasta la extenuación atendiendo a los demás presos, sobre to do a los enfermos y a los niños, y que se pasaba la noche, incapaz de soportar la soledad, canturreando y bailando en el pasillo del barracón mientras apretaba contra su pecho a un hombre imaginario; el coronel Rovi, un atrabiliario e histriónico bufón que se autoatribuye el mando de los expedicionarios; Ferrari, que "leía" todo periódico o libro, en cualquier lengua, que cayera en sus manos, aun cuando no entendía nada y se limitaba a deletrear y reconstruir trabajosamente cada palabra, cuyo significado por lo demás no le interesaba; el fiel compañero y amigo Cesare; Galina, la esforzada enfermera rusa agregada a la Komandantur del Ejército Rojo a la que el narrador admira e idealiza en secreto, y sobre todo Mordo Nahun, el griego, personaje que se diría sacado de la novela picaresca, especie de hábil buscavidas que se les ingenia para progresar con trueques y trapicheos, y muchos más.

Pero la huella del Lager es indeleble, invade los sueños , fija los gestos y los reflejos, marca el alma para siempre. Ya casi al final del viaje, tras haber superado la estación postrera de su viacrucis y como accediendo a una especie de purificación o exorcismo, la contemplación de una Viena destruida le provoca "no compasión, sino una pena más profunda que se confundía con nuestra propia miseria, con la sensación pesada, inmimente, de un mal irreparable y definitivo, omnipresente, anidado como una gangrena en las vísceras de Europa" (p. 337). La breve parada del convoy en Múnich, mientras sentía el número tatuado en el brazo "gritar como una herida", le permite comprobar hasta qué punto los alemanes derrotados no les miraban a los ojos a los ex deportados, sus recientes víctimas: "eran sordos, ciegos y mudos, pertrechados en sus ruinas como en un reducto de voluntaria ignorancia"(p. 342). Al llegar a Turín, una terrible pesadilla puebla sus noches, un sueño lleno de espanto anida dentro de aquel otro de paz y felicidad acariciado tanto tiempo: "estoy otra vez en el Lager y nada de lo que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos " (p.347)