sábado, 26 de marzo de 2011

NOTAS DE LECTURA



Roth,Joseph. La leyenda del santo bebedor. Barcelona. Anagrama. 2001


Roth, Joseph. Judíos errantes. Barcelona. El Acantilado. 2008









Este admirable y breve apólogo cuenta la tan patética como conmovedora historia del clochard Andreas Kartak, a quien, mientras vagabundea alcoholizado por las calles de París, un misterioso desconocido (no se sabe si un duende del azar, un enviado del cielo o el mismísimo demonio) ofrece una cantidad de dinero a condición de que lo restituya al cepillo de la iglesia de Sainte Marie des Bastignoles, donde se venera la imagen de Santa Teresa de Lisieux. Tras una duda inicial, y a sabiendas de que va a ser difícil que pueda devolverlo, lo acepta.
Andreas, un ser ya derrotado,que había cogido inquina a los espejos porque le mostraban el progreso de su degradación y que decide alegremente convertir el día mismo en que recibe el dinero en el de su cumpleaños para gastárselo sin demasiada mala conciencia, reúne sin duda algunos de los atributos del antihéroe romántico, tan perdedor casi por naturaleza o maldición divina que no vacila, por ejemplo, en matar por amor, como marginado consciente de sí mismo, abúlico y acomodaticio.
Como bien dice Carlos Barral en su muy ajustado prólogo (aunque, et pour cause! llevando un poco las aguas a su molino), los mimbres con que se urde la fábula no son los presuntos milagros y paraísos artificiales que proporciona el alcohol, sino el carácter sagrado del mismo vino. Lo que ya no me parece tan de recibo es la creencia de que, como allí se dice, "la embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo absolutamente imprescindible".
Los demonios del azar o de la mala --o buena--- suerte se conjuran para que siempre Andreas se encuentre con viejos conocidos, una antigua amante de la que en un tiempo estuvo enamorado y a cuyo marido asesinó, o nuevos conocimientos femeninos que, indefectiblemente, acaban timándolo o robándole parte de o todo su pecunio.
El cuento todo está montado sobre la determinación y la voluntad de Andreas (solo teórica y de imposible cumplimiento) de restituir el dinero a la santa y sus constantes recaídas, por lo que se ha dicho, en la senda del vicio
Así, cuando, decidido ya por fin a saldar la deuda, se encamina a la iglesia, se da cuenta de que apenas le queda dinero porque se lo ha birlado Gabby, una extraña muchacha con la que ha pasado un par de días. Vuelve entonces a entrar en la taberna que hay al lado y se encuentra de nuevo con Woitech, un antiguo compañero de trabajo de sus años de minero que le aporta el dinero que previamente el protagonista le había prestado, pero aquel vuelve a engañarlo diciéndole que tiene una deuda urgente y se lo gasta con el mismo Andreas en alcohol y chicas.
En estas condiciones, no es difícil imaginar el fin de nuestro héroe, muerto en la sacristía de la iglesia, adonde le han llevado víctima de una crisis alcohólica. Como tampoco resulta complicado descubrir en Andreas el dibujo que de sí mismo y de su pobre y azacaneada vida como refugiado en París llevó a fines de los treinta el propio Roth. El pasaje en que el clochard se da cuenta de que carece de documentos que acrediten su residencia legal en un país extranjero recuerda los apuros por los que hubieron de pasar muchos refugiados y fugitivos judíos en aquella época.
Por lo demás la fábula, quizá engañosamente sencilla por su economía de medios expresivos, no deja de contener una vívida y transparente poesía en su sintaxis seca, corta y como sincopada y en la maestría y sensación de verdad que transmiten sus diálogos en estilo directo.
La última frase del relato tiene sin duda mucho de plegaria y de hermosísimo colofón: Gebe Gott uns allen, uns Trinkern, einen so leichten und schönen Tod. Denos Dios a todos nosotros, bebedores, una muerte tan suave y hermosa.


Escrito desde el desvalimiento, la añoranza y la aguda conciencia de la derrota y atravesado de punta a punta por una especie de amarga ironía, Judíos errantes me parece que puede constituirse en uno de los más originales y agudos ensayos acerca del antisemitismo en los tiempos modernos y los avatares y desgracias del así llamado pueblo elegido. Se diría que Roth estaba convencido, por encima de todo, de la ubicuidad y del carácter probablemente insoluble de la pasión y de las ideologías antisemitas , en las que según él no han tenido poco que ver los propios judíos.
Reserva en efecto el autor los más acerados de sus dardos a sus compañeros de raza, en primer lugar a los judíos occidentales, por su incalificable ceguera y en no pocos casos su ingenuidad y cobardía anrte el nazismo y al sentimiento de superioridad y de desprecio que siempre albergaron hacia los apestados Ostjude (el mismo Roth lo era).
Sostiene Roth, por ejemplo, cómo en su deseo de integrarse , y cayendo en lo que él llama pienso que con feliz acierto "superstición del progreso", la mayoría de los judíos occidentales, sobre todo los alemanes, "tuvieron a menudo, por desgracia, la tentación de hacer responsables de las exteriorizaciones de los instintos antisemitas a los judíos orientales emigrados a Alemania," con lo que, como poco después se vería con claridad, vinieron a hacer el juego al monstruo que se acercaba amenazador con sus camisas pardas y con su parafernalia racista del Imperio de los mil años y toda la mitología nazi. La gran trampa fue su fe en lo que Roth moteja como "el ídolo del patriotismo civilizador", es decir, mordieron el anzuelo del papel civilizador de Alemania y cambiaron la fe en Dios de sus padres por este trampantojo al fin y al cabo no menos peligroso.
No menos lúcidos y apasionados son sus ataques al mundo judío por su aceptación, teñida de abulia y servilismo, de su condición de pueblo inferior que les impuso el nazismo (en todo el libro de modo un tanto implícito y más claramente en el prólogo de 1937 a una proyectada y nunca llevada a cabo segunda edición del texto) y su denuncia de la hipocresía de la Iglesia Católica y y la farsa de la Comunidad de Estados cristalizada en la impotente e inútil Sociedad de Naciones.
Pero lo más interesante e innovador del ensayo es a mi juicio que pone en tela de juicio la idea misma de patria, sin duda causante a fin de cuentas de tantos desastres: "ciertamente, el sentido del mundo no es estar compuesto de naciones y patrias que, aun cuando solo quisieran realmente preservar su idiosincrasia cultural, no por ello tendrían derecho a sacrificar ni tan siquiera la vida de un solo ser humano" . Roth da aún un paso más al sugerir que la idea de patria no es más que la racionalización de la búsqueda de víctimas en aras de turbios interese materiales, como bien demuestran todas las guerras habidas y por haber, y al declarar apodícticamente (pág. 38) que "en toda la milenaria aflicción que viven los judíos no han tenido más que un único consuelo, a saber, el de no poseer una de tales patrias".
Hay, por lo demás, en el judío, y particularmente en el judío creyente, una casi inevitable interiorización de la contextura psíquica del fanático (que era lo que más interesaba de este pueblo a un escritor como Cioran, para quien los judíos se habían erigido en los "grandes tentadores del abismo"), una pulsión masoquista y una especie de orgullo teológico de casta que incluso le lleva a abominar del proyecto sionista y a despreciar al gentil aún más de lo que lo desprecian a él, hasta tal punto ha creído "cultural" su pretendida condición de pueblo elegido que hace todo lo posible por diferenciarse de los otros , puesto que solo parece ser útil para servir a Dios.
La parte central del libro, que abarca el extenso capítulo tercero , es menos teorética y más narrativa, pero no por ello reviste menos interés, toda vez que está escrita en un tono más ágil y ligero, casi como un reportaje, y viene a resultar una especie de estupendo compendio de antropología de las costumbres y el mundo judío.
Memorable en todo caso resulta la descripción o retrato del típico rabí, obsesionado con su fe, que proyecta tanto en las cosas importantes de la existencia (desde la comida a las mujeres) hasta los detalles más insignificantes de la vida cotidiana y para el que todo en el mundo es señal inequívoca del poder de su Dios: la comida no es tanto el hecho de nutrirse como "una acción de gracias al Creador por el milagro de los alimentos", y congruentemente con la tradición de que las mujeres estén desde siempre proscritas de su entorno, el rabino y el judío ortodoxo están convencidos de que el goce sexual --entiéndase en el sentido del uso de la esposa " es para él un deber sagrado y solo es un placer porque es un deber. Tiene que engendrar hijos para que el pueblo de Israel se multiplique como la arena en el mar y como las estrellas en el cielo". Un poco más adelante, el narrador contempla estupefacto los bailes de la celebración de la Torá, que le parecen, sin embargo, poco menos que un derroche sensual: "No era la danza de un raza degenerada. Aquella fuerza no era solo la de una fe fanática. Era, con certeza, una salud cuya eclosión provenía de lo religioso ". Mas sombríos y amenazadores son los tonos con los que se pinta una celebración del Yom Kippur, despedida por una horas "de todo lo mundano", en que los fieles entran en una suerte de éxtasis delirante y masoquista, en medio del vértigo que les hace tambalearse y donde "cada pequeño tendero es un superhombre, puesto que hoy ha de llegar a Dios". Pero Roth no es insensible a las manifestaciones de la verdadera alegría judía, como cuando se demora en la consideración, no exenta de secreta simpatía, de algunas tradiciones judeoorientales, como las bandas de músicos ambulantes, las actividades y los ritos atinentes a los recitadores de plegarias o jasán o del batlen, una especie de bufón contador de historias que ameniza las bodas y los bautizos y recorre las aldeas entreteniendo las largas noches de invierno de las familias humildes.
Aunque tampoco deja de haber en el libro, particularmente en los últimos capítulos, una no sé si demasiado encomiable y bien fundada sagacidad psicológica que le permite al autor entrar en los recovecos del alma judía, que parece enorgullecerse de conocer a la perfección: dice por ejemplo, contra el mito,ciertamente muy extendido entre las burguesías europeas de entreguerras, del judío bolchevique, que el judío pobre " es el más conservador de todos los pobres del mundo. Es ni más ni menos que una garantía para la conservación del viejo orden social. En su inmensa mayoría los judíos son una clase burguesa con características raciales, nacionales y religiosas propias", afirmación un tanto exagerada o por lo menos dudosa habida cuenta de que muchos judíos, en el Este y en el Oeste, se encuadraron en partidos y organizaciones de izquierda.
Los breves tres últimos capítulos se consagran al análisis de la emigración judía a los países occidentales y, así, se describen vívidamene la judería de Viena, con el hormigueo de judíos orientales pobres luchando por sobrevivir y que tienen que arrostrar el desprecio a que los someten sus compañeros de raza ya instalados, o la Berlín, aún más ninguneada y marginal, donde el autor se deleita un tanto morbosamente en contar las peripecias de un mísero cabaret-teatro de pobres actores sin brillo o ilustrando al lector acerca de las peculiaridades de las melodías judías del este, esa música según él tan arrebatadoramente dolorosa "que sonríe entre lágrimas". Se habla también de los modos de sobrevivencia e integración de los judíos en Italia y en los USA (y aquí Roth se despacha a placer con el mito del sueño americano, del tío de América, pues en ese país , apunta con sorna, los judíos al menos tienen la ventaja de que viven rodeados de judíos más judíos que ellos :los negros. Puestos en cuarentena en el puerto de Nueva York, imgina Roth al emigrante hebreo viendo desde los barrotes la estatua de la libertad "y no sabe si es él o la libertad quien está prisionera".
Los últimos párrafos de texto versan, en fin, acerca de los judíos en la entonces Unión Soviética, donde, si es cierto que se prohibió el antisemitismo por decreto y se trató de convertirlos en una minoría nacional más entre el conglomerado de nacionalidades de la URSS,(y de paso, sugiere el autor irónicamente, liquidar el sionismo mismo) no por ello se iban a acabar de un día para otro sus penalidades. Roth de todos modos reconoce en el epílogo que cuando escribió el libro no tenía información lo suficientemente fidedigna de Rusia y, en todo caso, no alcanzó a vivir bastante como para ver las purgas y razzias antijudías de la época de Stalin

1 comentario:

  1. "no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros,cuando los ha conocido una, dos o tres veces" La leyenda del Santo Bebedor. Gracias por el libro

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