lunes, 26 de septiembre de 2011

EL ESPACIO DEL MAL




Fonollosa, J.M. Ciudad del hombre: Nueva York. Barcelona. Quaderns Crema. 1996.



He de empezar reconociendo que la lectura de este singular y origínalísimo poemario, bastante insólito en el panorama de la lírica española de las últimas décadas, no ha dejado de provocarme algún desconcierto y desazón. En el breve pero sustantivo prólogo de Gimferrer que precede a esta edición, y puestos a buscar parecidos, se emparenta a esta poesía con las de Ferrater y Blas de Otero. Si algo hay, en efecto, en el fraseo y en el tono narrativo, ya que no en la soterrada ternura, que puede vincular a Fonollosa con el primero, la relación con el segundo me parece más traída por los pelos.





Fonollosa (1922-1991) fue un poeta semisecreto y solitario que hubo de esperar hasta sus años finales para adquirir algo de notoriedad en los medios literarios, tras su regreso a Barcelona luego de una larga estancia en Cuba y Nueva York. Aun cuando el nombre de esta ciudad aparezca en el título y aunque los de algunos de sus calles y plazas hayan servido para titular los poemas, lo cierto es que la referencia o la analogía ---salvo una alusión al jazz y a los negros norteamericanos en West 52 Street (pp. 97-98)---no van mucho más allá, en el sentido de que la viñeta narrativa o la anécdota que encierran cada una de estas composiciones podrían haberse dado en cualquier otra metrópoli moderna. El libro constituye sin duda un avatar más en la larga línea que desde Poe y Baudelaire ha focalizado la voz poética en la gran urbe de la modernidad, línea que ha tenido ilustres continuadores en, entre otros muchos, el París de Balzac, el Berlín de Benjamin, la Lisboa de Pessoa o el Nueva York de Lorca, cuyo aire y cuyo espíritu, aunque en absoluto en este caso su lenguaje e imaginería, es casi inevitable que resuenen no obstante en la memoria del lector.



Nueva York se toma evidentemente aquí como símbolo y epítome de eso en lo que ha venido a parar la civilización moderna en este desdichado reino de los hombres. La disgregación , el vacío y la deriva del hombre contemporáneo es sin duda el tema de estos versos, y en este sentido la metrópoli resulta ser una creación humana, demasiado humana. Al fondo comparecen siempre la violencia y la agresividad latente en el medio urbano, las prisas de los transeúntes, el patético arañazo de la soledad entre las multitudes, la neurosis --- y la ambigua atracción-- del neón, de los callejones sombríos y malolientes y del ruido enloquecedor de los coches en las grandes avenidas.



Todos los poemas van en endecasílabos blancos, el verso que en la tradición castellana parece adecuarse más a una intención didáctica y expositiva, salvo el poema de la página 81, asonantado en los pares, y el soneto de la 89, urdido para burlarse, si bien con no demasiada gracia, de las constricciones que impone esta forma estrófica. El tono de prosaísmo coloquialista se compensa con un uso bastante sistemático del encabalgamiento y de la disposición paralelística de no pocas composiciones, y no deja de sorprender también el recurso de vez en cuando al hipérbaton (" Que no estoy preparado eso demuestra", pág. 106, "como su fruto suelta generoso", pág. 117) en estos versos, por lo demás, como digo, casi desnudos de cualquier aderezo metafórico ( tan solo en el poema de las pág. 104-105 se intenta un tipo de imaginería hermética y surreal). Pese a que hay, en otro orden de cosas, imperfecciones menores, del tipo de algún que otro verso mal ritmado ( " no pude siquiera encogerme de hombros", pág. 25, con acento en quinta), o hipermétrico( salvo que sea una errata ,"se esconden con sus bienes más apreciados", pág. 117, tiene doce sílabas), además de una molesta utilización de los posesivos en contextos, como los que hacen referencia a las partes del cuerpo, que el español no tolera, aquellas no llegan a afectar a la ambivalente fascinación que el libro provoca.



Un pesimismo desconsolado, radical y casi metafísico atraviesa todo el poemario, que se basa en una dicción seca y gélida y en un tono diríase que apodíctico, como de dicho fulminante y definitivo, pero las voces que en estos versos hablan resultan ser plurales y en ocasiones incluso contradictorias. Si a menudo revelan la impávida amoralidad de un héroe sadiano, que no solo pone en la picota los valores morales considerados sacrosantos por el orden social, sino que también parece consagrar toda una estetización del crimen y de la transgresión, otras veces se hace un lugar al matiz y a la comprensión (así, por ejemplo, si el poema de la página 53, Mercer Street, se acoge al prejuicio antifemista más resobado y casposo, en el de las 56-57, Prince Street, se reconoce honradamente la tradicional opresión de las mujeres y la prepotencia y las miserias del sexo dominador). Predominan no obstante los casos en que se celebra y justifica el maltrato sexual, la crueldad gratuita, el rencor, la venganza, la idolatría del dinero o el ansia de notoriedad a cualquier precio, de modo que hacen acto de presencia aquí el proxeneta, el matón, el asesino por diversión, por hastío o, lo que es aún peor, por una especie de convicción o postulado filosófico. Una lectura, en suma, si no demasiado edificante, sí recomendable.







jueves, 15 de septiembre de 2011

LA CERA QUE ARDE





Martínez Sarrión, A. La cera que arde. Albacete. Ediciones de la Diputación.




Escritos con esa erudición que sabe situarse en los antípodas de lo plúmbeo y lo meramente libresco, con encomiable sentido del humor y en ocasiones con alguna mala leche, amén de con voluntad de estilo y acierto con la metáfora --- Balzac y Hugo fueron "dos galeotes atiborrados de tesoros" (p. 32), la vida de Musset se resumió "en dar tumbos de los amores contrariados a los mostradores de la absenta" (p- 53)---, no me parece que estos ensayos del poeta, memorialista y traductor Martínez Sarrión hayan perdido, pese al tiempo transcurrido desde su publicación, un ápice de su frecura y valía, más que nada porque se trata de un ejemplo de crítica subjetiva en el mejor sentido de la palabra, esto es, propia de un lector informado e inteligente que aplica sus propios criterios, sin rémora ni anteojeras de escuela alguna. No deja de ser una lástima que la edición, por lo demás muy hermosa en cuanto a diseño, venga afeada por algunas erratas y por la a veces caprichosa puntuación del autor.




Los textos, casi todos ellos ya publicados antes como prólogos o artículos de revista, aparecen fechados entre 1962 y 1990, se han agrupado en cinco apartados y son de muy variada extensión. La primera de las secciones, Letras extranjeras, se abre con el breve, lírico y celebratorio Réquiem para William Faulkner, una pequeña pieza maestra de concreción poética y capacidad de síntesis redactada con ocasión de la muerte del novelista norteamericano, uno de los maestros confesos de Sarrión, que condensa el mundo de Faulkner ( la conciencia de culpa como indeleble mancha en el alma y la desintegración y la ruina como único destino en los blancos del Sur) en una bella y sugerente imagen: acaba evocando, tras afirmar haber pasado la noche "oyendo alucinado, mágicámente lejano, el rumor del viento solano en las plantaciones de algodón, bajo una pantalla de luz fuerte y rodeado de insectos", los tristes y fatalistas cánticos de los braceros negros, agobiados por la tristeza y la conformidad, a las puertas de la cárcel del condado de Jefferson, donde un compañero de raza espera la hora de su ejecución.




Baudelaire: textos confesionales en prosa abunda, tras un rápido apunte biográfico centrado en el cerrado reaccionarismo político --- "Hermosa conspiración que podría organizarse para el exterminio de la raza judía", "Los japoneses son simios" etc. ---y los complejos edípicos del poeta, en lo fecundo y prefigurador de algunos de los fragmentos del francés, frente a otros intrascendentes y triviales. Ejemplo de aquellos serían la ecuación Belleza=Desgracia o "Todo lo que no es ligeramente disforme tiene un aire insensible", que para Sarrión anticipa la estética de las vanguardias expresionistas y deja muy atrás las proclamas del Romanticismo galo más ramplón, previsible y declamatorio del XIX. Aprovecha también Sarrión para ridiculizar la beatería de cierta crítica literaria empeñada en justificar lo injustificable en cuanto a las posiciones ideológicas del autor estudiado, y así cita los trabajos de A. Crespo sobre Pessoa o el de Vallejo-Nájera sobre Yukio Mishima.




La poesía de Jean Genet trasluce bien a las claras la poca simpatía que le merece el autor, por entonces muy popular en ciertos medios, al que adjetiva de " hospiciano, ladrón, homosexual y suntuoso histrión" (p. 23) y al que reprocha haber intentado, sin conseguirlo nunca, transformar lo más sórdido y obsceno en litúrgico y ceremonioso. Por lo demás su poesía, que bebe en Villon y en Rimbaud y que trata de imitar de éste el estilo alusivo y elíptico, adolece de demasiado desorden y descuido formales.




Si Sobre Michel Leiris ensalza la tetralogía Edad de Hombre y hace un recorrido por las estéticas y fidelidades políticas del poeta y novelista francés, del Surrealismo a las simpatías últimas por el Mayo del 68, para concluir que su prosa más tersa y perdurable es sin duda la contenida en aquella obra, el breve ensayo sobre Musset se centra más bien en reconstruir, con notable retranca, los amoríos de éste y de la novelista George Sand, enfatizando la inmadurez anímica del poeta. En las Confesiones de un hijo del siglo, libro que puede considerarse clásico por el vigor de su prosa y la maestría en el tempo narrativo, se notan con claridad sus desventuras amorosas, según Sarrión, pues no es difícil ver en el personaje de Brigitte la filigrana de George Sand y en el de Octave los rasgos del propio Musset. Al final de la lectura, como ocurre quizá con toda obra literaria que valga la pena, tras "prendernos en la historia como mariposas en la llama y concluir insinuando un inteligente guiño burlón (...) la fantasmagoría estalla como pompa de jabón depositándonos en las playas de esta ahora nuestra, como entonces suya, miseria cotidiana".




El ensayo sobre Chamfort (pp.37-51) remite al principio al trágico destino del moralista francés, devorado, como otros, por el monstruo de la Revolución, destaca su componente ético y su saludable escepticismo respecto a toda creencia en la perfectibilidad del hombre y se extiende un poco al final acerca de las virtudes de su estilo, seco, acerado, oblicuo, en la mejor tradición de los moralistas del paísvecino, y del influjo que sin duda ha tenido en escritores posteriores. Chamfortianos ilustres han sido Nietzsche y Camus, Beckett y Cioran y, entre nosotros, Baroja y Pla. Este solía citar una pretendida frase de Chamfort que, si no aparece en ninguna de sus obras desde luego merecería hacerlo: "Soy tan imbécil que ni siquiera he conseguido suicidarme". Victor Hugo y los veladores sugiere la necesidad de una poda y antologización profundas en la obra del francés, sobre todo en La leyenda de los siglos, esa " síntesis lírico- pedagógico-religiosa de espesa, indigesta y del todo prescindible elocuencia" (p. 54) para rescatar lo de verdad clásico y cercano a la sensibilidad actual, según Sarrión algunas composiciones de Las contemplaciones y Las orientales.




La segunda sección, Letras españolas, se inicia con Revisiones del 98 : Madrid y Azorín, donde se atiende a las razones, no solo acomodaticias porque afectaban a la fijación definitiva de su estilo y la peculiaridad de su escritura, del abandono del célebre radicalismo juvenil del alicantino. Continúa con La piedra en la charca, uno de los textos más literaturizados, personales e irónicos de la complilación, donde se reconstruye con no poco distanciamiento desmitificador y retranca el ambiente intelectual madrileño de la primera postguerra, la mala conciencia de muchos de los falangistas triunfadores en la contienda y el acomodatismo de otros como Eugenio D´Ors, las tribulaciones y ruptura de Ridruejo, la eclosión de los "celestiales" de García Nieto y compañía y --- lo mejor del texto--- las melancólicas ensoñaciones de Dámaso Alonso refugiado en su cátedra mientras añora en secreto a sus amigos exiliados. La poesía de Alejandro Carriedo reivindica con buenas razones la valía de este poeta, que supuso un cierto aire fresco en su tiempo y que hoy está bastante olvidado. La poesía, un género fantasmal es el más extenso (pp- 103-150) de los textos incluidos en el volumen y constituye una bien ponderada síntesis de las tendencias de la poesía hecha en España entre 1939 y 1990, pese a no apartarse apenas de los cánones y taxonomía habituales. Lo más reseñable aquí es la radicalidad con que se enfatiza lo que de epocal, fungible y caedizo ---sin obviar la dimensión de pura maniobra editorial--- tuvo la estética "novísima" y el prestar alguna atención a poetas como García Calvo o Gamoneda que a la altura de 1990 no solían aparecer ni siquiera citados en este tipo de textos.




De los tres fragmentos incluidos en la sección Lugares y músicas ( 165-185) el primero es una evocación de los pueblos, ciudades y parajes de su tierra natal que, como Atienza o Sigüenza, dejaron huella en su alma y su sensibilidad , a través de " recuerdos de lecturas, posos de niñez y adolescencia, puro y descolorido impresionismo." Destacan los párrafos que dedica a Toledo, pródigos en cascadas metafóricas, que no es propiamente una ciudad ( tiene detras de sí demasiado mito y literatura, como Sarrión reconoce) sino " un mito universal, un ensueño de estrelleros girovagantes, un emblema cabalístico, una carcasa ocre e insepulta, soldada más que empinada a ese cerro de igual tono, al que circunda hoy un río ominosamente podrido" (p. 172). A la Mancha hay que viajar en las estaciones intermedias, "cuando los ababoles de la primavera y en el fasto de los pámpanos ferruginosos de la otoñada". Los otros dos dan cuenta de su pasión por el jazz , que sigue en parte conservando de su juventud aunque mantiene sus reservas frente a su posible desnaturalización por la moda, ya visible en los años ochenta, de las experiencias de fusión.




Los tres textos agrupados bajo la rúbrica Poética en nueve novísimos revelan algunos secretos y modos de su taller de poeta, de las fuentes de su inspiración y ante todo de los límites que pone a la aplicación práctica de la llamada escritura automática y muestra a la vez cómo, en su caso, funcionan las adherencias culturalistas. Le gustaría evitar siempre tanto el rebuscamiento y hermetismo gratuitos ---de los que se le ha acusado--- como la sequedad y mineralización sentimentales, y lo que más le molesta en mucha de la poesía de los más jóvenes es el mimetismo torpe e infantiloide, ese "género de esmeril, tallado con los más infralorquianos espejitos y entredoses, cuya ridiculez y trivialidad no obsta para que una legión de jóvenes y delicuescentes poetitas" se apliquen a ello. Acaba concluyendo que ni siquiera " la peor poesía social llegó jamás a tales grados de inepcia y camelo" (p.202).




Los tres textos últimos, en fin, son la republicación de otras tantas entrevistas que en su día se le hicieron en algunas publicaciones. En ellas, sobre todo en la primera, la que concedió a Federico Campbell para su muy celebrado libro Infame turba, se explaya de manera muy lúcida Sarrión sobre sus lecturas y aficiones intelectuales, sus humores y pareceres políticos y sobre cómo se toma el oficio y la práctica de la poesía.


lunes, 12 de septiembre de 2011

EL PESO DE LOS INSTINTOS


Gabriel y Galán, José Antonio. La memoria cautiva. Madrid. Alfaguara Bolsillo. 1997 . 2ª ed.




Aunque por el título y la fecha de publicación ---la primera edición data de 1981---cabría quizá pensar en un relato más acerca de la Transición y de eso que se motejó como recuperación de la memoria secuestrada por el franquismo, lo cierto es que esta novela breve trata de otra cosa bien distinta. Nada hay aquí, en primer lugar, de memoria colectiva y nada tiene que ver tampoco con fábula o alegoría política de ningún género. La memoria a que se alude resulta ser exclusivamente individual y los fantasmas que se convocan arraigan en fondos de muy otra índole, sin duda mucho más turbia e inquietante y sin concesión alguna, más bien todo lo contrario, a la edificación moral y a la conciencia ética. El relato planteará, por lo demás, a algunos lectores demasiado escrupulosos el viejo problema --- moral, no literario--- de si se puede hacer buena literatura con materiales tan poco recomendables, pero bien mirado la cuestión se responde por sí sola y hay, desde La Ilíada hasta Santuario de Faulkner para abajo, sobrados ejemplos al respecto. Si lo que de sustantivo juega ---¿qué si no?-- en la literatura es la manipulación y el tratamiento lingüístico, vaya por delante, pues, que a mi juicio vale la pena leer esta Memoria cautiva, así por la excelencia de su lenguaje como por lo relativamente insólito de su asunto.

A la manera de Tiempo de silencio o de algunas novelas de Juan Benet, el texto se estructura en 22 fragmentos sin puntos y aparte y sin numerar, separados por dobles espacios en blanco, y consiste en un largo, fluctuante y sinuoso monólogo interior en que un anciano innominado, en el espacio de unas pocas horas de un 31 de diciembre, al borde ya de la extinción y aquejado de múltiples males, entre los que no figura como el menor una dolorosa y humillante cojera en la pierna derecha, levanta acta de su existencia o, para decirlo con sus palabras y con una metáfora que no da lugar a equívocos, abre "el absceso de la vejez irremediable" (pág.17)

El monólogo parece adaptarse además a la perfección en cuanto la materia narrada, por cuanto incluye bien meditados cambios de ritmo sintáctico en función de aquella, y así se vuelca de modo más rápido y sincopado, como para resaltar el nerviosismo y el peligro, con frase corta y ausencia de nexos, en las partes en que la voz y el sujeto que ahí hablan parecen sentirse más inseguros o agredidos por las circunstancias externas --- pp- 60-61, donde se cuentan las bromas crueles y las sevicias a que somete al narrador un grupo de jovenzuelos borrachos--- y de manera más lenta, con el tono más abstracto y raciocinante que brinda la abundancia de cláusulas subordinadas, en aquellos fragmentos en que el anciano se diría que intenta justificar sus obsesiones --- pp. 30-31, donde describe con pormenor el rito matutino de la defecación, las consoladoras ensoñaciones que para él lleva aparejadas y el placer que le provoca el olor de las propias heces---. Hay varios motivos que comparecen de manera recurrente, el agudo llanto de niño que el narrador siente casi de continuo y que le rompe las meninges, la metáfora de la vida como una partida de ajedrez en la que se pierde o se gana ---"el tablero de ajedrez está ya sentenciado" (pág.110)--- y la visión del mundo como mentira necesaria, que el narrador compara repetidas veces con los relatos de los descubrimientos africanos de Stanley y Livingstone.

Con la frialdad analítica de un héroe sadiano y con un profuso recurso a la escatología y el humor negro, el viejo evoca las psicopatías, perversiones y desarreglos que han constituido su vida, desde las torturas y maltratos que ha infligido a su mujer (a la que, por supuesto, dice querer apasionadamente), a la que ha mantenido encerrada en casa largas temporadas, la sombra tiránica de la madre, que le impidió ser un niño normal y le ha hecho odiar a todas las mujeres, su voyeurismo exhibicionista (espía a los vecinos, sobre todo al notario que vive enfrente y que resulta no ser tampoco moralmente ejemplar) y su cultivo, sin importarle la situación y los convencionalismos sociales, de lo que califica de "pequeños placeres de la vida" (pág. 26) como meterse el dedo en la nariz o tirarse pedos, "pequeños goces que en bloque no eran en absoluto despreciables y que llegaron a obsesionarme como la más sublime manifestación de la libertad" (ibid.) . Nada deja al margen de su rencor y su misantropía, como si con este "ejercicio de vagabundeo senil" (pág. 83), este "feto que flota en mi cabeza" (pág. 98) devolviera al mundo el horror y la miseria que, paradójica y ambiguamente, y esto es lo que más sorprende , esta olímpica gratuidad en la catadura del personaje, reconoce y no reconoceno haber recibido él: hay "un orden carcelario que me avasalla", hay también "un pánico que avanza como una división Panzer" , sí, pero "yo jamás sufrí persecución por la justicia ni por la injusticia" (pág. 31).

martes, 6 de septiembre de 2011

EL VÉRTIGO DE LA MELANCOLÍA



Sebald, G.W. Vértigo. Barcelona. Anagrama. 2010.



Ya se los quiera calificar de relatos-ensayos, divagaciones narrativas, reflexiones filosófico-autobiográficas o prosas de autoficción (si es que tiene algún sentido hablar todavía, para los mejores productos de la literatura moderna, de delimitación de géneros) los cuatro admirables textos agrupados por Sebald bajo el título que figura más arriba reúnen a mi juicio los suficientes méritos como para aconsejar que se los lea con pasión y detenimiento. Autor sin duda influyente y considerado poco menos que como de culto (por cierto, es muy probable que libros como Negra espalda del tiempo, de J. Marías, o algunas zonas de la literatura de Vila –Matas no hubieran sido del todo posibles entre nosotros sin el magisterio del autor alemán, en este libro que comentamos y en otros suyos como Austerlitz o Los anillos de Saturno) al que habría que contar, con Bernhard y Handke, como uno de los más innovadores de los escritores centroeuropeos de estas últimas décadas.

Se trata de una escritura densa, apretada, como en penumbra, gobernada por un narrador entregado a una especie de viaje interior, una voz narrativa que no es exactamente la del autor sino el testimonio de los abismos de la conciencia y de la huella que el paso del tiempo y los mecanismos de la memoria han ido dejando en él. Prosa además a menudo de sinuosa y arborescente sintaxis--- que ha debido de poner a prueba la paciencia y capacidad de la traductora---, y tan centrada y fija en su asunto como sabiamente divagatoria y tentacular, tan diestra en manejarse por los perdederos y meandros de la memoria y de la imaginación como atenta a la vida que atesoran, si se sabe verlas, las cosas y los hechos.

Un narrador ubicuo y sin embargo se diría que casi invisible acierta con una escritura, en fin, en grado sumo hábil para atisbar la secreta relación entre muchas de esas cosas y hechos aparentemente inconexos, bien sea por contigüidad metafórica, bien por libres asociaciones de ideas , tal como ----pp.45-46, entre otros muchos lugares que podrían citarse—ocurre con la visita que el narrador hace a su viejo amigo Herbeck, enfermo mental encerrado en su mutismo (que solo romperá en una ocasión cuando, al escuchar el canto de unas niñas en la escuela, dice “Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo”, en lo que parece una frase, aprendida de memoria, de una pieza teatral vista mucho tiempo atrás) y el llanto, que acto seguido se evoca, en el que cayó Olga al entrar por curiosidad en la escuela a la que había acudido de niña o ---pág. 56, en una metáfora fulgurante que acaso sea una reminiscencia del mito de la nave de los locos---el pasaje del asilo en el que está recluida la abuela de Olga, enferma de Alzheimer al igual que otros viejos allí aparcados, asilo que provoca en el fabular del que narra la imagen ominosa de un enorme barco que surca en la noche un mar embravecido. En unas ocasiones, la precisión, sutileza y minuciosidad de las descripciones ---contrapunto y complemento de las estupendas y a menudo inquietantes fotografías en blanco y negro que se incluyen en el texto--- dan tanta fuerza a los objetos que casi los hace hablar (pág.13: esos grabados de hermosos panoramas y paisajes que arruinan el recuerdo que se pudiera tener de lo que representan ---de los parajes “reales”--- cuando se vuelve a verlos, según creía Sthendal y sin duda piensa también Sebald, o, más adelante, donde se apunta que aquel novelista no acertaba a reconocer el escenario de las batallas napoleónicas que presenció de adolescente porque el recuerdo que tenía había quedado ya de modo irremediable marcado por el filtro o cedazo de los dibujos y croquis que él mismo había trazado y que ahora, en el presente del relato, al tiempo que le hacen abominar de la guerra y sus ejércitos, le permiten prefigurar de algún modo todas las batallas que vendrán en el futuro. Otras veces, por el contrario, la elegante brevedad y la economía narrativa misma vuelve mucho más plausible la explicación de la anécdota: pág.27, la rama muerta de la mina, revestida por los mil cristales de sal, que sugirió al autor francés la espléndida metáfora que ilustra la pasión amorosa, “una alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas”, hermosa analogía, dice el narrador, con la que Beyle intentó, en vano, minar las resistencias de su acompañante de entonces, Madame Gherardi, a la que pretendía convertir en su amante, toda vez que ella “ no estaba dispuesta a desistir de la felicidad infantil que aquellos días la impulsaban para deliberar con Beyle el sentido más profundo, observó irónicamente, de la sin duda muy bella alegoría”.

Los cuatro textos están comunicados por un bien pensado entramado de espejos y repeticiones ----se juega de continuo con la idea de la casualidad, quizá como trasunto de la probable inexplicabilidad del mundo--- y parecen imbuidos, pero sin sobrecarga alguna de patetismo, de una especie de sombría melancolía, la que va fraguando del doloroso aprendizaje del vivir y del reconocimiento de la omnipresencia de la muerte. El primero de ellos y el más breve, Beyle o el extraño hecho del amor, viene a ser una glosa y comentario de los escritos autobiográficos de Sthendal, sobre todo de sus tribulaciones amorosas, la mala conciencia de sus amoríos venales y el sentido de culpa que le provocó su enfermedad venérea, de su punzante melancolía y del nacimiento de su vocación de escritor, que hizo brotar, a partir de aquellas, con la redacción de su primera obra importante, el memorial De l´amour .En el segundo, All ´estero, se cuentan los dos viajes a Viena e Italia que Sebald hiciera en 1980 y 1987, viajes donde el narrador recapitula y en cierto modo revive en todos sus detalles, en una especie de diálogo con el fantasma del escritor ---y hay que resaltar los logradísimos párrafos (pp. 84 y ss.) casi de puro humor negro, en los que el narrador encuentra en un autobús, acompañados por sus padres, a dos gemelos adolescentes que resultan ser iguales que el Kafka de aproximadamente esa edad que conocemos por las fotografías--- el deambular de éste por esos mismos lugares en 1913, que se consigna con cierto pormenor en el tercero, Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva, a la vez que se aprovecha para avanzar una aguda interpretación del mundo moral del praguense, de sus terrores e inseguridades y de su doliente lucidez .El cuarto, en fin, Il ritorno in patria, el más extenso y el más formalmente autobiográfico, se refiere a la visita que el narrador hace, muchos años después de haberlo abandonado en su infancia, a su pueblo natal, y supone, además de una rememoración de la propia niñez, marcada por lo implacable del clima y la constatación de las devastaciones de la guerra, un reencuentro con los fantasmas del pasado, donde hace comparecer a una serie de personajes, muertos y vivos, una galería de vidas grises y opacas, intrahistóricas en el sentido unamuniano, existencias casi todas poseídas por la angustia, la desazón o los desarreglos psíquicos, como la familia de los Ambroser, sobre todo de las tres lánguidas hermanas solteronas, estragadas por el aburrimiento y la infelicidad, el doctor Rambousek, morfinómano y misántropo, o los viejos campesinos, embrutecidos por la rutina y el alcohol.

Ya digo que hay un buen número de motivos que se repiten reenvían unos a otros, como el del transporte del cadáver bajo una tela de seda, que aparece, como mostración del horror de la muerte, en los cuatro fragmentos, (así como la aparición de muertos en circunstancias extrañas) la recurrencia de las ensoñaciones diurnas y pesadillas, que sufren tanto el narrador como no pocos de los personajes evocados y actuantes ( la que se refiere de aquel en la pág. 51, cuando va en el tren : “Masas de piedras de un negro azulado alcanzaban el tren en forma de cuñas empinadas. Me asomé buscando inútilmente sus cumbres. Valles oscuros, estrechos y desgarrados en dos partes se abrieron ante mí, arroyos de montaña y cascadas, pulverizando espuma blanca en la noche apenas caída, tan cerca, que el hálito de su frescor hacía estremecer mi rostro”, no difiere mucho de la que tiene Kafka tendido en la cama de su habitación de hotel en Venecia, pág. 130 ), la descripción de ambientes opresivos y tristes, como el edificio abandonado que aparece en la pág. 45 o la pintura de la cárcel veneciana donde Casanova estuvo preso en 1788 (y que el narrador hace coincidir en las fechas con la llegada de él mismo a la ciudad muchos años después), las inseguridades y perplejidades de Kafka ante las mujeres son más o menos las mismas que las que siente Sthendal, el ruido y la hormigueante multitud de Viena y otras ciudades ---la algazara y el ambiente festivo de los habitantes de Verona cuando van a la ópera le parecen a Kafka “una representación teatral expresamente escenificada para remitirle a su aislamiento y a su condición de ser anómalo” (pág.134)--- que no hacen sino acentuar el sentimiento de soledad y desamparo, la atmósfera espectral y como de ultratumba que se desprende de Venecia, que ya antes que el narrador percibieron el viajero romántico Grillparzer y el judío praguense y que se refieren en términos muy parecidos, el cuadro de Pisanello al que se alude en los dos últimos fragmentos, la ya citada visión que del geriátrico se da como un mar de embravecido recuerda el insomne soliloquio que el narrador tiene mientras oye, la noche de Todos los Santos, las olas en Venecia y un largo etcétera. Sistema de referencias y reflejos que a mi juicio constituye otro de los atractivos, y no el menor, del libro.

lunes, 5 de septiembre de 2011

DOS NUEVOS POEMAS DE JOSE PALAZUELO

Incluyo aquí otras dos composiciones de mi malogrado amigo Palazuelo, dos suertes de soliloquios, en los que la voz poética aparece desdoblada dramáticamente hacia la 2ª persona gramatical. Ya se ve también cómo ambos poemas son series de endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos asonantados en los pares y con un moderado uso de los encabalgamientos. Vienen a insistir, en su lenguaje e imaginería, en el peculiar mundo moral del poeta. Tanto el uno como la otra se me antojan demasiado abstractos y conceptuosos, aparte de incidir de nuevo en su costumbre de, mediante esa disposición de como círculos concéntricos en las comparaciones y el juego metafórico, intentar aislar el objeto del poema, que en ambos textos no es sino el desconsuelo y el cansancio que le provocan los amoríos y sus casi inevitables dersengaños. Hay quizá un exceso de patetismo, sobre todo en el símil final del segundo poema, en el tratamiento del asunto, que a mi juicio no alcanza a deslucir del todo la de todos modos más que presentable factura técnica de los poemas. En cualquier caso el lector dirá.



I




Son solo las atronaduras



y los defectos indisimulables



de tus vetas lo que a ellas las consagra



como acreedoras de muy turbias claridades,



diluidas si tal en una aguada



desmañada y muy torpe



y maceradas por la amable impertinencia



de esa luz excesiva que a su imagen



en falso siempre otorgaste





y de ahí, congruentemente,



ese remusgo que en todostus lances



queda, sus resonancias



de no poco hastío y postración,



las secas tarascadas del vinagre



del rencor, en ya viejo y consabido



juego cuyos modismos y ademanes



te dejan siempre en medio



a mitad de camino



--y con la sensación de un mutuo fraude--,



entre una voluptuosidad forzada

y una espera pendiente



de no sé qué calambres



embriagadores, en esta desidia



espesa y sin fisuras, sin ambages:



destellos de un sol sucio



que en renegridas hebras se deshace.



II




De entre todas tus harto habituales



maneras de pecar, no es la más leve



---y mucho más aún,



pues que es seguramente



la más insidïosa y aberrante,



y no sé si también



la más delicuescente---



esa por la que, y del todo a sabiendas,



te dejas tú arrastrar, tan sólo inerme



hasta un cierto punto,



como a algún mandado dispuesto y obediente,



como aherrojado a un placer reactivo,



y como tal lastrado



ya antes de nacer, tan indecente



y algo pueril al tiempo,



que viene al fin y al cabo a resolverse



---pero de esto también



tan sólo a posteriori eres consciente--



en el morboso y hosco cosquilleo



del arrepentimiento, por mal nombre,



o en su complementario, el muy pedestre



y aún más turbulento



engolfarse y perderse



por las inacabables galerías



de algún desaguadero adolescente



---inevitablemente algo patético---;



y así, por todo esto,



pues no puedes tú menos de hacer que te avergüence



un poco más, y no por el pecado



en sí, no, porque este,



como bien saben los jueces y curas,



siempre dispone sus grados y leyes



de manera objetiva, como externa,



en tanto a aquel no sabes qué freno tú oponerle,



y te dejas llevar



entre desesperado e indolente,



tal como algún semivarado esquife



entre isla y corriente,



como sucio y abarquillado harapo



de papel de periódico, tirado en una esquina,



por ahí, a la intemperie.