sábado, 3 de diciembre de 2011

EL HOMBRE VACÍO

Masip, Paulino. El diario de Hamlet García. Madrid. Comunidad de Madrid Visor Libros. 2000.



Ni por la disposición estructural ---un diario cuyas entradas empiezan en la primavera de 1935 y acaban de modo abrupto en el otoño de 1936 con la adición todavía de unas páginas más ya sin fechar hasta que el personaje desaparece sin demasiadas explicaciones--- ni por la extraña condición del narrador ---en verdad una especie de nebulosa u oquedad, una conciencia vacía en principio del todo impermeable a cualquier hecho externo --- podría decirse que El diario de Hamlet García constituya un texto más al uso entre la ingente montaña de relatos y novelas que tuvieron como referente los acontecimientos del 36-39 . Eso es me parece lo más inmediato que debería consignarse de esta original novela, publicada por su autor en el exilio mexicano en 1944 y reeditada entre nosotros muchos años después, por cierto que bastante inadvertidamente y sin mucha pena ni gloria: que al menos no se trata, como diría Isaac Rosa, de !otra maldita novela sobre la guerra civil ¡ Es, como muchos otros, un relato hecho desde el campo de los vencidos pero no hay en él ningún afán militante ni denunciatorio. La guerra, que aparece al principio tan solo como una especie telón de fondo, borroso y deshilachado, no parece afectar demasiado a las rutinas y convenciones que sostienen la vida mental--- por lo demás la única que tiene--- del redactor del diario. De la jornada del 18 de julio le queda a Hamlet los días posteriores solo el desagradable recuerdo de "unas grandes masas oscuras vociferantes" (p. 148), pero a medida que el texto avanza acaba sacándolo de la campana de cristal en la que vive y arrojándolo al torbellino de la calle. A mayor abundamiento, en Masip parece obvio que el posible componente autobiográfico y el distanciamiento un tanto objetivador y en parte irónico propiciado por el exilio favoreció --aún más que en Barea, Arconada, Aub y otros---una dimensión emotiva que mitiga y tamiza mucho el radicalismo ideológico, cosa que desde luego no ocurrió en los relatos de los vencedores, del tipo del Foxá de Madrid, de corte a checa.

La prosa nerviosa, rápida, sincopada, de frase corta y como en rápido apunte impresionista (lo único reprochable es el uso sistemático que de los posesivos hace Masip en contextos, sobre todo cuando se refiere a partes del cuerpo, que rechaza el genio del castellano) recuerda las maneras vanguardistas del primer Ayala y de Max Aub ---con cuyo Luis Alvarez Petreña tiene esta novela más de un parentesco temático, sobre todo en lo que se refiere a la crónica de un fracaso y un desbordamiento---y alcanza sus momentos más felices en la fuerza metafórica de algunas descripciones, así en la pág. 93 (...): "el pueblo, una entidad multitudinaria y heterogénea, (...) monstruosa como un mar cuyas olas no fueran de agua sino de rocas y barro (...)" o en la 78, cuando, contemplando la noche madrileña desde el balcón, dice Hamlet "(...) se advierte que la llanura manchega está ahí, detrás de esas casas y que si un juego de tramoya pudiera levantarlas, aparecería a mis pies con su horizonte ilimitado y su nobleza seca y la alucinación de sus caminos lunares, polvorientos, cauces de fantasías dislocadas."

He aquí un personaje que es a la vez la concreción existencial de un dilema filosófico, el pretexto de una fábula política y la plasmación de una contradicción insoluble. Permanentemente desgarrado por sus contradicciones ( aunque se sabe del todo prescindible, se aferra a sus prejuicios y rutinas y lo que más teme es mezclarse o verse sobrepasado por algo que escape a la estrechez de su horizonte), Hamlet remite un tanto a los medio seres de algunos relatos de Gómez de la Serna y a los hollow men de los poemas de Eliot. Un personaje descompuesto, trazado podríamos decir al modo cubista, en el sentido de hecho de retazos inconexos. Un ser que está en el mundo tan solo porque, como con certera ironía reza el dicho popular, tiene que haber de todo. Es un apacible y rutinario pequeñoburgués, cuyo inverosímil nombre de pila, corregido en parte por la aplastante vulgaridad del apellido, parece ser lo más reseñable de su oscura y chata existencia. Casado --- para más inri, su mujer se llama Ofelia---y con dos hijos, ejerce el poco habitual oficio de profesor ambulante de metafísica, es decir, tiene unos cuantos alumnos a los que da clases particulares de filosofía. La vida de este peculiar Privatdozent se reduce a sus libros, sus lecciones y sus disquisiciones filosóficas, que por otra parte nunca se molesta en explicar con algún detalle. Teme e ignora todo lo que viene del exterior: el roce con los demás, las implicaciones y servidumbres de la vida práctica, los embates del deseo, las convenciones a que obliga la mera condición social de la existencia. Su mujer le reprocha la inanidad de su carácter, pero él, aunque tampoco podría decirse que se tome demasiado en serio su propia vida (a veces se odia cuando se mira al espejo) está en lo esencial satisfecho con lo que es y lo que tiene, pese a ser consciente de su insignificancia:"quizá sea yo un poco Vía Láctea desparramada sin objeto ni contorno en la noche de la vida contemporánea"(pág.18), conciencia que según dice le permite no tener miedo a la muerte: " desaparecer, deshacerse en polvo, disgregarse, volatilizarse, sumirse en la tierra, en el aire y en el agua, perder conciencia del existir y del haber existido se me antoja programa de voluptuosidades" (pp. 81-82).

La cosa se complica porque, sin abdicar en absoluto de sus convicciones, pero arrastrado por una serie de circunstancias que no ha previsto ni provocado ( el estallido de la guerra, la ausencia de su familia, de veraneo en Avila y de la que él no vuelve a saber nada, la huída con un miliciano, de la que está enamorada, de Cloti, la criada, la aparición de un pariente de su mujer, Sebastián, grotesco personaje que se cuenta entre los militares del bando rebelde y que le pide que lo esconda en su casa , el incómodo ejemplo de Daniel, el joven discípulo, convertido en esforzado combatiente republicano, el trato con el señor Salus el tabernero y con su familia), se ve arrojado al barro de la vida, él, al que siempre ha aterrorizado salir de su mísera torre de marfil. De ella se ve compelido a salir de continuo, ya desbordado por los acontecimientos, sobre todo en dos de los pasajes a mi juicio más logrados del libro, el de las pp. 117-136, el del encuentro casual, la misma noche del 18 de julio, con la prostituta Adela y la larga conversación con ella en el burdel, en la que la chica se desahoga hasta el llanto y él queda conmovido, que recuerda, por su tinte sainetesco y melodramático, tanto un episodio de La colmena como un capítulo de Luces de bohemia, y en el de la cohabitación con Eloísa (pp.209-216) , la joven discípula, especie de niña bien un tanto cursi y caprichosa, que representa no obstante para él la fresca tentación de la sensualidad y la carne, de la que, al no tener más remedio que acoger contra su voluntad, se da cuenta de que se está medio enamorando de manera tan tierna como infantil y ridícula y de la que por eso mismo trata de huir despavorido.

No deja de ser lógico que al final, desquiciado, la guerra se le aparezca como el parto de un monstruo (pág. 267), como una gigantesca rotura de aguas, como una suerte de recreación del Diluvio Universal y que él, rotas las frágiles compuertas que habían garantizado su mundo y sus defensas, desemboque en la disolución y la locura: herido por un bombardeo en el parque del Oeste, deliraba mientras lo llevaban al hospital: " He parido una niña muerta... Se llamaba Eloísa".




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