jueves, 31 de marzo de 2011

NOTAS DE LECTURA



Littell, Jonathan. Lo seco y lo húmedo. Barcelona. RBA. 2009.


Lo primero que hay que decir de este breve pero estupendo ensayo-- al que acompañan no menos impagables fotografías---del autor de la celebrada novela Las benévolas es que aparece lleno de incitaciones y sugerencias, de bien razonadas dudas sobre bastantes lugares comunes, de que hace pensar, en el mejor de los sentidos de la expresión, toda vez que viene a plantear una muy novedosa y original teoría acerca del fascismo, más en concreto acerca de la estructura y configuración psico-simbólica del hombre fascista.


Fruto de un cruce entre el estudio de los materiales publicados por el filósofo alemán Klaus Theweleit en su libro de 1977 Männerphantasien, cuyas tesis, aunque poniéndoles algunos peros, en gran parte Littell adopta, y el análisis de La campagne de Russie, el libro autojustificatorio que a mediados de los años cuarenta publicara el dirigente fascista belga Leon Degrelle -- que por cierto acabó, tras la derrota de su causa y como muchos de los de su cuerda, plácidamente sus días, ya en los ochenta, en España, después de haberse dedicado a los chanchullos inmobiliarios gracias a sus contactos con las autoridades franquistas--el texto rebosa, me parece, inteligencia y no poca finura interpretativa.


Theweleit estudió un corpus de más de doscientas novelas, escritos autobiográficos y diarios de los veteranos de los Freikorps alemanes entre 1918 y 1923 y llegó a la conclusión de que, aprovechando pero también superando las categorías clásicas del freudismo, las del psicoanálisis de la infancia y las de la psicosis, y usando para sus fines conceptos de Deleuze y Guattari (El Antiedipo), el fascista es el que-aún-no-ha-acabado-de-nacer, pues nunca ha acabado del todo de separarse de la madre ni se ha creado un yo en el sentido freudiano del término. Por el contrario, se ha fabricado un yo externo que adopta la forma de un caparazón, que para defenderse y sobrevivir, para evitar la "disolución de los límites personales" tiene que segregar el miedo y el odio a lo que lo amenaza, que adquiere sobre todo dos formas: lo femenino y lo líquido, lo húmedo, en definitiva "todo cuanto fluye". Como no obstante no puede anular del todo la figura de la mujer, la ha bifurcado en dos vertientes antitéticas: la enfermera blanca ( que naturalmente es también virgen, madre y mártir) y la enfermera roja (y, connotativamente, puta) a la que proyecta en el bolchevismo y en la imagen recurrente de la marea roja, pululante y ubicua, contra la que alza el valladar de sus armas y de su cuerpo, duro, seco y adiestrado.


Algo del mayor interés es que, según Littell y antes Theweleit, para el fascista la metáfora dista de ser solo una metáfora, de alguna manera la encarna y la vive, la siente como parte de lo real: cuando se refiere a la República de Weimar como ciénaga "lo que siente es en verdad algo viscoso y pastoso"; casi literalmente puede decirse que la incorpora: cuando Degrelle alude a que si los soviéticos llegaran a derrotar al Reich sería como si Stalin se arrojara sobre el cuerpo de una Europa sin fuerza para resistir y resignada a que la violen, no es solo que imagine el dolor de las mujeres alemanas, ocurre también que "el ano que nota que se contrae convulsivamente es el suyo" (Littell, p.32)


En la consideración exhaustiva del vocabulario usado por Degrelle halla Littell que el imaginario fascista se encuentra siempre obligado por lo que él llama "mecanismos de la conservación del yo", que operarían mediante una serie de categorías: seco/húmedo, rígido/informe, duro/blando, quieto/pululante, limpio/sucio etc. en las que sustenta sus valores y su identidad. Lo rígido, lo erecto, por ejemplo, lo simbolizan, en el imaginario de Degrelle, las torres de las iglesias y catedrales europeas, resistiendo frente al viscoso y hormigueante pulular de la "avalancha soviética", que , puesto que al enemigo se le supone un carácter polimorfo y polisémico, no es solo esto sino también asiático, mogol, rojo, cosaco , siberiano. Así, en las fantasías de Degrelle, que se correspondían aquí punto por punto con las tesis oficiales del mando nazi, sobre la colonización a que el Reich sometería a Rusia tras la victoria, todo el lodazal del Este se convertiría en un gigantesco campo de experimentación para los alemanes, en la tierra planificada, ordenada y limpia que iba ya prefigurando el radiante avance de las tropas nazis, y lo de menos es que esto estuviera solo en la imaginación de Degrelle y que para nada se compadecía con la verdad histórica, que por lo demás él conocía de primera mano.


La oposición fundamental es la de seco/húmedo, que es la que vertebra toda la exposición de Littell. A ella se aplican, en el relato de Degrelle, los antecitados "mecanismos de conservación del yo": el enemigo por antonomasia, en la campaña de Rusia, es el barro, ese que todo lo invade y al que parecen acostumbrados e inmunes los soldados soviéticos.Centenares de veces utiliza Degrelle en su libro esa palabra u otras expresiones del campo semántico de lo húmedo y desde luego con un lujo metafórico que no podemos menos que agradecerle: más temible y espantoso que el enemigo en sí, era el "barro tremendo, el espantoso barro ruso, denso como caucho derretido", aunque no deja de incluir en esa condición de lo viscoso, de lo húmedo, también a los adversarios de carne y hueso: "unos rusos se escurrían entre nosotros, unos monstruos de los pantanos que chorreaban cieno, hirsutos, de pómulos chatos y rojos, riendo con dientes amarillos", y también: " ya se estaban colando en las isbas unos rusos, auténticos reptiles de barro y noche (...)". Frente a ellos, los fascistan oponían la verticalidad y lo seco : "Nuestros soldados estaban hincados como estacas en aquellos charcos (...) Mis soldados se habían apostado entre los taludes y el trigo, callados y tiesos como leña seca".


Pero el miedo a lo líquido es también miedo a la muerte, a la licuefacción corporal, puesto que nuestro cuerpo lo forman fundamentalmente líquidos (sangre, pus, excrementos) y de ahí que Degrelle proyecte ese miedo en los cadáveres de los enemigos bolcheviques, cuya putrefacción no vacila en describir, dada su debilidad por las metáforas, con todo lujo de detalles ( " Mogoles y tártaros yacían por los caminos, a montones, en plena putrefacción, y soltaban por todos los agujeros miles de larvas amarillentas"); aunque, coherentemente con su imaginario, se refiera a los propios muertos (el fascista, incluso muerto, permanece seco) con palabras pertenecientes a un campo semántico muy distinto: rojo-carne-cortado-quebrado-blanco-desgarrado frente a , para los enemigos, verde-amarillo-podrido-grasa-derretido-desintegrado. De todos modos, pese a todas las racionalizaciones, la imagen de lo húmedo vuelve, cada vez con más fuerza, que es como funciona, en la ortodoxia freudiana, el retorno de lo reprimido,y más en la amarga hora de la retirada, cuando Degrelle usa y abusa de la imagen de la rana y del sapo ("los rusos pululaban como sapos por esos lodos oscuros") o ve agua por todas partes: " No veíamos ya más allá de un metro. El aire no era ya sino una masa de agua. El suelo era un río en el que nos hundíamos hasta la rodilla". De hecho, opinaba, frente a otros ideólogos nazis, que el dominio soviético condenaría a Europa no a una "estepización", sino a una "pantanización". No deja de ser gracioso, por lo demás, que Degrelle llegara a España, tras una accidentada huída vía Noruega, pilotando un avión que hubo de hacer un aterrizaje forzoso en la playa de San Sebastián y adentrándose un poco en el agua.


El epílogo de Theweleit explica, en fin, los paralelismos de su libro de 1977 con el ensayo de Littell de 2007 y de qué modo llegó a su visión de la pulsión del hombre soldado como conformación inconsciente de la ideología del fascista político, del fascismo como estado corporal, como forma de vida que exige para su supervivencia el sacrificio y la desaparición de otras, para lo cual estudió también los mecanismos psíquicos que operan en los torturadores de las dictaduras latinoamericanas. Aquí , en la fascinación por el crimen y el dolor infligido es donde radica la convicción subconsciente en el torturador de que el cuerpo que maltratan y aniquilan les permite hacer más poderoso ese otro cuerpo, el del Poder, que crece mientras mata. Si la custión judía es algo que Degrelle no toca es porque cuando escribió su libro en 1944 consideraba ya que se había resuelto: Europa entera ya estaba, o eso creía él, judenrein. A este respecto no deja de resultar tan sugerente como funcional a la exposición de Littell la interpetación de Theweleit según la cual los nazis llevaron a cabo el genocidio judío se apropiaban de la energía del pueblo elegido para utilizarla en la fabricación del super ego ario alemán en su futuro dominio del mundo. Odiaban a los judíos por envidia, por su estatuto de especiales, que sin duda los nazis deseaban para sí.

sábado, 26 de marzo de 2011

NOTAS DE LECTURA



Juaristi, Jon. Diario de un poeta recién cansado. Pamplona. Pamiela.1985
Juaristi, Jon. Suma de varia intención. Pamplona. Pamiela. 1987.
Juaristi, Jon. Arte de marear. Madrid. Hiperión. 1988.
Juaristi, Jon. Los paisajes domésticos. Sevilla. Renaciemiento 1992.
Juaristi, Jon. Tiempo desapacible. Granada, Comares. 1996.


Lo primero que debo decir a propósito de la relectura de estos libros de versos (no tengo ahora a mano los dos o tres últimos de su autor) es lo mejor que podría decirse de cualquier libro (de poesía o de cualquier otra cosa) y es que ayuda, siquiera sea un poco, a vivir, esto es, a espantar o sobrellevar mejor un rato de tristeza o de angustia, de abandono o de depresión, y esto me parece que lo cumplen a la perfección los poemarios a los que me refiero.
A estas alturas, lo que uno más aprecia en la poesía (además, claro está, de la habilidad o pericia técnica con que esté urdida) es que pueda encontrar en ella una fantasía, un bucle emocional o un figura psíquica donde de algún modo pueda reconocerse, una suerte de espejo en que yo como lector me proyecte o refleje, aun a sabiendas de que se trata de una mentira, quiero decir, de que se sabe que la poesía es, como todos, un género de ficción y que el personaje que habla en el verso constituye o finge una voz, un fantasma que en absoluto tiene por qué coincidir --de hecho casi nunca coincide-- con la persona real del poeta.
Escribe Juaristi un español urbano y culto, lleno de referencias literarias, aunque no elude en ocasiones el giro castizo, la fraseología popular e incluso el refranero, algo a lo que me referiré más adelante.

Algunos críticos que se han ocupado de la poesía española de las ultimas décadas (así García Posada y otros) han calificado de civil la de Juaristi, marbete que tampoco significa mucho aun cuando, como probablemente ocurra, se haya puesto en circulación pensando en aquellas zonas de su poesía que al menos en apariencia se refieren a las circunstancias políticas del País Vasco. Otros lo han incluído en esa especie de cajón de sastre de poesía de la experiencia, pero esto de la experiencia es denominación demasiado vaga y equívoca porque por una parte parece referirse a la experiencia cotidiana, a los banales acontecimientos de cada día, y eso evidentemente no es necesario para escribir poesía, y por otro puede referirse también a la experiencia del oficio, de la capacidad técnica --que ya es otra cosa-- o a la experiencia de la edad, que se supone que solo se adquiere con los años vividos pero que tampoco --en esta tercera acepción-- tiene por qué desembocar necesariamente en una visión desencantada y melancólica del mundo, aunque así puede que ocurra en gran parte en esta poesía.
La lírica de Juaristi me gusta, incluso la de tonos más admonitorios, sobre todo, porque ha sabido crear un personaje en sus versos que desde luego vive una vida moral y en el que no me resulta difícil proyectarme, en el sentido que apuntaba más arriba. Y ese personaje fabricado comparece en muy variados registros sentimentales, que van del cinismo descarnado ( véase por ejemplo Agradecidas señas, el poema que abre Tiempo desapacible ) a la melancolía y al irrefrenable sumidero de la nostalgia que trasudan composiciones --ambas del mismo libro-- como la hermosa rememoración de la infancia con la figura de la madre en MCMLIV o la estupenda evocación elegíaca de Il compagno, sobre Pavese y su suicidio, para no hablar de la fiereza (que acaso no sea sino la otra cara de la ternura) de los poemas dedicados a Bilbao --que él moteja felizmente como Vinogrado- y el desopilante humor de los consagrados a ilustrar aspectos de las fantasías ideológicas u obsesiones del nacionalismo vasco, así por ejemplo la larga Epístola a los vascones, de Arte de marear, que sería una silva a la manera castellana clásica si no fuera por algún alejandrino o algún verso sin rimar.
Me gusta también porque, lejos de todo experimentalismo -- que a menudo queda en vaporosos sinsentidos o en una logomaquia ininteligible-- se atiene a la competencia versificatoria, esto es, que sabe urdir, por ejemplo, buenos endecasílabos o alejandrinos o sonetos o cuartetas heptasilábicas y que parte siempre del control racional del poema, de su valor lingüístico como caso especial de lenguaje o, si se quiere, apartamiento de la norma y, por tanto, entre otras cosas, de la selección medianamente rigurosa del léxico. Sería medianamente legítimo, así pues, calificarse a esta poesía de realista o de base realista, teniendo en cuenta desde luego la falta de un adjetivo mejor o menos inepto.
Me da la impresión de que Juaristi, en fin, suple en su producción los posibles fallos de la imaginación --reconocidos por él mismo--- con un espléndido ingenio verbal, y por eso pienso que cabría aplicar a muchos de estos versos el dictamen de Auden de discurso memorable ("Good poetry is memorable speech"). Por lo demás, si es cierto que la poesía es incapaz de rescatar, en cualquier sujeto, el resplandor o el deslumbramiento de un instante o un día del pasado ya devastado por el correr del tiempo o por las falsificaciones de la memoria, sí puede en cambio, en el espacio de ficción del poema, inventar experiencias análogas refiriéndolas a un personaje impostado con el que tanto el poeta como el lector podrían tener vagamente algo que ver.
Maneja con igual maestría este escritor lo mismo los encabalgamientos y rimas internas, de las que creo no obstante que abusa un poco, que toda toda la demás panoplia de figuras retóricas ( y podrían citarse docenas de ejemplos a este respecto), desde la paronomasia: "Nuestro maestro en estro, Jaume el Conqueridor" , En torno al casticismo, de Arte de marear", "Esta tierra feroz, feraz en curas", Patria mía, de Suma de varia intención, a la rima interna "Siempre lo dije y fui --creo--sincero", Il miglior fabbro, también de Suma ...hasta la metáfora más o menos insólita. Pero donde me parece más feliz y afortunado es en la ruptura o contrafactura de una frase hecha o de un refrán, con la consiguiente quiebra de las expectativas del lector ("No es cierto que por mucho madrugar/ amanezca el huerto en el secano", Intento formular mi experiencia de la poesía civil, de Los paisajes domésticos) y en la cita contrahecha o el guiño culturalista (ya desde el mismo título de algunos libros y poemas), y así podrían espigarse numerosas alusiones en estos versos, más o menos enmascaradas, a no pocos poetas, desde Garcilaso a Miguel Hernández, de Gabriel Aresti a Antonio Machado, de Blas de Otero a Eliott. No es menos típico de este escritor el llamado final anticlimático del poema, expresión que creo recordar que se empezó a usar por Dámaso Alonso a propósito de Manuel Machado, consistente en descargar la tensión dramática que se supone en una dicción noble o elevada cerrando la composición con un giro de humor inesperado : "Y en las contadas horas en que con otros cuerpos/desisto de mí mismo /un poco de erotismo", Material de derribo, de Diario...
Y hablando de humor, last but not least, de lo más encomiable resulta el sentido que de tal cosa tiene Juaristi , y que informa no pocas de sus composiciones. Un par de muestras: el soneto en versos blancos Elegía del Pazo de Meirás y no me volverás, de Suma ... en el que se las ingenia para mezclar la referencia malévola a los reyes españoles ( "Lo que la brisa se llevó sin prisa/ dinastías de bourbons y Parmas") con el fundador del Opus Dei, el fin del franquismo, el régimen de Primo de Rivera y la alusión a una célebre actriz del cine clásico, todo ello sobre el cañamazo de la letra del Cara al sol , y del ya citado poema En torno al casticismo:" Aunque Rodrigo Díaz el de Vivar debía/fablar un castellano más recio que una aldaba./Oíanlo los moros al pie de la alcazaba/ y no les alcanzaba al cuerpo la chilaba." Pues eso.




NOTAS DE LECTURA



Roth,Joseph. La leyenda del santo bebedor. Barcelona. Anagrama. 2001


Roth, Joseph. Judíos errantes. Barcelona. El Acantilado. 2008









Este admirable y breve apólogo cuenta la tan patética como conmovedora historia del clochard Andreas Kartak, a quien, mientras vagabundea alcoholizado por las calles de París, un misterioso desconocido (no se sabe si un duende del azar, un enviado del cielo o el mismísimo demonio) ofrece una cantidad de dinero a condición de que lo restituya al cepillo de la iglesia de Sainte Marie des Bastignoles, donde se venera la imagen de Santa Teresa de Lisieux. Tras una duda inicial, y a sabiendas de que va a ser difícil que pueda devolverlo, lo acepta.
Andreas, un ser ya derrotado,que había cogido inquina a los espejos porque le mostraban el progreso de su degradación y que decide alegremente convertir el día mismo en que recibe el dinero en el de su cumpleaños para gastárselo sin demasiada mala conciencia, reúne sin duda algunos de los atributos del antihéroe romántico, tan perdedor casi por naturaleza o maldición divina que no vacila, por ejemplo, en matar por amor, como marginado consciente de sí mismo, abúlico y acomodaticio.
Como bien dice Carlos Barral en su muy ajustado prólogo (aunque, et pour cause! llevando un poco las aguas a su molino), los mimbres con que se urde la fábula no son los presuntos milagros y paraísos artificiales que proporciona el alcohol, sino el carácter sagrado del mismo vino. Lo que ya no me parece tan de recibo es la creencia de que, como allí se dice, "la embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo absolutamente imprescindible".
Los demonios del azar o de la mala --o buena--- suerte se conjuran para que siempre Andreas se encuentre con viejos conocidos, una antigua amante de la que en un tiempo estuvo enamorado y a cuyo marido asesinó, o nuevos conocimientos femeninos que, indefectiblemente, acaban timándolo o robándole parte de o todo su pecunio.
El cuento todo está montado sobre la determinación y la voluntad de Andreas (solo teórica y de imposible cumplimiento) de restituir el dinero a la santa y sus constantes recaídas, por lo que se ha dicho, en la senda del vicio
Así, cuando, decidido ya por fin a saldar la deuda, se encamina a la iglesia, se da cuenta de que apenas le queda dinero porque se lo ha birlado Gabby, una extraña muchacha con la que ha pasado un par de días. Vuelve entonces a entrar en la taberna que hay al lado y se encuentra de nuevo con Woitech, un antiguo compañero de trabajo de sus años de minero que le aporta el dinero que previamente el protagonista le había prestado, pero aquel vuelve a engañarlo diciéndole que tiene una deuda urgente y se lo gasta con el mismo Andreas en alcohol y chicas.
En estas condiciones, no es difícil imaginar el fin de nuestro héroe, muerto en la sacristía de la iglesia, adonde le han llevado víctima de una crisis alcohólica. Como tampoco resulta complicado descubrir en Andreas el dibujo que de sí mismo y de su pobre y azacaneada vida como refugiado en París llevó a fines de los treinta el propio Roth. El pasaje en que el clochard se da cuenta de que carece de documentos que acrediten su residencia legal en un país extranjero recuerda los apuros por los que hubieron de pasar muchos refugiados y fugitivos judíos en aquella época.
Por lo demás la fábula, quizá engañosamente sencilla por su economía de medios expresivos, no deja de contener una vívida y transparente poesía en su sintaxis seca, corta y como sincopada y en la maestría y sensación de verdad que transmiten sus diálogos en estilo directo.
La última frase del relato tiene sin duda mucho de plegaria y de hermosísimo colofón: Gebe Gott uns allen, uns Trinkern, einen so leichten und schönen Tod. Denos Dios a todos nosotros, bebedores, una muerte tan suave y hermosa.


Escrito desde el desvalimiento, la añoranza y la aguda conciencia de la derrota y atravesado de punta a punta por una especie de amarga ironía, Judíos errantes me parece que puede constituirse en uno de los más originales y agudos ensayos acerca del antisemitismo en los tiempos modernos y los avatares y desgracias del así llamado pueblo elegido. Se diría que Roth estaba convencido, por encima de todo, de la ubicuidad y del carácter probablemente insoluble de la pasión y de las ideologías antisemitas , en las que según él no han tenido poco que ver los propios judíos.
Reserva en efecto el autor los más acerados de sus dardos a sus compañeros de raza, en primer lugar a los judíos occidentales, por su incalificable ceguera y en no pocos casos su ingenuidad y cobardía anrte el nazismo y al sentimiento de superioridad y de desprecio que siempre albergaron hacia los apestados Ostjude (el mismo Roth lo era).
Sostiene Roth, por ejemplo, cómo en su deseo de integrarse , y cayendo en lo que él llama pienso que con feliz acierto "superstición del progreso", la mayoría de los judíos occidentales, sobre todo los alemanes, "tuvieron a menudo, por desgracia, la tentación de hacer responsables de las exteriorizaciones de los instintos antisemitas a los judíos orientales emigrados a Alemania," con lo que, como poco después se vería con claridad, vinieron a hacer el juego al monstruo que se acercaba amenazador con sus camisas pardas y con su parafernalia racista del Imperio de los mil años y toda la mitología nazi. La gran trampa fue su fe en lo que Roth moteja como "el ídolo del patriotismo civilizador", es decir, mordieron el anzuelo del papel civilizador de Alemania y cambiaron la fe en Dios de sus padres por este trampantojo al fin y al cabo no menos peligroso.
No menos lúcidos y apasionados son sus ataques al mundo judío por su aceptación, teñida de abulia y servilismo, de su condición de pueblo inferior que les impuso el nazismo (en todo el libro de modo un tanto implícito y más claramente en el prólogo de 1937 a una proyectada y nunca llevada a cabo segunda edición del texto) y su denuncia de la hipocresía de la Iglesia Católica y y la farsa de la Comunidad de Estados cristalizada en la impotente e inútil Sociedad de Naciones.
Pero lo más interesante e innovador del ensayo es a mi juicio que pone en tela de juicio la idea misma de patria, sin duda causante a fin de cuentas de tantos desastres: "ciertamente, el sentido del mundo no es estar compuesto de naciones y patrias que, aun cuando solo quisieran realmente preservar su idiosincrasia cultural, no por ello tendrían derecho a sacrificar ni tan siquiera la vida de un solo ser humano" . Roth da aún un paso más al sugerir que la idea de patria no es más que la racionalización de la búsqueda de víctimas en aras de turbios interese materiales, como bien demuestran todas las guerras habidas y por haber, y al declarar apodícticamente (pág. 38) que "en toda la milenaria aflicción que viven los judíos no han tenido más que un único consuelo, a saber, el de no poseer una de tales patrias".
Hay, por lo demás, en el judío, y particularmente en el judío creyente, una casi inevitable interiorización de la contextura psíquica del fanático (que era lo que más interesaba de este pueblo a un escritor como Cioran, para quien los judíos se habían erigido en los "grandes tentadores del abismo"), una pulsión masoquista y una especie de orgullo teológico de casta que incluso le lleva a abominar del proyecto sionista y a despreciar al gentil aún más de lo que lo desprecian a él, hasta tal punto ha creído "cultural" su pretendida condición de pueblo elegido que hace todo lo posible por diferenciarse de los otros , puesto que solo parece ser útil para servir a Dios.
La parte central del libro, que abarca el extenso capítulo tercero , es menos teorética y más narrativa, pero no por ello reviste menos interés, toda vez que está escrita en un tono más ágil y ligero, casi como un reportaje, y viene a resultar una especie de estupendo compendio de antropología de las costumbres y el mundo judío.
Memorable en todo caso resulta la descripción o retrato del típico rabí, obsesionado con su fe, que proyecta tanto en las cosas importantes de la existencia (desde la comida a las mujeres) hasta los detalles más insignificantes de la vida cotidiana y para el que todo en el mundo es señal inequívoca del poder de su Dios: la comida no es tanto el hecho de nutrirse como "una acción de gracias al Creador por el milagro de los alimentos", y congruentemente con la tradición de que las mujeres estén desde siempre proscritas de su entorno, el rabino y el judío ortodoxo están convencidos de que el goce sexual --entiéndase en el sentido del uso de la esposa " es para él un deber sagrado y solo es un placer porque es un deber. Tiene que engendrar hijos para que el pueblo de Israel se multiplique como la arena en el mar y como las estrellas en el cielo". Un poco más adelante, el narrador contempla estupefacto los bailes de la celebración de la Torá, que le parecen, sin embargo, poco menos que un derroche sensual: "No era la danza de un raza degenerada. Aquella fuerza no era solo la de una fe fanática. Era, con certeza, una salud cuya eclosión provenía de lo religioso ". Mas sombríos y amenazadores son los tonos con los que se pinta una celebración del Yom Kippur, despedida por una horas "de todo lo mundano", en que los fieles entran en una suerte de éxtasis delirante y masoquista, en medio del vértigo que les hace tambalearse y donde "cada pequeño tendero es un superhombre, puesto que hoy ha de llegar a Dios". Pero Roth no es insensible a las manifestaciones de la verdadera alegría judía, como cuando se demora en la consideración, no exenta de secreta simpatía, de algunas tradiciones judeoorientales, como las bandas de músicos ambulantes, las actividades y los ritos atinentes a los recitadores de plegarias o jasán o del batlen, una especie de bufón contador de historias que ameniza las bodas y los bautizos y recorre las aldeas entreteniendo las largas noches de invierno de las familias humildes.
Aunque tampoco deja de haber en el libro, particularmente en los últimos capítulos, una no sé si demasiado encomiable y bien fundada sagacidad psicológica que le permite al autor entrar en los recovecos del alma judía, que parece enorgullecerse de conocer a la perfección: dice por ejemplo, contra el mito,ciertamente muy extendido entre las burguesías europeas de entreguerras, del judío bolchevique, que el judío pobre " es el más conservador de todos los pobres del mundo. Es ni más ni menos que una garantía para la conservación del viejo orden social. En su inmensa mayoría los judíos son una clase burguesa con características raciales, nacionales y religiosas propias", afirmación un tanto exagerada o por lo menos dudosa habida cuenta de que muchos judíos, en el Este y en el Oeste, se encuadraron en partidos y organizaciones de izquierda.
Los breves tres últimos capítulos se consagran al análisis de la emigración judía a los países occidentales y, así, se describen vívidamene la judería de Viena, con el hormigueo de judíos orientales pobres luchando por sobrevivir y que tienen que arrostrar el desprecio a que los someten sus compañeros de raza ya instalados, o la Berlín, aún más ninguneada y marginal, donde el autor se deleita un tanto morbosamente en contar las peripecias de un mísero cabaret-teatro de pobres actores sin brillo o ilustrando al lector acerca de las peculiaridades de las melodías judías del este, esa música según él tan arrebatadoramente dolorosa "que sonríe entre lágrimas". Se habla también de los modos de sobrevivencia e integración de los judíos en Italia y en los USA (y aquí Roth se despacha a placer con el mito del sueño americano, del tío de América, pues en ese país , apunta con sorna, los judíos al menos tienen la ventaja de que viven rodeados de judíos más judíos que ellos :los negros. Puestos en cuarentena en el puerto de Nueva York, imgina Roth al emigrante hebreo viendo desde los barrotes la estatua de la libertad "y no sabe si es él o la libertad quien está prisionera".
Los últimos párrafos de texto versan, en fin, acerca de los judíos en la entonces Unión Soviética, donde, si es cierto que se prohibió el antisemitismo por decreto y se trató de convertirlos en una minoría nacional más entre el conglomerado de nacionalidades de la URSS,(y de paso, sugiere el autor irónicamente, liquidar el sionismo mismo) no por ello se iban a acabar de un día para otro sus penalidades. Roth de todos modos reconoce en el epílogo que cuando escribió el libro no tenía información lo suficientemente fidedigna de Rusia y, en todo caso, no alcanzó a vivir bastante como para ver las purgas y razzias antijudías de la época de Stalin

lunes, 14 de marzo de 2011

NOTAS DE LECTURA

Yourcenar, Marguerite. El tiro de gracia. Madrid. Alfaguara. 2003 (5ª edic)


Acabo de releer El tiro de gracia, de Marguerite Yourcenar. Me ha fascinado aún más que la primera vez que la leí. Una de las más hermosamente trágicas historias de amor que he alcanzado a conocer en el terreno de la novela. De entrada, el libro plantea un interesante caso de las relaciones, siempre complejas y a menudo insospechadas, entre peripecia biográfica del escritor y creación literaria. Si se parte del principio de que el fondo de donde se surte el escritor es y no puede ser otro que la propia vida, entonces podría decirse que todo creador escribe, de un modo u otro, siquiera sea como resonancia subconsciente o involuntaria --y casi siempre metamorfoseada o transformada---de su vida.





En el caso de la novelita que nos ocupa, la cosa no puede ser más clara: además del doble sentido del título, Grace Krick y la Yourcenar se conocieron en el Hotel Wagran de París en 1937, cuando ambas tienen 34 años. Grace era una profesora estadounidense, oriunda de Sur, de adinerada familia. Tres años antes, M.Y. había puesto fin a su relación con André Fraigneau, pero cuando conoce a Grace aún lo recuerda y vive de algún modo sujeta a su memoria y su fantasma.André es homosexual, como el Eric de la novela. En el invierno de 1938 está con Grace en los USA, porque ha aceptado su invitación por "la imperiosa necesidad de ser amada". En 1939, cuando escribe el relato, aprovecha para llevar a cabo el ajuste de cuentas simbólico-catártico con su historia sentimental.
La novela no incluye división alguna en capítulos, salvo las dos páginas iniciales, a modo de introducción o pórtico, para presentación del narrador-protagonista. Es una evocación en primera persona de los recuerdos de Eric, un minucioso autoanálisis o desnudamiento del alma que la autora sitúa en 1939, veinte años depués de los hechos que narra, en una destartalada estación ferroviaria italiana.
Las circunstancias de la acción son las de una aislada región báltica, con la guerra civil rusa y los estertores de la de 1914-1918 como telón de fondo y con la consiguiente degradación moral generalizada que implica toda guerra. En la casa solariega de los Reval, en Kratovicé, con los tres personajes principales, refugiados ocasionales, soldados, el viejo criado Michel y la tía Prascovie, medio loca y ausente y siempre rezando ante sus iconos. Y además con la presencia ubicua y constante de la niebla y de la lluvia, acaso para marcar la esencial ambigüedad en el comportamiento moral de los personajes.
El relato arranca con el regreso a Kratovicé --tras alistarse en Alemania-- de Eric y el reencuentro con Sophie y Conrad, con los que ha vivido en la propiedad como refugiados y aprovechando un lejano parentesco entre las dos familias. La evocación que se propone Eric -- desde el principio su pasión por Conrad se presenta, seguramente como reflejo y reverberación del mundo grecolatino, como " cierto ideal de austeridad, de camaradería heroica y de virtudes nobles--- es un homenaje al amante muerto y al mismo tiempo un desahogo de la mala conciencia por el trágico fin de la muchacha.
Es lógico que Eric se sienta conmovido ---"lo que más me chocaba en ella ella era su aspecto de adolescente herida"--- cuando empieza a conocer la historia íntima de Sophie: su desenvolvimiento de alma pura en medio de la brutalidad, su violación a manos de un sargento lituano borracho que al día siguiente se había arrodillado, lloriqueante, ante ella para pedir perdón "escena que debió resultar para la niña aún más repugnante que el amargo cuarto de la hora de la víspera".
La pasión que Sophie siente por Eric la describe este en los siguientes términos:" A partir de cierto momento, ella fue quien llevó el juego, y jugó muy fuerte, pues le iba en ello la vida. Además mi atención estaba forzosamente dividida, y la suya entera. (...) No pasó mucho tiempo sin que para ella no hubiera más que yo, como si toda la humanidad a nuestro alrededor se hubiese transformado en accesorio de tragedia". Sophie inicia, en efecto, tras declarársele, el viacrucis de sus autohumillaciones, bajezas y escenas más o menos ridículas en que parece que indefectiblemente caen algunas almas cuando se enamoran y se las rechaza, porque se creen indignas. La intensidad del amor de Sophie parece ser directamente proporcional al desdén y frialdad que cree advertir en Eric: "Todo en ella gritaba un deseo en que el alma se hallaba mil veces más interesada que la carne", deseo sin duda aún más escandaloso por la ignorancia de Conrad ---cuando todos en Kratovicé los cree amantes--- al que ninguno de los dos dice nada.
Conmovedora es la tozudez de la muchacha, que llega a arrojarse, por despecho, en brazos de amantes ocasionales y que se ve devorada por los celos, situación que evidentemente no escapa a la fría lucidez, un poco cruel, de Eric:" Un día me aseguró que hubiera renunciado a mí sin pensar en beneficio de una mujer a quien yo amara: era conocerse mal a sí misma, pues si hubiese existido esa mujer, Sophie hubiera dicho que era indigna de mí y hubiera tratado de que yo la abandonase".
De todos modos, no pueden huir el uno del otro, pese a que Eric consiente, por ponerse a prueba, en una breve relación de unos días, en un hotel y con ocasión de un viaje a Riga que ha hecho pretextando una misión militar, con una húngara, experiencia que le acaba pareciendo repugnante. A partir de ahí los acontecimientos se precipitan porque Sophie va deslizándose cada vez más hacia el abismo. Tras el viaje a Riga de Eric, ella pasa por el humillante episodio de la borrachera, el intento de suicidio, que confesará al descubrirle él una cicatriz en el hombro, y se busca nuevos amantes, como Von Aland, que acabará al poco preso, torturado y asesinado por los bolcheviques, un oficial ruso huído, alcohólico y brutal, y por fin Volkmar, relación que ella le oculta, al contrario que las anteriores, y que llevará a Eric, muy a pesar de sí mismo, a una estúpida escena de celos cuando ella besa a Volkmar, provocativamente, delante de todos la noche de Navidad, hecho que hace que Eric la abofeteara y luego tengan que separarlo de Volkmar. Cuenta Eric: "Con su atavío azul, que le dejaban los hombros al descubierto, y echando hacia atrás sus cortos cabellos (...) Sophie le ofrecía a aquel bruto los labio más provocativos y falsos que jamás vi en una estrella de cine, a quien se le van los ojos detrás de la cámara. Aquello era demasiado." Incluso Conrad, testigo, lo interpreta ingenuamente, como si Eric hubiera cortado las excesivas familiaridades de su hermana con cualquier desconocido.
Poco después, Sophie decide escapar--- "Todos ustedes me dan asco", le dice a Eric-- y unirse a las filas bolcheviques, lo que acelera la llegada de la tragedia final y pone a Eric en una delicada situación, hasta el punto de que se ve obligado a mentir a los demás sobre la huída de la chica. En la agria conversación que ambos mantienen poco antes de la escapada de Sophie, en que ella ha estallado en múltiples reproches, ve Eric "descomponerse su rostro y sus ojos, estremeciéndose en un nuevo ataque de desesperación, como si estuviera bajo la punzada intensa de una neuralgia".
Tras la infructuosa búsqueda de la muchacha y el interrogatorio a la madre de Gregori Loew --antiguo amigo de Sophie con el que Eric sospecha que ha podido reunirse--- se llega a las intensas páginas donde se cuenta la muerte de Conrad, a resultas de sus heridas en combate. Reflexiona Eric a propósito de la marcha de la muchacha:" Yo había sido el único obstáculo para que no creciera en Sophie el germen revolucionario; desde el momento en que arrancaba ese amor, no podía sino comprometerse a fondo por un camino jalonado con las lecturas de su adolescencia, por la camaradería excitante del joven Grigori y por esa repugnancia de las almas sin ilusiones sienten por el medio que las vio nacer". La muerte de Conrad, por oro lado, le genera terribles dudas y un intenso sufrimiento, no exento de mala conciencia porque cree no haberle prestado la suficiente atención. En plena agonía del muchacho llega a temer que a este "le faltase el suficiente valor para pasar ese amargo cuarto de hora más largo que toda su vida, ese mismo valor que a menudo nace de pronto en los que han temblado hasta entonces" y acaba confesando que Conrad sufría tanto que llegó a pensar en rematarlo y que si no lo hizo, fue solo por cobardía. De todos modos Eric no se hace demasiadas ilusiones acerca de lo que podamos saber de la muerte, que será siempre un misterio impenetrable: " Sé muy bien que siempre existirá, entre vivos y muertos, una separación misteriosa cuya naturaleza ignoramos, y que los más sagaces entre nosotros saben tanto sobre la muerte como una solterona sobre el amor".
Las últimas quince páginas del relato, a partir de la captura de Sophie, junto a otros combatientes bolcheviques, por las tropas de Eric, son las que abren el terrible desenlace de la aventura. En el interrogatorio al que Eric ---acaba de confesar que ha organizado los careos con los prisioneros, dejando a sophie para el final, solo por su nerviosismo y por ganar tiempo--- somete a Sophie lo que más le sorprende es la entereza y la aparente indiferencia ante su situación que demuestra la muchacha: "Si hubiese podido dejarme rodar por la pendiente, creo que hubiera balbuceado palabras de ternura sin ilación que ella se hubiera dado el gusto de rechazar con desprecio (...) El horror no consistía tanto para mí en la muerte de Sophie como en su obstinación en morir".