martes, 27 de diciembre de 2011

CANON HETERODOXO

L


Enrique, Antonio. Canon heterodoxo. Barcelona. DVD. 2003.

Lo más inmediato que puede decirse de este ensayo es que acaso el adjetivo del título no resulte del todo apropiado, toda vez que la interpretación de conjunto de la literatura española que propone se inscribe en una tradición hermenéutica ya bien conocida y estatuida ---y en este sentido en trance a su vez de convertirse en tan canónica y ortodoxa como otra cualquiera---, la inagurada por Américo Castro y prolongada después por numerosos hispanistas, de Marcel Bataillon a Márquez Villanueva o Juan Goytisolo, con sus nociones de la Edad conflictiva y de la convivencia intercastiza a partir de la expulsión de los judíos y de la cristalización de la realidad histórica de España, a cuya luz , y la de la huella determinante de la dramática vividura de los judeoconversos, se leyó a los grandes clásicos.




Con una prosa que se esfuerza por volcar el castellano en sus moldes y resonancias castizas, con encomiable voluntad de estilo y notable precisión y riqueza léxicas--- aunque a veces caiga en la disonante pedantería del hipérbaton gratuito ( " disuelto había Juan Ramón la existencia en la esencia" ,p. 290,"Dejado había clara Dámaso Alonso en su Escila y Caribdis de la literatura española la dualidad permanente de realismo y antirrealismo" , p. 304 ), el libro, que no deja de traducir las caudalosas lecturas del autor y brinda múltiples incitaciones y claves interpretativas, se estructura en cuatro grandes apartados ,que constituyen otras tantas calas en la historia literaria española, de los orígenes medievales a la modernidad contemporánea, y polemiza sin pausa contra la visión considerada canónica u ortodoxa en la interpretación de aquella, la que enfatiza su invariante o constante realista y la ligazón entre catolicismo y conciencia nacional, línea interpretativa que nace, como es sabido, de Menéndez Pidal y su escuela y de los trabajos históricos de Sánchez Albornoz.




Los pasajes más lucidos e imaginativos del texto son las consagrados a lo que el autor llama primera línea de fuerza de la literatura española , Libro de Buen Amor, Celestina, Lazarillo y El Quijote . Las referidas a la novela cervantina, pp. 76-89, me recuerdan por su finura y sutileza las páginas que en su día dedicaron a la historia del hidalgo manchego un Azaña ---Cervantes y la invención del Quijote---o un Caro Baroja ---Cervantes y la concepción mágica del mundo--- : la ficción cervantina se lee aquí como la certificación de un fracaso y la plasmación de la melancolía y el desencanto por aquella España fantasmal y falsa de la época barroca, la del desmoronamiento del sueño quimérico del Imperio, y supone un desplazamiento psicológico del propio Cervantes, por cuanto la novela viene a ser como una autobiografía espiritual en la que el autor conmemora irónicamente los ideales de su juventud de poeta y soldado y se despide con una burlona sonrisa de una edad de heroísmo que para entonces ya tocaba a su fin. Ese desplazamiento del "yo", esa ironía que suponía una toma de distancia crítica contra uno mismo se da igualmente, con una u otra forma, en los clásicos antecitados y supone una burla, semioculta y con sordina, contra el fanatismo y la opresión de un país reducido a cenizas en su conciencia colectiva por la presión y el encorsetamiento de conceptos tales como "honor", "honra", "casta" y "dogma". En esa pantalla deformada de un falso yo, en esa imagen interpuesta, en esa parodia de todos los géneros literarios está la protesta, el pesimismo y la amargura, pero también la vitalidad y la voz de los judeoconversos, y esto tanto en el Juan Ruiz y los personajes carnavalescos que lo representan como en el anónimo autor del Lazarillo o en el Fernando de Rojas de la Celestina : la realidad creativa de los cristianonuevos y su afán de sobrevivencia les obliga a un disimulo y a una actitud doble, consistente en no oponerse de frente a las castas dominantes, en tanto que implícitamente se las reprueba, al confrontar sus valores con los conflictos que ocasionan; Lázaro por ejemplo, en definitiva, no pretendía sino vengarse, de manera oblicua y sesgada, de los poderosos de este mundo , que le habían condenado al hambre y la desgracia, y mostrar que no se podía salir de pobre con métodos legítimos y acordes con la honra, antes bien solo poniendo en solfa justamente eso. Trufando el texto con una serie de contradicciones sutilísimas y estratégicas, se trata de que el lector caiga en la cuenta de que todo ha sido una burla y un juego para el objetivo que se impone bajo cuerda, que no es otro sino no dejar títere con cabeza.




A esta misma luz de la difícil convivencia intercastiza y de la influencia semítica ---judía y morisca---- se analizan el Romancero (pp. 111 y ss.), Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz (pp. 136-159) o Góngora (pp.168 y ss.) Respecto al gran cordobés ve el autor, en la estructura profunda de su sintaxis torturada, en su ahormamiento en un sustrato semita, el hueco de la lengua perdida, que proyecta el hálito inconfundible sobre el vacío ahora cubierto por otra lengua que ni instintiva ni culturalmente era la suya ni la de su memoria histórica. Este fenómeno de traducción de una lengua perdida a otra ejerciente, esta distorsión entre las estructuras profunda y superficial es lo que explicaría el prodigioso enriquecimiento de la lengua empleada y el hecho de que durante tres siglos no se acertara a entender del todo la innovación gongorina. Igualmente preclaros son los pasajes dedicados a lo mejor de Galdós, pp. 220-234, en cuyo espiritualismo cristiano no deja de rastrear Enrique , no menos que en su realidad ambiente , tolerancia moral y verismo expositivo, una remota resonancia del erasmismo de la edad clásica, los consagrados a hacer hincapié en la revolución modernista y en la veta ocultista y teosófica de Rubén Darío --pp. 274 y ss.--- o los referentes a la innovación que supuso el versolibrismo de Juan Ramón Jiménez a partir de Diario de un poeta reciéncasado ---278 y ss.---





Hay que consignar que en las últimas digamos cincuenta páginas del libro, las dedicadas a la modernidad más proxima, el interés decae, toda vez que parecen escritas con cierta prisa y desaliño, aunque es versosímil y razonable, por ejemplo, la sugerencia de la sobrevaloración de algunos de los poetas del 27 y el injustificable descrédito de otros como Aleixandre --- pp. 291 y ss.---. Hay una confusa lectura sociológico-psicoanalítica de Gil de Biedma ( pp. 321 y ss.) que no lleva a ninguna parte ni aclara nada y una insistencia en la reivindicación de una generación poética de postguerra , la que se sitúa entre las de los 60 y la de los novísimos, que él llama silenciada o emparedada ---pág. 326--- sin aportar argumentos demasiado convincentes, lo mismo que ocurre respecto a la llamada poesía de la diferencia --- pág. 338--- y que contrapone a la más presente en los manuales y en la crítica de poesía de la experiencia, cuya inanidad y falta de vuelo fustiga, no obstante, no sin razón.

sábado, 10 de diciembre de 2011

DOS NUEVAS ENTRADAS DE PALAZUELO

He aquí dos nuevas muestras de los papeles que me dejó confiados a su muerte mi tan inolvidable como malogrado amigo José Palazuelo, del que he dado breve noticia en su día, cuando hice por primera vez mención de él en otra de las entradas de este blog. Ya se ve cómo su poesía insiste mayormente en sus obsesiones del desengaño y el paso del tiempo y cómo adolece quizá de una sobrecarga de patetismo que de todos modos no me parece que invalide del todo ni la relativa correccción de la factura del verso ni la transparencia de su imaginería. Y esto es lo que más me gusta de él: que nunca se abandone a oscuridades logomáquicas y mantenga siempre la plausabilidad lógica y el control conceptual del poema.


I
No deberían ya turbarte tanto
---menos a estas alturas---
el paso inmanejable de las horas,
su difícil sutura,
el arduo y trabajoso mecanismo
que remarca y puntúa
el mísero milagro de seguir
así día tras día,
la obvia insignificancia que se anuncia
de cualesquiera gestos cotidianos
---contra los que no hay triaca verdadera---
y la constatación, desconsolada y única,
en que ha venido a dar después de todo
el ha tiempo abatido torreón
desde el que te esperaba ve a saber qué mayúscula,
soberbia epifanía,
qué nunca oída, fantástica música.


II


Arenas injuriosas del pasado,
cómo volvéis a mí,
como vuelve, incansable,
esa herrumbre tenaz y cochambrosa
que marca los equívocos perdederos y atajos de la vida.
Mísero sinsabor de la rutina,
del tedio persistente como una despiadada
devastación acerba,
y la conciencia cierta
de no poder ya desandar ni un ápice
del fogonazo rápido del tiempo,
tener que conformarse a esta maldita condena,
a la imposible pretensión
de vivir de otro modo lo vivido.



















Arenas injuriosas del pasado,
cómo volvéis a mí,
como vuelve, incansable,
esa herrumbre tenaz y cochambrosa
que marca los equívocos
perdederos y atajos de la vida.
Mísero sinsabor de la rutina,
del tedio persistente como una despiadada
devastación acerba,
y la conciencia cierta
de no poder ya desandar ni un ápice
del fogonazo rápido del tiempo,
tener que conformarse a esta maldita
condena, a la imposible pretensión
de vivir de otro modo lo vivido.



II

No deberían ya turbarte tanto
---menos a estas alturas---
el paso inmanejable de las horas,
su difícil sutura,
el arduo y trabajoso mecanismo
que remarca y puntúa
el mísero milagro de seguir
así día tras día,
la obvia insignificancia que se anuncia
de cualesquiera gestos cotidianos
---contra los que no hay triaca verdadera---
y la constatación, desconsolada y única,
en que ha venido a dar después de todo
el ha tiempo abatido torreón
desde el que te esperaba ve a saber qué mayúscula,
soberbia epifanía,
qué nunca oída, fantástica música.



sábado, 3 de diciembre de 2011

EL HOMBRE VACÍO

Masip, Paulino. El diario de Hamlet García. Madrid. Comunidad de Madrid Visor Libros. 2000.



Ni por la disposición estructural ---un diario cuyas entradas empiezan en la primavera de 1935 y acaban de modo abrupto en el otoño de 1936 con la adición todavía de unas páginas más ya sin fechar hasta que el personaje desaparece sin demasiadas explicaciones--- ni por la extraña condición del narrador ---en verdad una especie de nebulosa u oquedad, una conciencia vacía en principio del todo impermeable a cualquier hecho externo --- podría decirse que El diario de Hamlet García constituya un texto más al uso entre la ingente montaña de relatos y novelas que tuvieron como referente los acontecimientos del 36-39 . Eso es me parece lo más inmediato que debería consignarse de esta original novela, publicada por su autor en el exilio mexicano en 1944 y reeditada entre nosotros muchos años después, por cierto que bastante inadvertidamente y sin mucha pena ni gloria: que al menos no se trata, como diría Isaac Rosa, de !otra maldita novela sobre la guerra civil ¡ Es, como muchos otros, un relato hecho desde el campo de los vencidos pero no hay en él ningún afán militante ni denunciatorio. La guerra, que aparece al principio tan solo como una especie telón de fondo, borroso y deshilachado, no parece afectar demasiado a las rutinas y convenciones que sostienen la vida mental--- por lo demás la única que tiene--- del redactor del diario. De la jornada del 18 de julio le queda a Hamlet los días posteriores solo el desagradable recuerdo de "unas grandes masas oscuras vociferantes" (p. 148), pero a medida que el texto avanza acaba sacándolo de la campana de cristal en la que vive y arrojándolo al torbellino de la calle. A mayor abundamiento, en Masip parece obvio que el posible componente autobiográfico y el distanciamiento un tanto objetivador y en parte irónico propiciado por el exilio favoreció --aún más que en Barea, Arconada, Aub y otros---una dimensión emotiva que mitiga y tamiza mucho el radicalismo ideológico, cosa que desde luego no ocurrió en los relatos de los vencedores, del tipo del Foxá de Madrid, de corte a checa.

La prosa nerviosa, rápida, sincopada, de frase corta y como en rápido apunte impresionista (lo único reprochable es el uso sistemático que de los posesivos hace Masip en contextos, sobre todo cuando se refiere a partes del cuerpo, que rechaza el genio del castellano) recuerda las maneras vanguardistas del primer Ayala y de Max Aub ---con cuyo Luis Alvarez Petreña tiene esta novela más de un parentesco temático, sobre todo en lo que se refiere a la crónica de un fracaso y un desbordamiento---y alcanza sus momentos más felices en la fuerza metafórica de algunas descripciones, así en la pág. 93 (...): "el pueblo, una entidad multitudinaria y heterogénea, (...) monstruosa como un mar cuyas olas no fueran de agua sino de rocas y barro (...)" o en la 78, cuando, contemplando la noche madrileña desde el balcón, dice Hamlet "(...) se advierte que la llanura manchega está ahí, detrás de esas casas y que si un juego de tramoya pudiera levantarlas, aparecería a mis pies con su horizonte ilimitado y su nobleza seca y la alucinación de sus caminos lunares, polvorientos, cauces de fantasías dislocadas."

He aquí un personaje que es a la vez la concreción existencial de un dilema filosófico, el pretexto de una fábula política y la plasmación de una contradicción insoluble. Permanentemente desgarrado por sus contradicciones ( aunque se sabe del todo prescindible, se aferra a sus prejuicios y rutinas y lo que más teme es mezclarse o verse sobrepasado por algo que escape a la estrechez de su horizonte), Hamlet remite un tanto a los medio seres de algunos relatos de Gómez de la Serna y a los hollow men de los poemas de Eliot. Un personaje descompuesto, trazado podríamos decir al modo cubista, en el sentido de hecho de retazos inconexos. Un ser que está en el mundo tan solo porque, como con certera ironía reza el dicho popular, tiene que haber de todo. Es un apacible y rutinario pequeñoburgués, cuyo inverosímil nombre de pila, corregido en parte por la aplastante vulgaridad del apellido, parece ser lo más reseñable de su oscura y chata existencia. Casado --- para más inri, su mujer se llama Ofelia---y con dos hijos, ejerce el poco habitual oficio de profesor ambulante de metafísica, es decir, tiene unos cuantos alumnos a los que da clases particulares de filosofía. La vida de este peculiar Privatdozent se reduce a sus libros, sus lecciones y sus disquisiciones filosóficas, que por otra parte nunca se molesta en explicar con algún detalle. Teme e ignora todo lo que viene del exterior: el roce con los demás, las implicaciones y servidumbres de la vida práctica, los embates del deseo, las convenciones a que obliga la mera condición social de la existencia. Su mujer le reprocha la inanidad de su carácter, pero él, aunque tampoco podría decirse que se tome demasiado en serio su propia vida (a veces se odia cuando se mira al espejo) está en lo esencial satisfecho con lo que es y lo que tiene, pese a ser consciente de su insignificancia:"quizá sea yo un poco Vía Láctea desparramada sin objeto ni contorno en la noche de la vida contemporánea"(pág.18), conciencia que según dice le permite no tener miedo a la muerte: " desaparecer, deshacerse en polvo, disgregarse, volatilizarse, sumirse en la tierra, en el aire y en el agua, perder conciencia del existir y del haber existido se me antoja programa de voluptuosidades" (pp. 81-82).

La cosa se complica porque, sin abdicar en absoluto de sus convicciones, pero arrastrado por una serie de circunstancias que no ha previsto ni provocado ( el estallido de la guerra, la ausencia de su familia, de veraneo en Avila y de la que él no vuelve a saber nada, la huída con un miliciano, de la que está enamorada, de Cloti, la criada, la aparición de un pariente de su mujer, Sebastián, grotesco personaje que se cuenta entre los militares del bando rebelde y que le pide que lo esconda en su casa , el incómodo ejemplo de Daniel, el joven discípulo, convertido en esforzado combatiente republicano, el trato con el señor Salus el tabernero y con su familia), se ve arrojado al barro de la vida, él, al que siempre ha aterrorizado salir de su mísera torre de marfil. De ella se ve compelido a salir de continuo, ya desbordado por los acontecimientos, sobre todo en dos de los pasajes a mi juicio más logrados del libro, el de las pp. 117-136, el del encuentro casual, la misma noche del 18 de julio, con la prostituta Adela y la larga conversación con ella en el burdel, en la que la chica se desahoga hasta el llanto y él queda conmovido, que recuerda, por su tinte sainetesco y melodramático, tanto un episodio de La colmena como un capítulo de Luces de bohemia, y en el de la cohabitación con Eloísa (pp.209-216) , la joven discípula, especie de niña bien un tanto cursi y caprichosa, que representa no obstante para él la fresca tentación de la sensualidad y la carne, de la que, al no tener más remedio que acoger contra su voluntad, se da cuenta de que se está medio enamorando de manera tan tierna como infantil y ridícula y de la que por eso mismo trata de huir despavorido.

No deja de ser lógico que al final, desquiciado, la guerra se le aparezca como el parto de un monstruo (pág. 267), como una gigantesca rotura de aguas, como una suerte de recreación del Diluvio Universal y que él, rotas las frágiles compuertas que habían garantizado su mundo y sus defensas, desemboque en la disolución y la locura: herido por un bombardeo en el parque del Oeste, deliraba mientras lo llevaban al hospital: " He parido una niña muerta... Se llamaba Eloísa".




lunes, 21 de noviembre de 2011

DEL EQUÍVOCO ENCANTO PROVINCIANO





Jiménez Lozano, José. Las señoras. Barcelona.Seix Barral. 1999.



Cae en mis manos esta novelita del laureado y prolífico --más de una docena de novelas, amén de bastantes libros de ensayo y de poesía---autor castellano, del que hasta ahora solo conocía la recopilación de artículos, previamente publicados en la revista Destino, que bajo el marbete La ronquera de Fray Luis y otros ensayos viera la luz, hace ya bastantes años, en la editorial del mismo nombre, y que eran una especie de reflexiones o divagaciones de un cristiano comprometido, como se decía entonces, preocupado por poner al día el pensamiento católico, muy en la línea de Aranguren, que recuerdo que era el prologuista del libro. Algunos críticos han comparado a Jiménez con Delibes, pero a juzgar por esta novela el autor que nos ocupa saldría más bien malparado.

En una pequeña e innominada ciudad de provincias, dos hermanas ancianas y rentistas, Clemencia y Constancia, ---repárese en lo catolicísimo y preñado de virtudes de ambos nombres--- respetadas y admiradas por todos, deciden participar en un concurso televisivo del estilo de aquel inefable Un, dos, tres de antaño, al objeto de, aprovechando la plataforma mediática, proclamar la estupidez de todo cuanto hay y de la televisión misma. El trazo de ambos personajes parece tener un lejano dibujo galdosiano por cuanto destacan con nitidez de un medio paralizado, inerte y moralmente inferior y al mismo tiempo una cierta ascendencia quijotesca, toda vez que son redichas y apodícticas en sus formulaciones, como poseídas por esa obsesión e intolerancia que, al igual que la del hidalgo manchego, consiste en, viviendo a través de lo que se ha leído, la quimera de implantar la justicia en el mundo. Su encanto, por lo demás , se acentúa cuando no parecen caer en la cuenta de su propia ridiculez: "Nosotras somos relativamente jóvenes, pero ya no estamos en edad de jugar a las canicas" (pág. 68).

Me da la impresión de que Las señoras pretendía en la intención del autor ser una especie de fábula política de altos vuelos, pero las obviedades de que el mundo es un desastre y de la mortífera influencia de la televisión requerían sin duda de otros mimbres narrativos y de otra trama distinta de esta y no confiada meramente a tan esquemática anécdota, cuya entraña policíaca además aparece desdibujada y difusa, lo mismo que el personaje de la señorita Simone, que podría haber dado más juego pero a la que el narrador, tras haberse medio olvidado de ella, hace aparecer al final de un modo un tanto forzado. Ha quedado sin embargo en una amable sátira de la vida provinciana, corroída por la mezquindaz y agusanamiento en la medida en que aparece entregada a los manejos de la mentalidad de orden y de la ubicuidad de la sospecha, que solo se asienta en las habladurías, los chismes y la circulación de los rumores. Sátira de la que podría decirse que su mayor defecto es precisamente el ser demasiado amable, toda vez que se asienta en unos personajes (los secundarios sobre todo, así el comisario y los doctores Bosch y Capdevila, el canónigo y el médico) como narcotizados por su ingenuidad y bonhomía y cuya única función consiste en servir de pimpampún o sparring para el terrorismo intelectual de Constancia y de Clemencia. En los personajes de las dos viejas, por contra, me parece que reside el mayor encanto de la novela, en su desmesura y su inverosimilitud: son cultísimas, hablan y leen varias lenguas --- latín entre ellas--- hacen de continuo alusiones y citas librescas de Descartes, Freud, Spinoza, San Agustín, Hegel o Kant entre otros y por si fuera poco se proclaman, no menos de continuo, ante los estupefactos oídos de quienes las oyen, nada menos que como " agustinianas, demócratas, republicanas, anarquistas y reaccionarias" (pág. 34) .




El resultado, en suma, es muy desigual, y me pregunto si en verdad la novelita, tal como está urdida, daba para mucho más. Pese a que los diálogos funcionen muy a menudo de modo ágil e ingenioso, a que el narrador demuestre un hábil uso del estilo indirecto libre y a que algún pasaje, por ejemplo el de tintes grotescos y suavemente esperpénticos del loro de madera que arenga a los jóvenes congregados en la calle mientras una de las ancianas falsea la voz (pp. 162 y ss.) se lea con fruición como no del todo increíble alegoría de la idiotez y manipulabilidad de las masas, la prosa deviene afeada sin remedio por el sistemático laísmo y --aún peor--- el loísmo en otras ocasiones: "Luego sacó los vasos del pequeño locero (...) y Constancia los daba vueltas e invitaba a la señorita Simone y al comisario a que los tocasen (pág. 71) y por la paupérrima y desmayada sintaxis de alguna que otra frase: "contestó que, naturalmente, no fumaba cuando recibía visitas, y que en cualquier caso tenía que haberlas pedido permiso, pero que las agradecía saber que no las molestaba" (pág. 79) o: " Y el comisario solía devolver todo solucionado, pero no se atrevía a más , incluso si un día se las encontró riendo porque no podían hacer frente a una cantidad" (pág. 125).

martes, 8 de noviembre de 2011

EL INÚTIL DE LA FAMILIA

Edwards, Jorge. El inútil de la familia. Alfaguara. Madrid. 2004.




Con este texto, cuyo título recuerda de modo inevitable el del monumental ensayo que Sartre dedicara a Baudelaire, El idiota de la familia, ha intentado Edwards honrar la memoria de un tío abuelo suyo, Joaquín Edwards Bello, escritor y publicista hoy bastante olvidado pero que gozó al parecer de cierto éxito y predicamento allá por los años treinta en su Chile natal. No es desde luego una novela que pueda calificarse de convencional o al uso, en la medida en que acarrea materiales textuales muy heterogéneos: participa a la vez de la autobiografía y de la biografía ficticia, de la crónica familiar, de la novela de costumbres y del ensayo literario ---practicado aquí y a estas alturas, como no podría ser menos, desde un notable distanciamiento irónico--- de tintes historicistas y positivistas (no es casualidad que el nombre de Saint Beuve aparezca en no pocas ocasiones en estas páginas, como para apoyar las muy numerosas elucubraciones del narrador para establecer posibles correspondencias y paralelismos entre Joaquín y ciertos personajes de sus novelas, sobre todo el Eduardo Briset de El inútil ), adobado todo ello además con un vago aire como de picaresca, toda vez que el héroe, más bien el antihéroe, del relato resulta ser a la postre, como el pícaro, un buscavidas y un desclasado, solo que aquí al revés, o sea, en sentido descendente en la escala social.




Pese a que se trata de un personaje, éste de Joaquín, al que se juzgaría en principio un tanto forzado, puesto que acumula ---demasiaso ad hoc, al menos en apariencia--- buena parte de los ingredientes capaces de convertirlo en intrínsecamente novelesco, lo cierto es que funciona, y lo hace aceptablemente, como soporte de este relato gracias al muy calculado juego de ambiguos claroscuros y espejos montados por el narrador, que lo presenta a veces como criatura de contornos nítidos y versosímiles y otras como una difusa silueta desdibujada por la leyenda, y en este sentido resulta atractivo: histriónico y atrabiliario, de azacaneada y variopinta biografía de rebelde sin causa, traidor a su clase más por afán de provocación que por algún tipo de convencimiento ideológico, jugador y putañero empedernido, con tanta atracción por la mala vida ---como ocurre con muchos señoritos de cuna---- como por las fiestas y saraos del grand monde, verdadera oveja negra de su acaudalada familia y escritor que se sentía a sí mismo en la estela de Maupassant, del Zola más naturalista y de Valle Inclán.




Hay un constante cambio de perspectiva narrativa --- muy a menudo en el mismo párrafo-- con el consiguiente trueque de persona gramatical, según cuente lo acaecido un narrador externo o se pase a otro interno que a veces es Joaquín y a veces el mismo Edwards que se asoma a su vida ( a la de Joaquín y a la suya ) y a sus fantasmas familiares con continuas apostillas y digresiones sobre lo vivido y pensado por el primero.Y es que el autor parece haber tratado a su personaje como a una especie de palimsesto con múltiples costurones, tachaduras y espacios en blanco, apoyándose en lo que de él dijeron otros también comparecientes en el texto y presuntamente "reales" e "históricos"( como algunos de los mejor iluminados y urdidos en la novela, y pienso en Jorge Cuevas, Cuevitas, el que acabó en multimillonario por un oportuno y hábil braguetazo, el amigo predilecto de juventud de Joaquín, o la tía Elisa, ultrarreaccionaria hasta el paroxismo y poseída por una energía milagrosa que ella atribuía a la intercesión de la Virgen ), e imponiendo así un orden o diseño en la confusa proliferación de los hechos.




La novela arranca con la evocación de aquella tarde de fines de los cincuenta en que Joaquín, ya a las puertas de la vejez, se queda sin blanca ---último eslabón de una larga cadena de ruinas por el juego--- en el Hipódromo Chile de Santiago y del ataque al corazón que le sobreviene esa misma noche, que le deja ya enfermo y semiparalizado para lo que le queda de vida y que prefigura su decadencia final, y se cierra, trescientas y pico páginas más adelante, con el relato pormenorizado de su suicidio a fines de los sesenta precisamente con la pistola que su padre agonizante le había regalado " Para que defiendas ---dijo, ahogado, con un pecho agitado, con ojos turbios --- tu honra. !Es lo único que vale en la vida, lo demás es paja picada¡ Y comprendiste que se refería, con mala leche, con amargura, a la plata de su primo hermano" ( p. 46), y con una especie de coda, irónica e inesperada, que ocupa el capítulo último y que tiene como motivo la misma pistola. Entre medias, entre uno y otro episodio, se abre un vasto paréntesis que constituye el cuerpo de la novela en sí, la vida y peripecias del héroe desde su infancia en el Valparaíso de los amenes del XIX.

Notables son el brío y la plasticidad de no pocas descripciones de ambientes o figurantes (" La baronesa de Clifford, fantasma reseco que bajaba por temporadas desde las islas británicas a las salas de juego del continente y que luego desaparecía, con sus nmanos huesudas, sus brazos descarnados cubiertos de brazaletes sonoros, su pecho flaco lleno de manchas negras y de joyasque resplandecían bajo las lámparas lujuriosas, podrida en plata, según se murmuraba", pág.137). Algunos pasajes ---los más--- están contados con mano maestra, por ejemplo los conciliábulos que en el medio familiar y social de Joaquín se llevan a cabo para preparar la conspiración antibalmacedista (cap IV), el fulminante enamoramiento que el protagonista siente por Lila Pires, la grotesca escena del primer encuentro erótico entre ambos y luego la teatral ruptura propiciada por él (pp- 84-91), o la muerte de Doña Paca ( p. 176) descrita con tintes esperpénticos y solanescos, pero otros ---los menos--- se me aparecen en exceso farragosos y repetitivos, así la larga digresión del cap. XXXIII acerca de las pautas de comportamiento y ritos de la tribu literario- chilena y la presunta imposición de la autocensura en el escritor para preservar la concordia familiar ( aunque supongo que de ser así eso solo afectará a los de buena familia), o francamente sobrantes, como las glosas y comentarios al Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, acotaciones lexicográficas que lo único que hacen es romper el ritmo del relato.




Por lo demás, y sirva esto como colofón de estos comentarios, toda identidad ---toda máscara--se sitúa siempre en esa zona de penumbra entre la ficción y la sedicente realidad, y de alguna manera resulta inapresable, aunque solo se deba a que, como se dice muy bien en la pág. 311 " los cambios de vida, por radicales, por extremos que sean, nunca son tan completos como se pretende. Siempre queda algo del personaje anterior: algo adherido, o escondido, o reprimido"

domingo, 30 de octubre de 2011

EL ABRECARTAS

Molina Foix, Vicente. El abrecartas. Barcelona. Anagrama.2006

Lo primero que llama la atención en esta extensa --más de 400 páginas--- y muy celebrada novela ---en 2007 se le concedió el Premio Nacional de Narrativa, aunque esto no tiene por qué constituir garantía de calidad alguna--- es lo original de su disposición estructural y la notable habilidad con que Molina ha sabido desarrollarla hasta hacerla literariamente creíble: formada a base del intercambio de docenas de cartas entre una serie de personajes ligados con maña y sutileza unos a otros en un cañamazo de voces narrativas, colocadas a modo de piezas de un mecanismo relojero cuya urdimbre ha de ir el lector descubriendo poco a poco, a medida que avanza la lectura, hasta que al final se ilumina todo el puzzle. Nada importa que algunos de esos personajes, como Lorca, Aleixandre, Miguel Hernández, Eugenio D'Ors y un extenso etcétera sean, tal como se dice, "históricos", y que otros vengan de la inventiva del autor: unos y otros funcionan aquí o intentan hacerlo como entes narrativos, soportes de voces que apuntan cada uno a su particular mundo evocado, a su estatuto subjetivo y a su trayectoria vital. En este sentido El abrecartas no es una novela histórica (y este me parece uno de los méritos, y no de los menores, del libro, el haber sabido evitar el peligro, siempre latente en una novela de este tipo, de convertirse en una galería de fantasmas), por mucho que todo un periodo de la historia de España, el que va de los años veinte del pasado siglo hasta ahora mismo, comparezca como fondo del tapiz, sino una novela sobre un puñado de vidas truncadas y abocadas a un destino trágico.

Las primeras cartas son las que Rafael González Sanahuja, niño pobre compañero de escuela de primeras letras de Lorca, envía a éste desde la admiración distante y un tanto conmovedoramente ingenua que le generan sus propios y semisecretos anhelos de convertirse en escritor. Este Rafael viene a ser el primer eslabón de la cadena que abrirá paso, como digo, a una larga sucesión de corresponsales, en primer lugar dos que resultan ser de los más proteicos y de más enjundia, espesor y firme trazado del libro, hasta el punto de que bien puede decirse que viven en él varias vidas diferentes: la prima de aquel, Sefetilla, humilde maestra en los años republicanos, después locutora radiofónica de novelones sentimentales y al final insospechada escritora de éxito, y Alfonso Enríquez, profesor universitario de izquierdas desde su primera juventud, luego represaliado por el franquismo, liberado gracias a una casualidad, exiliado de lujo en una universidad suiza---lo que da pie a la entrada en liza de otro personaje conmovedor, Angelico--- hasta concluir, desengañado y desligado de cualquier vínculo con la cultura, dando tumbos por el norte de Africa y por Latinoamérica. Ambos personajes acabarán además resolviendo algunas de las claves cifradas o detalles semiocultos de la novela, así el destino de una pieza teatral, presuntamente desaparecida, de Cernuda, o el papel escrito que cierta esposa deja a su marido cuando decide abandonarlo, y forman, junto a la actriz Manuela Riera ---personaje sin embargo mucho más desdibujado---un extraño triángulo amoroso que es uno de los ejes vertebradores del relato.


Pero el mayor hallazgo del libro, en cuanto a creación lingüística, verosimilitud y decoro de la voz narrativa, me parece el personaje del censor y policía político Trinidad López Douce --- Ramiro Fonseca en los puntillosos informes que envía a sus superiores--- desgarrado por el rencor y la mala conciencia y condenado a una existencia esquizofrénica que acabará aniquilándolo. Fonseca es el pretexto para que el autor, además de hacerlo reaparecer, en un final golpe de efecto, a la conclusión del relato, no solo lleve a cabo una muy eficaz parodia de la prosa plúmbea y amazacotada del lenguaje policíaco-administrativa, que da a menudo en efectos desopilantes ---"Se ha podido igualmente averiguar que estando la casa propiedad del Sr. D'Ors (...) adosada a una antigua ermita, el Obispado de Barcelona intervino hace unos meses ordenando tapiar la ventna interior que comunicaba directamente el dormitorio de Don Eugenio con la capilla de la ermita, en prevención de que, hallándose expuesto el Altísimo en el altar, hubiese simultáneamente una ocupación concupiscente del lecho, dado que, aun en su acvanzada edad, el escritor mantiene relaciones venéreas con varias de las señoras a él devotas" (p. 94)---, sino para que también demuestre su habilidad para el cambio de registro congruente con la transformación del personaje, como se demuestra en la larga misiva (pp. 375-390) que el policía arrepentido dirige, a modo de desnudamiento o autoanálisis, a sus antiguas víctimas, a las que tenía que vigilar y delatar " (...) a todos, mis perseguidos y odiados, mis envidiados, mis perjudicados, mis perjudicadores, mis encartados, a vosotros os cuento, ahora que ya no sirve, mi verdad, lo poco o nada de Trinidad López Douce que hubo en Ramiro Fonseca, ese espantajo que yo creé, no para sobrevivir trampeando, que es lo que podría parecer, sino para matar al que dentro de mí se odiaba a sí mismo" (p. 377).




El hecho de que entre los aspectos más flojos o menos felices de El abrecartas cabría citar el que no de todos los personajes podría decirse lo mismo que de los antecitados, toda vez que algunos se me antojan forzados por demasiado planos o previsibles, así los jóvenes conspiradores antifranquistas (pp.227-272) de los sesenta y setenta, mundo que Molina ya había tratado en una anterior entrega, La quincena soviética, o el ambiente de la intelectualidad republicana en torno a figurantes como Alberti o María Teresa León, o de que el autor se haya dejado llevar un tanto por el cotilleo de mundillo literario en el relato pormenorizado del affaire amoroso entre Vicente Aleixandre y Andrés Acero (pp. 123-146), aun cuando el retrato del poeta sea fiel a la fama de humanidad y bonhomía que todos le han atribuido, no obsta para considerar el libro que comentamos como un título mayor de la novelística española de estos últimos años y un más que logrado experimento narrativo.



jueves, 20 de octubre de 2011

UNA VIDA CENTENARIA


Broggi, Moisés. Memòries d'un cirurgià. (1908-1945). Barcelona. Edicions 62. 2002.



Pese a que de mi ya vieja frecuentación del género tengo la muy arraigada sospecha de que, de un modo u otro y en mayor o menor grado, todos los libros de recuerdos personales son, en rigor, falsos por las inevitables trampas, anfractuosidades y falsificaciones de la memoria y por los propios mecanismos psíquicos de la fabricación de la máscara-persona, hay algo que me ha hecho transitar con sumo placer por las más de cuatrocientas páginas de este texto.Y es ello que no obstante lo dicho me ha parecido que de esta prosa sencilla y eficaz, lejos de la excelencia literaria por ejemplo de la de las Memòries de Sagarra, pero mucho más legible que las de Fabián Estapé, pongo por caso, se traduce una especie de verdad , una modestia y naturalidad del personaje, un coraje moral y un agradecimiento al hecho mismo de la vida, que aquí se evoca sin atisbo de rencor ni amargura, que lo hace singularmente atractivo y lo aleja de la autocomplacencia y el narcisismo de otros.

Hay una versión castellana en Península del mismo año que la castellana y en 2008, con ocasión de los cien años del autor, Edicions 62 publicó en un solo volumen sus dos libros autobiográficos, éste que nos ocupa y su continuación, Anys de plenitud, que aún no he leído pero que algún día espero leer. Acabo de enterarme de que hace solo unos días Broggi ha aceptado --!a sus 103 años¡ ---encabezar las listas de ERC al Senado en las elecciones del 20 de noviembre.


La infancia de Broggi fue la quizá normal en un retoño de la burguesía media catalana de principios del siglo pasado. La emigración a Cataluña, esde el norte de Italia, de uno de los bisabuelos, a quien debe el apellido, inauguró unas generaciones de individuos emprendedores y de espíritu innovador, que hubieron de pasar por altibajos de fortuna pero que se mantuvieron siempre en el orbe social que va de una honrada menestralía al pequeño empresariado. En los primeros capítulos se rememoran, junto a los antecedentes familiares, los idílicos veraneos en L'Escala en casa de la tía Lola ---al descubrimiento del mar le acompañó una extraña pesadilla que habría de aparecer recurrentemente: unas mujeres vaciaban, garrafa a garrafa, el Mediterráneo hasta dejarlo convertido en un inmenso yermo,de modo que se comprende y es casi inevitable que Broggi escriba: "Que diferent és aquest mar que ara contemplem ¡. Aquells munts d'algues s`han acabat, convertits en fastigosos plastics i escombraries, i aquella vida tan exuberant que pertot bullia s'està apagant visiblement" (p.63) ---También los compañeros de juegos, las apasionadas lecturas infantiles de Verne y Stevenson, la admiración y la ternura que le provocaban las visitas del viejo y bondadoso médico de familia que le visitaba en sus entonces frecuentes problemas de salud, la escuela, los estudios de bachilletato, la impresión que le produjo, en los primeros años veinte, la aparición de la navegación a motor que desplazó enseguida a "l'entranyable vela latina" (p-69) o los vehículos con motor de explosión que sustituyeron a los carros y las tartanas.

Y aún más le sorprendería ---con esta anécdota entra Broggi en el capítulo que titula Conflictes socials i opinions polítiques--- a él, que habría de ver tantos ,la visión del primer cadáver, en 1918, un esquirol acribillado a balazos por los faístas en una calle de Barcelona: "No oblidaré mai aquell espectacle, la gent apinyada al voltant del cos inert d'aquell infeliç i l'oncle Juli, que ens va fer anar a casa a buscar un llençol per cobrir-lo mentre s'esperava l'arribada del jutge" (p. 84). Se extiende acto seguido en la orientación política y el ambiente cultural de su familia. El padre, conservador moderado, se movía en el posibilismo de la Lliga, aunque no estaba afiliado a ninguna organización, mientras que la familia materna tenía una orientación nacionalista más radical y algunos de sus parientes acabarían siendo miembros destacados de Esquerra Republicana o de Estat Català. Describe asimismo con viveza el ambiente político de aquellos años, los del llamado pistolerismo callejero, la huelga de la Canadiense y la epidemia de gripe de 1918. Los asesinatos de patronos y sindicalistas no podían menos que escandalizar en su medio, naturalmente de orden, aunque deploraran también la brutal represión desencadenada por Martínez Anido y su Ley de fugas. En su familia se alaba el hecho de que, con solo la muy reducida autonomía vigente con la Mancomunidad de Diputaciones, se consiguieran levantar, en poco tiempo, La Escuela del Trabajo, El Instituto de Estudios Catalanes o La Escuela de Bibliotecarios.

Las páginas 101-165 se dedican a contar por lo menudo el inicio de sus estudios universitarios y sus primeras experiencias dramáticas "d'afrontament de la medician contra la mort prematura" (p.116) como aprendiz de cirujano al lado de los hermanos Trías i Pujol --- a los que siempre considerará , sobre todo a Antoni, como sus maestros--, al estado de la cirugía en aquel tiempo y a los avances que entonces estaban teniendo lugar, a su práctica de médico interno en la Clínica Fargas, al relato del movimiento de renovación universitaria que acabará culminando en la creación, ya con la República, de la efímera pero según todos los testimonios justamente añorada Universidad Autónoma de Barcelona en la que tuvo un empeño especial su maestro Antoni Trías en tanto que miembro del Patronato y a su propia labor médica en el nuevo Servicio de Urgencias del Hospital Clínico, modélico en punto a sus dotaciones técnicas y profesionales --alli se empezaron a implantar por primera vez en España las nuevas técnicas de tracción esquelética y de inmovilización precoz de Böhler--- Rememora Broggi también con entusiasmo la renovación pedagógica y organizativa del medio universitario de aquellos tiempos, la creación y rápido ascendiente que tuvo la Revista de cirugia de Barcelona y la ejemplar liberalidad y amplitud de miras con que entonces no pocos doctores practicaban la medicina, por ejemplo en el uso terapéutico de la heroína y otras drogas, del que él mismo fue pionero: "Malauradament, les legislacions actuals, amb l'intenció mal entesa d'evitar l'adicció, no fan més que posar obstacles a l'hora d'aplicar-les i amb aixó són molts el pacients que moren amb sofriments facilment evitables"(p.165)


En esa época de interno en el Clínico es cuando le coge el estallido de la guerra civil, eventualidad que no le sorprende demasiado toda vez que al recordar los acontecimientos de octubre del 34 ya dice ver en ellos un negro augurio de lo que vendrá después. La interpretación de lo ocurrido en las primeras semanas de guerra--- Broggi no es un político ni un historiador--- no difiere mucho de lo tantas veces expuesto por la historiografía hoy más comúnmente admitida y por multiples testimonios de todo tipo, aunque tiene sin duda la viveza y la frescura de lo visto de primera mano y sobre el terreno: de cómo la tarde misma del 18 de julio un médico, compañero del hospital al que solo conocía de vista, trató de convencerlo para que acudiera a prestar sus servicios al convento de las Carmelitas de la Diagonal, donde, le dijo,esa noche pasaría algo importante y se le podría necesitar, y de cómo el desconfiar y no aceptar el ofrecimiento le sirvió para no haber estado en grave peligro de muerte tres días después, cuando los milicianos consiguieron desalojar el Convento, que resultó ser uno de los sitios de concentración de los conspiradores y falangistas; de cómo se le llamó a practicar curas al cuartel de los Guardias de Asalto en la Barceloneta, donde se evacuó a muchos heridos de los combates de las Atarazanas; de cómo hubo de trabajar sin descanso, varios días seguidos, atendiendo a centenares de heridos en el Cínico (todos los hospitales de Barcelona quedaron desbordados), y al fin de cómo se le movilizó después para ayudar a crear pequeños hospitales de sangre en los frentes de Barbastro y Sariñena. En el Clínico él y algunos otros médicos se atrevieron a proteger a los heridos provenienbtes del bando rebelde, escondiéndolos en los sótanos o falsificando el nombre, para así librarlos de la furias de los milicianos. Inequívocamente republicano y opuesto a los golpistas, Broggi elogia la firmeza y el sentido común de Escofet, al frente de la Comisaría General de Orden Público de la Generalitat, esencial para contener a los sublevados, pero no puede menos que deplorar el daltabaix generalizado y sentir algo de antipatía por los dirigentes anarquistas y los milicianos, a los que se refiere como "grups de gent armada" (...) que "es dedicaren al saqueig i al assassinat"(p. 185) y es así como se refiere en las páginas siguientes al terror en la retaguardia llevado a cabo más que nada por los anarquistas, y a la desbandada de muchas gentes barcelonesas, tanto partidarias de Franco como familias de clase media, republicanas y catalanistas ---no pocas de ellas conocidas de él o de su familia---, pero temerosas de las arbitrariedades de algunos grupos de milicianos.


A fines de 1936 recibe el aviso del Consejo de Guerra de la Generalitar de incorporarse a las Brigadas Internacionales, en cuyos servicios médicos permanecerá más de un año y recorrerá varios frentes, de Navacerrada a Guadalajara y de Brunete a Teruel, y que habrá de constituir su verdadera experiencia de guerra, apasionante para él ---tuvo la oportunidad de practicar la cirugía traumática y probar los avances e innovaciones en su profesión, que le fascinaba--- pese a los horrores que hubo de presenciar. Va ilusionado al frente, aun convencido en lo más íntimo de la inevitabilidad de la derrota de los suyos (es muy consciente del contexto internacional, de la falta de una dirección centralizada y de las inconciliables disensiones internas en el bando republicano), pero insiste en el ambiente de camaradería y libertad de movimientos que había entre los sanitarios --españoles y extranjeros-- de las Brigadas y en la carencia de cualquier adoctrinamiento y control políticos, a pesar de lo mucho que se ha escrito en sentido contrario. Por supuesto, no era tan ingenuo o tan ciego como para ignorar que allí los comunistas llevaban la voz cantante: había que tener cierta prudencia con lo que se hablaba ---en conversaciones privadas, algunos de los médicos españoles de su equipo no tenían inconveniente de confesarle su simpatía por el bando franquista y de hecho unos cuantos se pasarían al otro lado, aprovechando la confusión de una retirada desorganizada en el frente de Aragón---. Las innovaciones técnicas, el excelente material sanitario y quirúrgico ---fue la primera vez en una guerra en que se utilizaron quirófanos móviles o Auto-Chir-- y la competencia de los profesionales permitieron reducir la mortandad entre los combatientes y aumentar la calidad de las curas y de los postoperatorios. Evoca Broggi con emoción y nostalgia a muchos compañeros de aquellos días, sobre todo a las enfermeras americanas Esther y Thora, voluntarias cuáqueras, a Timoteo, campesino manchego que servía como excelente ayudante en el quirófano y en cualquier otra tarea y a Bob Webster, el chófer del camión-quirófano, norteamericano del American Medical Bureau, que acabaría muriendo decapitado por una bomba y en cuyo enterramiento siente el médico cómo las lágrimas le bajan por las mejillas: "En aquells moments se'm barrejava, juntament amb la mort del amic, el penós ambient de derrota que ens envoltava. Em va fer l'efecte que, amb el cos de Bob, estava enterrant tot aquell món al.lucinant que fins aleshores m'havia envoltat" (p. 31o).

Desmovilizado por enfermedad cuando su unidad se hallaba en el frente de Gandesa, a principios del 38, retorna a Barcelona y tras recuperarse sigue trabajando en el línico y en el entonces nuevo Hospital de Vallcarca. Sabe que la guerra está perdida y por doquier es bien perceptible el ambiente de derrotismo. Hace balance de lo que ha supuesto la Guerra Civil, en medio de tanta destrucción y horrores, para el progreso de la sanidad militar: los hospitales móviles, los bancos de sangre y la sistematización en el tratamiento de las heridas, que ha sido posible, dice, y de modo sorprendente , en el bando republicano, precisamente por la falta de disciplina y de organización, esto es, la relajación de las jerarquías castrenses : "Els assaigs, les innovacions i l'adquisició de material adequat hauria estat dificilment acceptat per part d'uns jerarques generalment lligats a mètods antics i poc inclinats a canvis" (p. 321).


Las últimas páginas del libro, fácilmente se entiende que las más amargas y melancólicas, se dedican a contar, hasta 1944-45, las circunstancias de l'ocupació, el destino de los sobrevivientes (los hermanos Trias y otros conocidos, amigos o colegas huyeron a Francia o a Latinoamérica), la paz de los vencedores, con la instauración del nuevo orden, los juicios sumarísimos y las depuraciones. Broggi pudo haber salido del país pero no lo hizo porque pensó que era su deber quedarse con sus padres. Por una pura casualidad no se le sometió a juicio --- un médico falangista, amigo desde los años de formación en el hospital, intercedió por él---pero, con todo, se le expulsó del Clínico y se le prohibió toda la labor en la salud pública. Tuvo que dedicarse desde el 39, con no pocos apuros y dificultades, y en un ambiente de ostracismo y casi semiclandestinidad, al ejercicio privado de la medicina, al principio con una modesta clientela de vecinos de su barrio, en un despacho que montó en casa de sus padres, hasta que fue mejorando poco a poco su posición apoyándose en médicos amigos. Lo que vino después lo cuenta Broggi en la segunda parte de sus recuerdos.

miércoles, 5 de octubre de 2011

DE LA LIMPIEZA DEL TESTIMONIO




Levi, Primo. La tregua. Barcelona. El Aleph. 2002.


Tengo para mí que de la ingente balumba de escritos más o menos literarios que han provocado el universo concentracionario de los Lager nazis destaca, por muy buenas razones, la estremecedora trilogía que a ellos dedicó el gran escritor judío italiano, y sobresale, además de por sus virtudes literarias, por otra que podríamos llamar moral, y es que, a diferencia de la inmensa mayoría de aquella literatura, no se halle aquí el consabido maniqueísmo simplón y acusatorio ni se pueda encontrar el menor aire de proclama o adoctrinamiento, por cuanto acierta a situarse al margen tanto de cualquier tono imprecatorio como del deseo de venganza, de insulto o de rencor, de la delectación morbosa y masoquista en el dolor ---con ser este casi inconcebible--- y del menor atisbo de capitalización política a posteriori, como si el narrador protagonista Levi, al haber acometido esa terrible mirada retrospectiva, esa memoria del horror, con tal voluntad de objetivación y de distanciamiento, haya alcanzado a brindar al lector este relato tan limpio, sin digresiones, sobrecarga psicologicista ni prédica política. En el momento de la libertad, siente el narrador cómo le fluye por las venas, junto a la sangre extenuada, "el veneno de Auschwitz" y el tiempo de peregrinaje hasta llegar a casa se le imponía como "una tregua, un paréntesis de ilimitada disponibilidad, un don providencial pero irrepetible del destino" (p. 345)


Levi había nacido en Turín en 1917 y en la postguerra se dedicó a su profesión de químico al tiempo que levantaba una obra ---él, que siempre se tuvo por un escritor aficionado-- no demasiado extensa aunque sí de extraordinaria hondura y rigor, hasta su nunca del todo aclarado suicidio en 1987. Es posible que, al igual que Paul Celan o Jean Améry, no llegara a superar la carga del sheerit, de la conciencia de culpa del sobreviviente.


En vano buscar en La tregua insistencia alguna en anécdotas o episodios nauseabundos o repulsivos; lo que impera es esa fría mirada analítica y como distante, no exenta de un humor en absoluto ácido o amargado ---el pasaje , pp.283 y ss., que refiere el teatrillo o revista de variedades que montan los expedicionarios, más que nada para matar la ansiedad y los tiempos de espera, resulta memorable por lo irónico y suavemente esperpéntico--- , que incluso sabe ver destellos de ternura y humanidad hasta en el fondo de la inmundicia y de la degradación moral generalizadas, pero que jamás dejó de aprehender, lúcidamente y hasta el fondo, la experiencia del mal absoluto que significó el nazismo, cuyo legado y consecuencias no dejan de sonar, como con sordina, a lo largo de estas páginas. También dignos de recordarse se me aparecen, por ejemplo, la puntillosa descripción de la Starije Doroghi o Casa roja, viejo acuartelamiento ucraniano del ejército ruso que sirve de residencia durante unos días a los viajeros (pp.227 y ss.), la fulguración nada ocasional del verdadero hallazgo verbal ---de las letrinas de unos de los muchos campos de refugiados por los que pasan en su periplo se dice que "lo único que había era un pavimento de tablas sueltas y cien agujeros cuadrados, de diez en diez, como una gigantesca y rabelesiana tabla pitagórica"(pág. 207)---, o la visión del regreso a su patria, en caótico desorden, de las unidades del Ejército Rojo, "espectáculo a un tiempo épico y solemne, como una migración bíblica, y agitanado y variopinto como un viaje de saltimbanquis" (pág. 126)


Al final del primero de sus tres relatos autobiográficos, Si esto es un hombre (1958) escribía Levi que había intentado ---y sin duda dejaba caer implícitamente que lo seguiría haciendo en obras posteriores--- narrar su atroz experiencia con el "lenguaje sobrio y mesurado del testigo". Me parece que ha cumplido a la perfección tal objetivo. Al citado libro habrían de seguirle La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986). Se ha dicho que Levi debe tales sobriedad y mesura a su formación científica ---a sus conocimientos químicos debió en parte el salvar el pellejo en Auschwitz---pero el argumento no me parece de demasiado peso. Si en aquel primero se centraba en los once meses que hubo de pasar en Auschwitz y el último, publicado solo un año antes de su muerte, insistía en la función cauterizadora y purificadora de la memoria para todos, tanto para los sobrevivientes y las víctimas como para los verdugos, en este que comentamos se cuenta la larga odisea del viaje de regreso a su país, entre enero y octubre del 45, a través de media Europa y en desvencijados trenes de mercancías,, con hambre, frío y ocasionales maltratos, de mil y pico ex-prisioneros italianos.


Hay en el libro una larga serie de admirables retratos de tipos inolvidables, captados con tanta comprensión y verismo como con mano maestra: Thylle, el viejo militante comunista alemán convertido de buen grado en uno de los kappos del campo hasta que, en el momento de la liberación, estalla en un llanto compulsivo e inconsolable tras una breve conversación con el narrador; Hurbinek, el hijo de la muerte, un niño de tres años, paralítico y mudo, con una mirada "salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor" (pág. 31); Henek, el muchacho húngaro, apenas un adolescente, que se encargaba de cuidarlo con piedad y entrega; Frau Vita, una joven viuda que se esforzaba hasta la extenuación atendiendo a los demás presos, sobre to do a los enfermos y a los niños, y que se pasaba la noche, incapaz de soportar la soledad, canturreando y bailando en el pasillo del barracón mientras apretaba contra su pecho a un hombre imaginario; el coronel Rovi, un atrabiliario e histriónico bufón que se autoatribuye el mando de los expedicionarios; Ferrari, que "leía" todo periódico o libro, en cualquier lengua, que cayera en sus manos, aun cuando no entendía nada y se limitaba a deletrear y reconstruir trabajosamente cada palabra, cuyo significado por lo demás no le interesaba; el fiel compañero y amigo Cesare; Galina, la esforzada enfermera rusa agregada a la Komandantur del Ejército Rojo a la que el narrador admira e idealiza en secreto, y sobre todo Mordo Nahun, el griego, personaje que se diría sacado de la novela picaresca, especie de hábil buscavidas que se les ingenia para progresar con trueques y trapicheos, y muchos más.

Pero la huella del Lager es indeleble, invade los sueños , fija los gestos y los reflejos, marca el alma para siempre. Ya casi al final del viaje, tras haber superado la estación postrera de su viacrucis y como accediendo a una especie de purificación o exorcismo, la contemplación de una Viena destruida le provoca "no compasión, sino una pena más profunda que se confundía con nuestra propia miseria, con la sensación pesada, inmimente, de un mal irreparable y definitivo, omnipresente, anidado como una gangrena en las vísceras de Europa" (p. 337). La breve parada del convoy en Múnich, mientras sentía el número tatuado en el brazo "gritar como una herida", le permite comprobar hasta qué punto los alemanes derrotados no les miraban a los ojos a los ex deportados, sus recientes víctimas: "eran sordos, ciegos y mudos, pertrechados en sus ruinas como en un reducto de voluntaria ignorancia"(p. 342). Al llegar a Turín, una terrible pesadilla puebla sus noches, un sueño lleno de espanto anida dentro de aquel otro de paz y felicidad acariciado tanto tiempo: "estoy otra vez en el Lager y nada de lo que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos " (p.347)