domingo, 31 de julio de 2011

UN LIBRO DE ENSAYOS



Jaime D. Parra. El poeta y sus símbolos. Variaciones sobre Juan Eduardo Cirlot. Planeta. Barcelona. 2001




Aunque el conjunto resulte un tanto reiterativo, he aquí un excelente estudio (que viene a completar su tesis doctoral Bronwyn, ciclo poético, forma y figura proyectiva en la obra poética de J.E. Cirlot. Barcelona 1998, y que reúne una serie de trabajos, algunos ya publicados), el mejor hasta donde alcanzo a conocer, sobre la obra y personalidad intelectual de este escritor, afortunadamente salvado del relativo olvido al que estuvo sometido algunos años y rescatado hoy para la bibliografía y la conciencia literaria española. Olvido y marginación, si no justificados, sí en parte explicables habida cuenta de que Cirlot fue un poeta espléndidamente aislado ---si se exceptúan sus coqueteos iniciales con el Postismo de Carlos Edmundo de Ory y otros --- , desligado de su tiempo y del todo al margen de las corrientes dominantes de la poesía española de postguerra.

Cirlot (1916-1973) fue no solo poeta. De formación y vocación al principio musicales, fue hombre de insaciable curiosidad intelectual y descolló en campos tan variados como la Etnología y la Historia de las Religiones, la Crítica de Arte, la Musicología y la Simbología ( su Diccionario de Símbolos, de 1957, con ediciones aumentadas posteriores, es todavía hoy una utilísima obra de referencia traducida a todas las lenguas cultas).

A estos múltiples intereses de Cirlot aplica su cuidadoso análisis y consideración el libro de Parra, distribuyendo la materia entre los distintos ensayos con hábil criterio y con vasto acopio de datos, aparato crítico y bibliografía exhaustiva. Así, en el primero de los ensayos, Cirlot y su tiempo, da cuenta de las orientaciones iniciales, de la posterior trayectoria y del entorno del escritor, que sin abandonar nunca el cultivo de la poesía (llegó a publicar más de medio centenar de libros de versos, aunque con ritmos muy distintos) tuvo unos inicios musicales (compuso en su juventud algunas piezas, en la estela del atonalismo y la música dodecafónica, hoy casi todas perdidas) desde su pertenencia al Círculo Manuel de Falla del Instituto Francés de Barcelona y su temprana dedicación a la crítica de arte en el grupo Dau al Set, los artistas plásticos que se agrupaban en torno a Tápies, Ciuxart y otros, y a escribir numerosos trabajos y artículos en esta materia, sobre el arte abstracto, el arte catalán del siglo XX y las Vanguardias, como Joan Miró (1949), El arte de Gaudí (1950) o La pintura abstracta (1952). De esta época es también El estilo del siglo XX (1952), ensayo muy documentado y sugestivo donde examina con penetración la modernidad, desde el cine y la moda hasta la música y la danza, y atribuye al espíritu del siglo las notas distintivas de rapidez, fragmentación, especialización y desesperanza. A partir de mediados de la década de los cincuenta Cirlot orientó su interés especial al estudio de los símbolos y el esoterismo, bajo el magisterio y con el acicate de maestros como Asín Palacios, Cansinos Assens, Zimmer, Jung y sobre todo Marius Schneider, al que conoció personalmente y que le abriría el camino para la redacción del antecitado Diccionario de 1958. En sus últimos años Cirlot se dedica sobre todo a la poesía hasta culminar el ciclo de Bronwyn (1967-1972) y al sufismo, mientras que en la crítica de arte ---aunque publicó en esos años un menor número de trabajos--- se aplicó tanto a los tiempos pasados--- Pintura gótica europea (1969)--- como recientes ---Picasso, el nacimiento de un genio (1972).



El segundo de los ensayos se dedica a mostrar cómo el tema o núcleo central en la obra de Cirlot tanto en la poesía como en la crítica y erudición fue la búsqueda del centro ---imagen esta que, intuída a partir de la música de Alexandre Scriabin, de las formas atonales y dodecafónicas de Schönberg, de la poesía de Nerval y de Blake, así como de su peculiar lectura del Surrealismo, ante todo de la noción de imán de los Champs Magnétiques de Breton, que atrae y repele a la vez, creando zonas de rechazo y atracción apasionadas--- será sin duda la más reiterada e insistente en él, una especie de visión ya prefigurada en sus libros primeros de poesía como En la En la llama (1945) y luego más visible en El palacio de plata (1955) y en Bronwyn. De aquel libro son los siguientes endecasílabos, buena prueba también de su vibrante y apasionada imaginería : “ El palacio de plata resplandece/ en medio de las aguas del abismo/ y las coronas arden con dulzura./ Y la dorada rueda de las rosas/ levanta su cabeza de aire blanco/ El árbol infinito de la sangre/ atraviesa la roca transparente/ La noche abre sus ojos de fulgor/ sus letras de cristales que respiran. /de la calma del centro nacen llamas”(pág.44) En el Diccionario de Símbolos se dice en la entrada Centro: “ El paso de la circunferencia a su centro equivale al paso de lo exterior a lo interior, de la forma a la contemplación, de la multiplicidad a la unidad, del espacio a lo inespacial, del tiempo a lo intemporal. Con todos los símbolos del centro místico se intenta dar al hombre el sentido del estado paradisíaco primordial y enseñarle a identificarse con el principio supremo” (cit. por Parra en pág. 38). El centro constituye para él pues una fijación, una confluencia de ítems de variada procedencia mítica y simbólica que acaba concretándose, en su última etapa poética, en una mística casi obsesiva, en una especie de trascendencia: “Lo que llamo Bronwyn es el centro del lugar que desde la muerte se prepara para resucitar; es lo que renace eternamente”. Cirlot aisló definitivamente esa idea de centro cuando tuvo la revelación de Bronwyn al ver la película de Franklin Schaffner El señor de la guerra y en ella la interpretación que hace la actriz Rosemary Forsyth y según vino a explicar en repetidas ocasiones se enfrentó con un ente imaginario con una fuerza y capacidad de imposición mayores que su fuera real, pues a la postre lo que descubren los entes imaginarios es que todos lo son y que solo una mínima diferencia de grado los separan de la llamada realidad. El poeta ha creído encontrar el más radiante de los centros, eje de su mundo simbólico y moral, en esa imago femenina, dispensadora de claridad y de verdad, en la que focaliza el de su poesía amorosa última. Bronwyn es un universo que se teje en torno a un espacio hierofánico y a las relaciones entre al pareja agonal del caballero y la doncella, sus funciones y sus metamorfosis, de donde surgen agrupaciones de símbolos recurrentes--- la torre redonda, el lago, el bosque, el anillo, etc,--- con toda una escala de orden ascensional y transformativo, que le sirvió además para plasmar, idealizándolo, el mundo heroico-medieval que le era particularmente querido.



En el ensayo Cine y creación poética toma en consideración Parra, siguiendo en lo esencial a Sánchez Vidal, las relaciones de Cirlot con el cine de Buñuel y la estética surrealista, muy estrechas en su juventud, cuando el poeta vivió en Zaragoza, conoció a Alfonso Buñuel y se imbuyó, bajo su guía, de Surrealismo, pues tuvo acceso a la espléndida biblioteca que con fondos sobre todo franceses custodiaba el hermano del cineasta. Del Surrealismo, del cinematográfico de Buñuel en Un chien andalou y de la influencia del luego inspirador del Postismo Carlos Edmundo de Ory y de Miguel Labordeta tomará Cirlot buena parte de su violenta imaginación verbal de esa época, cuando en realidad era aún un escritor primerizo y no del todo formado (“Espinas y alfileres se clavan en mi boca/ con diademas de llanto coronan mi cintura/ Esperan mis palabras con hoces y cuchillos”, dirá en el antecitado En la llama,) así como la técnica del collage ---el intento de ligar lo que es dispar---y la poética de la fragmentación ---esto es, la reivindicación de todo lo que suponga un desarreglo de los sentidos, la explotación del encuentro fortuito de elementos heterogéneos que pueden provocar visiones sorpresivas y alucinadas. Lo que Cirlot aprendió de la estética surrealista fue la rebelión moral que supone el uso de las imágenes como un acto de subversión y denuncia, y aunque acabó separándose de la ortodoxia de la escuela y moderando mucho su lenguaje, los modos de la escritura surrealista dejaron, en fin, su huella en no pocas zonas de su obra . Considérese, por ejemplo, la llamada enumeración caótica, al estilo de Neruda y su Residencia en la Tierra, en este caso llena de simultaneísmos, de su Elegía a Charlot: “Advierto coches viejísimos, residuos,/palomas destruidas, vidrios sordos,/ con agua temblorosa y crisantemos./ También contemplo jóvenes vestidas/ con harapientas ropas celestes/ de un doliente rumor indefinible”.



En otro ensayo explora el autor la influencia de cine como lenguaje en la obra y la visión del mundo de Cirlot. Del cine no surrealista, en concreto de El gabinete del Doctor Caligari y de Nosferatu, de Wiene y Murnau respectivamente, de la simbología de las adaptaciones de Shakespeare llevada a cabo por Lawrence Olivier y sobre todo la citada película de Schaffner. En estas dos últimas Cirlot creyó entrever una experiencia de lo sagrado, que él interpretó a la luz de cierto gnosticismo, del Evangelio de San Juan y del catarismo en lo que tienen de planteamiento de una situación de extrañamiento del mundo, de conciencia de extranjería en esta tierra, en la que él se consideraba un caído. Así leyó el Hamlet de Olivier de 1948. Esta película “produjo tal transtorno en mi vida espiritual como jamás lo hubo. Podría decirse que esa visión (contemplación e intelección de un drama que en el fondo es el drama gnóstico de la criatura arrojada a un mundo en el que la madre-materia está entregada al demiurgo-mal) me renovó de raíz”(pág.78). El drama consistía para Cirlot, y es fácil comprobar hasta qué punto se proyectaba en sus propios mitos, en tener que ser lo que no se es, y la ficción de Shakespeare le brindaba la ocasión idónea: la madre unida al asesino del padre (madre-materia) y el segundo padre, el falso (demiurgo), sentado en el trono usurpado. Hamlet será así pues una especie de mito gnóstico, certeza a la que Cirlot dijo haber llegado a través del estudio de una cadena de herejías, cátaros, albigenses etc.—y por lo que llamaba resurgencia interior. Respecto a El Señor de la Guerra ya se ha dicho cómo Cirlot halló toda una cosmogonía mística que desde que vio la película por primera vez anduvo desarrollando muchos años, puesto que acabó relacionando a Bronwyn con la que Wagner llamó “mensajera del más allá”, con la Daena de la tradición mística persa, con la mitología céltica ---a la que de todos modos la película es bastante fiel--- y con el ánima de Jung . Bronwyn sería en definitiva “el llamamiento de la vida cuando se está muerto” (pág. 83). La ambientación de la película, en una región pantanosa del Brabante del año 1000, en tiempos de Guillermo el Conquistador, y el encuentro de un caballero normando, Chrysagón de la Cruz, y de la doncella céltica Bronwyn, que viven una apasionada historia de amor, donde la protagonista femenina podría equipararse a todos los aspectos femeninos del cielo y la tierra ---Eva rediviva, Isis, la Magna Mater, Juno, Venus, Diana etc---aspecto que posibilitó el enriquecimiento del mito y facilitó la proyección casi obsesiva de Cirlot en una figura o imago femenina, la gran mediadora, hasta su ascensión y transfiguración final , en una especie de imagen-máscara que está en el fondo, ya se ha mencionado, de su poesía amorosa última hasta sus extraordinarios 44 Sonetos de amor (1973). En los versos de Bronwyn aparece primero como una muchacha rubia y después como princesa, reina y finalmente diosa, figura metamórfica y transcultural que surgiendo del paganismo céltico enlazará con los universos gnósticos del judaísmo, el cristianismo y el sufismo.



El ensayo Kábala y poesía remite a la huella de aquella interpretación esotérica de la Biblia, de Llull a Abraham Abulafia, en la Weltanschuung de Cirlot y de cómo este tomó la intuición de la llamada poesía permutatoria mezclando el letrismo cabalístico de Abulafia y el dodecafonismo de Schönberg. Atribuyendo un valor a cada letra y a cada nota musical, el uso más sencillo de esta técnica se da cuando “se eliminan fragmentos, palabras y versos según la necesidad interna de cada combinación” (p. 97), como el poeta hizo en su Homenaje a Bécquer (1954) y su continuación de 1971, y un uso algo más complejo y sistemático en Bronwyn VII (1969) y en Bronwyn, permutaciones,(1970), libro este al que está dedicado esencialmente el ensayo siguiente, La música como base ordenadora, en el que se intenta una evaluación de la obra estrictamente musical de Cirlot apoyándose en los comentarios que en su día suscitaron sus piezas antes de que el autor destruyera las partituras y cambiara el pentagrama por los versos. A partir de una muy libre interpretación de las ideas musicales de Scriabin, de Schönberg y de Stravisnski trató Cirlot de aplicar sus sistema de permutaciones ( un ejemplo práctico de las cuales aparece reproducido en las pp. 123-25). El atonalismo y el dodecafonismo sirvieron a Cirlot para fundamentar una escritura torturada de raíz expresionista, una vena delirante y eléctrica y una estética del desvarío que él veía en artistas como Van Gogh, Munch, Trakl y otros y que le llevará a tentar los estados-límite, eso que Rudolf Otto llamó en su libro Lo santo “sacrum tremendum”, una actitud ante la divinidad (y Bronwyn es La Dios) caracterizada por la fascinación y el terror ante el amor, ante su tremendum, porque la belleza que lo suscita y alimenta revela el mismo origen terrorífico, aspecto que en Cirlot va incluso más allá del romanticismo más exagerado, como se trasluce leyendo los citados 44 Sonetos, donde abundan las imágenes autodestructivas y semimasoquistas.

Estructuras de la aliteración se refiere al interés de Cirlot por la versificación céltico-germánica, basada, como se sabe, en la aliteración más o menos sistemática (aspecto que también fascinaba a Borges, por ejemplo). Este recurso es más bien escaso en la tradición poética española y románica en general, pero muy frecuente en la poesía de Cirlot a juzgar por la cantidad de ejemplos que Parra nos cita, algunos relativamente sencillos (“helecho/ el hecho/ el lecho” (p.135) y otros más complejos(“tú/ su/mida/ en la no vida/mí/sí/perdida” (p.137) donde aparte de la preeminencia fónica de la i hallamos la rima interna –ida (eco) y la inversión no-sí, o este otro, más dislocado “Ro/to to/do/ Bronwyn/ so/ lo lo/ no,” donde, apunta Parra, “la homofonía vocálica” ---supongo que quiere decir “repetición”--- “de la o podría asociarse con el simbolismo del círculo, como en Blake, pero también con la sílaba OM (=AUM donde A corresponde a la conservación y U a la destrucción”) (p-138). Se aducen también casos más convencionales del tipo de “Bronwyn de los brumosos de Brabante/ bosques donde la búsqueda no vuelve (p. 148) o el tomado también de este ciclo poético que empieza “los cisnes son las alas de las almas,”, en que Cirlot acumula una desmesurada cantidad de apariciones de la palatal /l/ y muchísimas repeticiones de las palabras ángeles, alas y almas , que el autor transcribe por entero en la pág. 150 y que considera un tanto ditirámbicamente como “una verdadera ascensión mística, como quizá no haya otra en la literatura española”.

El ensayo La Ciencia de los Símbolos, en fin, se refiere a los escritos del poeta en esa materia, no solo a El ojo en la mitología. Su simbología (1954) y al ya varias veces citado Diccionario, para cuya redacción tuvo Cirlot muy en cuenta, tal como se ha dicho más arriba, los trabajos de Schneider y otros, sino también a una serie de escritos breves que fueron colaboraciones en prensa en su día y que solo parcialmente se han recogido en volumen, atinentes, entre otros asuntos, a la simbología de las vocales y a su “correspondencia” con los colores (págs.. 165 y ss.) Se insiste asimismo en el modo en que la obra de Schneider le sirvió para desentrañar la película de Schaffner y de cómo esta a su vez se utilizó en su opera maior en poesía, algo que Parra ya había desarrollado en gran parte en otras zonas del libro, y lo mismo podría decirse de Bronwyn y el sufismo, el ensayo que cierra la serie, cuyo contenido aparece ya repetido en gran medida en sitios distintos de la recopilación.

viernes, 15 de julio de 2011

DOS POEMAS DE JOSE PALAZUELO

Se ofrecen aquí un par de composiciones de mi buen amigo Palazuelo, desgraciadamente desaparecido hace unos pocos meses a una edad que podría considerarse más bien temprana. De él diré tan solo que fue poeta de formación autodidacta y que, zamorano transterrado a Madrid, se ganó la vida con diversas ocupaciones esporádicas, como camarero y pintor de brocha gorda. Todos los poemas que dejó escritos, y que me confió con el encargo de que hiciera con ellos "lo que te dé la gana", según me dijo varias veces, son rigurosamente inéditos. Algo de su imaginería, de su fraseo y también de su fondo moral recuerdan a algunos de los poetas españoles de esa que los manuales llaman Generación de los 50 a los que tenía por medio maestros (sobre todo a Gil de Biedma y a Angel González).



Ciertos deudos y allegados han propalado la especie de que no fuera del todo ajena a su muerte su condición de fumador compulsivo y su no menos irrefrenable afición a la bebida, pero yo me permito disentir de razonamiento tan obscenamente causalista. La prudencia y el pudor me obligan, por lo demás, a guardar silencio, al menos de momento, sobre algunos otros detalles de su corta y no muy feliz vida. Sirva la inclusión aquí de estos versos como modesto homenaje a su memoria.




I



Porque del trompeteo de flauta y castañuelas


de tus rumbosas farras, las discordantes vías

y encrucijadas todas de tus noches


solo quedan lavajos de aguas semipodridas,


cuarteado maderamen

tomado de una herrumbre oscurecida


por lluvias sin memoria,

por eso justamente acaso entonces


se arruina tu fe toda y se muda en mentira,

casi en máscara vuelta,


y hay un fragor de como vidrios rotos,

de irrestañable herida,


de un perro vagabundo e hijo de mil leches,

gañendo y malherido


lejos, con mataduras y comido de los piojos,

en las vigilias de tu amanecida.





II



Y entonces nos hablaban de sus hijos,


con el gin-tónic del primer receso,

y así nos lo decían, entrecortadamente;


era, más que una confesión, yo creo

que un simple mecanismo, y bien elemental,


con que intentar exorcizar el miedo,

sustantivo y difuso, de sus vidas.


Una de ellas decía, con un velo

de no sé qué nostalgia


semiforzada....mira, estoy en esto

para ahorrar un poquito y ya volverme


a Canarias con mi niña...Y el gesto

y el juego de ojos se le resolvían


en un mohín amargo en los hollejos

de la mejilla. La otra...allá en Brasil


no se vive muy bien....ya tú sabes, mi amor...

Y la mirada se le iba, al tiempo,


a la mal ajustada


lámpara y al ahumado terciopelo

del hall de la entradita. Y hay, cómo decirlo,


algo afín al cariño, en mi recuerdo

ahora y también entonces, entre todos nosotros,

como una asordinada simpatía


que salva el hiato entre los dos momentos,

ahora y entonces,


cuando el cielo

destilaba un color de flujos seminales


y hosco añil de colada, y abajo, por el suelo,

los rezagados coches de la noche


parecían marchar lejos, muy lejos,

ladrando a la alta luna, tal perdidos,


enrabietados perros.



sábado, 9 de julio de 2011

UNA VIDA SIN VIDA

Félix de Azúa. Autobiografía sin vida. Barcelona. Mondadori. 2010.





Escrita con no poca ironía y un ácido sentido del humor(así, entre otros muchos sitios, en las pág.61, cuando dice que el símbolo del crucifijo debió, en los años 40 y 50, servir como protección "contra la esterilidad,el mal de ojo, la posesión diabólica, los cuñados rijosos, la enfermedad bubónica, los jueces corruptos, la cicuta"), nervio metafórico (como en las espléndidas descripciones del aspecto de los feligreses en los templos del primer gótico --pp.69-70-- o la recreación de ambiente en el pasaje del asesinato de Marat --pp. 93-95) ,pero sin excluir los tonos noblemente elegíacos o líricos (el estupendo pasaje --pp. 132-133-- del paseo vespertino con su perro, donde le asalta la intuición de "un sí rotundo dirigido a la tierra cuyos minerales y vegetales están llamando con canto de sirena a los míos " y cree sentir "la eternidad de todo instante"), esta extraña Autobiografía --- que nada tiene de tal en la acepción convencional de la palabra, por cuanto, como se dice razonablemente ya al principio, toda vida en ese sentido viene a carecer de interés y resulta insignificante o intercambiable con cualquier otra--está toda ella atravesada por un aire de sombría melancolía y un como tono terminal y testamentario que se me ocurre que no hace sino intensificar el atractivo de un texto que, pese a su brevedad ---menos de 200 páginas---supone un ensayo de alto vuelo, ambicioso en sus implicaciones interpretativas y brillante en sus líneas argumentales.





El libro está dividido en dos partes claramente diferenciadas a las que podría añadirse un capítulo inicial (En el mar de las imágenes) de introducción en el que el autor avanza las dos perspectivas, complementarias, desde las que aborda la cuestión.




a) Una biografía "interna", colectiva ---puesto que implica a una pluralidad de sujetos---que se referiría a la cascada de signos que han constituido nuestra vida. Es una filogénesis, puesto que esas imágenes han entrado en uno y lo han fundado como miebro de la especie. Este punto de vista vendría cristalizar en una especie de fotografía, un "mapa visual de la imaginación", un "torrente de signos visibles que va labrando el curso de nuestra imaginación sin que podamos hacer nada ni por detenerlo ni por canalizarlo" (pág.25).




b) Una biografía "externa", individual, por cuanto se refiere a una apropiación privada de las palabras y del lenguaje. Azúa cita el verso de la Antígona de Sófocles "los hombres se procuran el habla" como rastro de la lejana intuición de que los humanos pueden usar la lengua pero nunca apropiársela, puesto que ésta es exterior a ellos, esta fuera. Este segundo punto de vista remitiría a una ontogénesis y sería una especie de grabado atesorado por la memoria que se manifiesta en la "encarnación práctica en palabras" (pág.27).




Los sistemas de signos ---en el uso que esta palabra tiene en la Semiología y que desborda el signo meramente lingüístico---que vehiculan las Artes, la Ciencia y las Religiones cambian poco y muy lentamente y están en todo caso destinados a otorgar un sentido a nuestras vidas, a producir sentido para racionalizar y a la vez disimular nustra condición mortal, funcionan pues como un intento desesperado de tratar ---vanamente--de curarnos del miedo a la muerte. Como los signos, argumenta, cambian con tanta lentitud, apenas cabe en el espacio de una vida el apercibirse de unas pocas mutaciones, que de todos modos se dan: Azúa menciona los casos, para estas últimas décadas, de la representación del desnudo femenino que ---según él aunque a mí me parece un ejemplo dudoso--- ha pasado de ilustrar una pornografía sórdida y culpable a suponer un signo elegante y distinguido, y de las masas gregarias --éste ya más creíble--que se ha digamos positivizado al pasar de representar lo más execrable de la explotación capitalista a significar la convivencia festiva y solidaria de los asistentes al botellón o la multitud de hinchas enfervorizados en los estadios de fútbol.




A partir del cap. 2º historía Azúa mediante algunas calas ---la aparición y triunfo del Cristianismo, la transición del Románico al Gótico, el surgimiento del arte revolucionario etc.--- la larguísima operación de abstracción que ha operado el arte desde las pinturas rupestres de caballos de la cueva de Chauvet, atribuibles a humanos de hace 32.000 años. Esos caballos nos fascinan y nos pasman porque no sabemos por qué están ahí (todas las hipótesis formuladas sobre el arte rupestre han resultado insatisfactoria, de la mágico-religiosa a la venatoria), salvo que se piense que quienes hicieron esas pinturas las necesitaban para consagrar ya para siempre la escisión Hombre- Cosmos: al pintar los caballos ya se practicaba una ideación o abstracción de "caballo" y se les reducía a unidades abstractas e intercambiables, ya no representaban a ningún caballo vivo (en el sentido de masa de huesos, carne y sangre palpable y palpitante), se pasó de lo vivo ---que es precisamente lo efímero e irrepetible y lo vinculado a un lugar-- a lo pintado, a lo permanente. Estamos pues ante el acta de constitución de las Artes, y desde esos remotos orígenes se han ido volviendo más y más complejos los mecanismos de abstracción y simbolización.




El clasicismo griego inventó la noción de lo Bello a base de un compromiso, pero sin dejar de explotar la tensión entre ambos términos, entre lo apolíneo-solar y lo dionisíaco u orgiástico, signo éste que rebrotará con fuerza en el Romanticismo y después en artistas modernos como Goya o Munch y que estuvo desde siempre guiado por Ananké o espíritu de lo necesario, siniestro e inevitable, cuyo lenguaje, sugiere de paso Azúa, es el de la targedia y cuya palabra es el la de la poesía, por eso Platón quiso expulsar a los poetas de la Polis e intentó fundar un nuevo lenguaje, la episteme o ciencia. Pero fue en vano porque la victoria de lo trágico sobre lo apolíneo propició la entronización de un nuevo dios que iba a acabar con los dioses anteriores: la llegada del Cristianismo supuso la interiorización de la tragedia , el reino del Hijo del Hombre, del crucificado, signo de victoria y de muerte presente en artistas como Bacon y Antonio Saura. Enfatizando el hecho de que la Cruz se convirtió en signo de poder universal desde que Constantino lo oficializó al verla reflejada en el cielo e interpretarla como señal de sus victorias futuras, Azúa dedica todo un capítulo a mostrar cómo el crucifijo fue el signo omnipotente y ubicuo en la España de los 40 y 50 y cómo la fría abstracción de la cruz, signo incomprensible, sin sustancia ni contenidos, solo traslucía vacío y espanto, ya que imponía "la presencia obsesiva de una muerte violenta, desde la sinrazón y la vileza, como cifra de nuestras propias muertes"(p.56) y de cómo, en fin, el Cristianismo, tragedia de la escenificación de la muerte de un dios --algo impensable y sacrílego para un griego---implicó asegurar la abstracción y el control de los dioses anteriores a los que estigmatizó con el nombre de demonios.






El surgimiento del arte gótico, que alzó los templos y los llenó de luz, significó un paso más, casi definitivo, para la universalización y triunfo de la fe cristiana, un nuevo hito pues en el proceso de desencantamiento del mundo como diría Max Weber, al romper con las oscuridades románicas, todavía demasiado apegadas a los demonio terrenales: "al sustituir la piedra por vidrio coloreado de manera que el fuego divino limpiara de trasgos la casa de la Verdad" (p. 68), episodio paralelo al invento de la abstracción del espacio en al Arquitectura y del cuadro en la pintura. En este mismo sentido de abandono de las oscuridades de la tierra y ocupación de espacios más controlados e iluminados se interpreta el milagro de la pintura flamenca, una vuelta de tuerca más para que el signo sustituyera a la cosa, la abstracción representada al objeto vivo, en la medida en que el naipe usado, el morro del perdiguero o la copa de vino dejaron de ser instantes y cosas personales, vivientes e inconfundibles, para fungir como signos abstractos y des-personalizados (y así, congruentemente, invierte Azúa y da la vuelta a la interpretación que Heidegger hiciera del célebre cuadro de Van Gogh de las botas del campesino, en el que ya no hay testimonio de dolor humano verdadero, sino una simple abstracción y conversión en icono).






Así como David fue el gran pintor de la Revolución al convertirla---en su cuadro del asesinato de Marat, que Azúa lee en clave cristológica o sacrificial, lo mismo que la insistentente iconología del Che---en algo muerto y petrificado, Goya, pintor del suceso (casi en la acepción periodística de la palabra) prefigura la banalización del mal que hoy inunda nuestras ciudades abstractas y racionales, situación en la que los últimos demonios se han instalado en nuestro interior (porque los hemos expulsado de todos los demás sitios) y en la que el mal ya lo administra el Estado, el ente , como ha demostrado sobre todo la historia de los siglos recientes, de mayor poder de racionalización y ordenación junto a esa otra institución, en el fondo complementaria y coextensiva con la del Estado, el yo o personalidad individual. Azúa lo pinta en los siguientes términos, aunque con un discutible bucle hobbesiano:"Mientras los demonios vivieron en el mundo, en los bosques, en los cruces de caminos, podíamos negociar con ellos, pero ahora que han invadido nuestros cuerpos, y para evitar que nos volvamos todos locos, los representará el Estado"(pág. 105).






El suicidio de Rothko y la performance llevada a cabo por James Lee Byars en la Documenta de Kassel de 1972, cuando irrumpieron los productos artísticos audiovisuales y se generalizaron el plagio y el comentario, certifican para el autor la tragedia y el principio del fin del Arte moderno, momento final de lo que había epezado 30.000 años antes en las cuevas rupestres.






La segunda parte del ensayo, notablemente más breve, trata de dar cuenta de la diferencia entre poesía---inseparable en los orígenes del canto y de la danza---que ha de suponer cercanía de la palabra,entendida como objeto viviente que no cabe apropiarse, puesto que como ya se dijo estará siempre fuera--- y Lenguaje o Literatura entendidos como fría descripción técnica y taxonómica tal como lo describe la Lingüística de Saussure en adelante. En la experiencia poética "no decinos palabras sino que las palabras nos dicen" (p. 143).En dicha cercanía ---Azúa parece creer en una especie de inocencia o ingenuidad semiinconsciente en el lenguaje poético y pone ejemplos al respecto de , entre otros, Góngora y el Poema de mío Cid--- se esfuerza por ver Azúa todavía la verdadera encarnadura de la palabra viva. Pero la poesía moderna, y también la novela (Proust, Kafka, Joyce et alii) quisieron ser poéticas y cayeron al cabo ---quizá involuntariamente--- en el error de imitar a la ciencia, de convertirse casi en ciencia. Ambos habían tratado de recuperar la cercanía viviente de la palabra, aunque de la peor manera posible, acudiendo a las técnicas compositivas, a la filosofía del Arte, a los constructos literarios, en un exceso de autoconsciencia. De ahí, se nos cuenta, que Gil de Biedma respondiera a sus amigos, cuando le incitaban a que siguiera escribiendo poesía, que esta tarea ya se ha había convertido para él en "como si hiciera los deberes del colegio".

Hay que agradecer a Félix de Azúa, en fin, que haya escrito este ensayo ---aun cuando él insiste en que se trata de una novela---quitándose él mismo de en medio y sin caer en la irrelevante chatura del chisme biográfico y del anecdotario y que haya ofrecido en esta insólita Autobiografía el relato --ahora sí---no de su vida, sino del larguísimo proceso de pérdida y despojamiento precisamente de la vida. ¿Desde cuándo?, ¿desde los caballos de Chauvet quizá?